Revista Cultura y Ocio

1, 2, 3 – @IAlterego84

Por De Krakens Y Sirenas @krakensysirenas

Para S., por estar ahí, escuchar y hacerme reir cuando las cartas vienen mal dadas.

Sobremesa en un chiringuito de playa. La hora perfecta en la que los niños, a falta de nada mejor que hacer, se dedican a dar por saco al prójimo. Los padres de familia se aflojan el cinturón un par de botones y lanzan miradas de refilón a las muchachas con edad para ser sus nietas sin que la respectiva se entere, o al menos finja no enterarse. El calor es sofocante y la necesidad de una siesta apremiante. Pero ya se sabe. Estamos en agosto, esto es el paraíso terrenal masificado y comido de hormigón, asfalto y hoteles en primera línea de playa. O lo que es lo mismo, mejor dormitar un poco clavándose el respaldo de plástico de la silla en la espalda, tomarse un par de cafés y cuando la calor apriete menos, a darse un chapuzón en el mar, que para eso hemos venido.
Y en mitad de esta estampa estival, un camarero permanece en su puesto de trabajo. Gesto serio. Mirada cansada. Sudor en la frente y los codos apoyados sobre el mostrador, junto a una bayeta con un par de moscas danzando sobre ella a modo de compañía. Ha pasado la hora punta y toca tomarse un respiro. Algo que se puede traducir en: permanecer allí, viendo pasar el tiempo hasta que la marabunta resucite de su sopor y el baile de cañas, sangrías y cócteles se convierta en un caos de vasos cambiando de mano y los correspondientes avispados amigos de irse sin pagar.
Su campo visual parece el de un campo de batalla con cuarenta grados a la sombra. Mire donde mire, la escena es la misma: cuerpos sudorosos que, a modo de agonizantes, pelean por respirar o disimular algún que otro ronquido. Hasta que sus ojos se posan en una mesa un tanto apartada. La única silla disponible la ocupa una mujer. Sonríe y sale del refugio que le proporciona el ventilador que remueve el aire caliente a sus espaldas para coger la comanda. Ella le ve y le devuelve la sonrisa. Es rubia, lleva unas gafas de sol con cristales de espejo en los que él se ve avanzar, viste una camiseta roja y unas sandalias rosa. Un ave de paso más en mitad del espejismo de rafia negra que constituye la única sombra disponible a varios metros a la redonda.
Cuando llega a su altura, la mujer se quita los auriculares. Down the waterline de Dire Straits parece poner la banda sonora a la escena, cuando ella se aparta las gafas de los ojos y juguetea arrastrando los pies sobre la arena. La transacción es rápida. No pasa de ser un ¿qué va a ser?, y un mmm, un café solo con hielo, acompañado de una sonrisa y fin de la historia. Él, volviendo a su puesto y ella dejándose llevar por aquello de sweet surrender on the quayside. You remember we used to run and hide… mientras marca el ritmo sobre la mesa con los dedos y contempla a la pareja que tiene sentada a su lado. Ojos brillantes. Un futuro de planes por delante asomando a unos labios que en ese momento desearían morderse mutuamente en lugar de matar la sobremesa construyendo castillos en el aire. Él, con un tatuaje en el antebrazo izquierdo en el que se intuye una frase que no llega a leer. Ella, con otro tatuaje en el brazo derecho que asoma por la manga de la camiseta. No escucha lo que se dicen, la voz de Mark Knopfler se lo impide. Aunque a juzgar por la mueca de complicidad que ve en la cara del chico, la cosa parece ir bien.
El camarero llega con su café. Sus ojos se encuentran entre las ondulaciones que la tarde arranca del horizonte. Por un momento, unos segundos quizá, los dos sienten la sensación de decirse algo. Pero el tiempo es volátil como un te quiero, y ninguno dice nada. El chico de al lado le llama y le ve acercarse a ellos. Viste unos pantalones pirata anchos de los que asoma un tatuaje en el gemelo derecho: la silueta de tres gángsters. Gabardinas y sombreros pintados en negro. Les da una nota. Él paga y se ponen en pie, sin poder evitar un abrazo cálido y un beso rápido antes de desaparecer de la escena como han llegado, sin previo aviso al tiempo que ella echa el café sobre los hielos que empiezan a resquebrajarse a medida que empiezan a flotar y da un sorbo. El sabor amargo le gusta. Le recuerda lo que es esta vida. Un regusto en el paladar que de cuando en cuando nos pone los pies en la tierra.

La lista de reproducción sigue su curso y un tipo ojeroso, con aires de poeta decadente que lleva demasiados días sin dormir y tampoco parece tener demasiadas ganas de hacerlo, ocupa el asiento que acaba de quedar vacío. Su aspecto desprende un aroma a derrota que resulta hasta enternecedor. Barba de varias semanas. Ojos vidriosos enmarcados en ojeras negras. Manos manchadas de tinta y un cuaderno del que pasa las hojas como si en ellas pudiera encontrar el momento en que la musa emprendió la huía y el calvario comenzó. De cuando en cuando, se acaricia el pelo mientras murmura algo que perfectamente podría encuadrarse en un todo va a salir bien, lo mejor está por llegar, dejando a la vista el tatuaje de una sirena deslucida por el tiempo. Melodías y cánticos que parecieron llevarle al acantilado de la derrota en la que parece habitar.
Incómoda, da otro trago. El sabor amargo ha dado paso a una sensación refrescante y agradable. En su cabeza, la tinta que ha visto tatuada en los cinco minutos que lleva allí sentada, parece fotogramas de una película. Tres gánsgters. Un proverbio. Una sirena. Un tipo de mirada cansada que finge felicidad inmerso en un trabajo explotador de cara al público. Un joven con cara de enamorado comiéndose con la mirada a la culpable de sus sonrisas. Un hombre derrotado por su pasado que nada a la deriva usando los recuerdos como maderos con los que seguir a flote, en lugar de rendirse a las evidencias y dejarse hundir en el pozo del olvido. Uno. Dos. Tres. Tres tatuajes. Los tres actos de una tragedia griega. Un prisma difractando en tres el amor: soledad y hastío, pasión y deseo, derrota y amargura. O, simplemente, los efectos de un golpe de calor a pie de playa en pleno mes de agosto.

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