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10 cosas nuevas que he aprendido en mi último viaje a Japón

Publicado el 28 abril 2015 por Halo_di @halo_di

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Esta es la cuarta vez que me paseo por Japón. Y en cada ocasión me pasa algo parecido a lo que le ocurre al chaval del antiguo anuncio de Kinder Sorpresa: me topo con algo nuevo, me traigo algún juguete (bueno, muchísimos) y me pongo ciega a chocolate (y a otros dulces).

Ya conté cómo fue vivir una nochevieja en el país del sol naciente y algunas de las cosas que me enamoran de la capital nipona, así que este tercer post sobre Japón va dedicado a diez de las curiosidades que me han hecho tilín en esta última visita.

Hola, me llamo Diana y soy nekojita*. ¿Y eso qué quiere decir? Que tengo la lengua como un gatete. Y no, no es que sea la nueva encarnación de Bocaseca man, solo es que, al igual que los felinos, cuyas lenguas son muy sensibles a la temperaturas extremas, cualquier tipo de comida o bebida caliente hace estragos en mis papilas gustativas. Si eres de los que soplan antes de llevarse cualquier bocado a la boca o tienes que esperar un ratito a que se templen las ricas viandas que vas a consumir, bienvenido: también eres un nekojita. Por lo que parece, la mayoría de los japoneses tienen lengua de acero, así que no es demasiado común pertenecer a esta catalogación en el país del sol naciente (y cuando se den cuenta de que tú lo eres, te lo harán saber en plan de cachondeo).

No sin mi paraguas. Si la predicción del tiempo dice que va a llover, llévate un paraguas porelamordedior, porque VA A LLOVER TODO EL DÍA y te vas a calar como una sopa. La intermitencia en las precipitaciones en primavera no parece existir. Doy fe: el día que tenía para trastear por Harajuku y Shibuya me olvidé el paraguas en casa de mi amiga Mika y la ligera y constante lluvia unida a la falta de cornisas a lo largo del camino acabó convirtiéndome en una occidental pasada por agua. Debía de dar bastante penita, ya que al entrar en un Starbucks a calentarme un poquito, la muchacha que me atendió dibujó un paraguas sonriente (y muy cuqui) en mi vaso.

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Café del Starbucks

Tatuajes, no, gracias. ¿Estás tatuado? Olvídate no solo de los onsensentō públicos (esos maravillosos baños comunitarios japoneses, de agua termal en el primer caso y corriente en el segundo, perfectos para relajarte en pelota picada junto a otros), sino también de las piscinas. Si la porción de piel tatuada es pequeñita, puedes probar suerte y taparla con un vendaje. Si, como es mi caso, la cosa está más repartida por el cuerpo, toca enfundarse en prendas de manga larga o trajes parecidos a los que utilizan los surferos para cubrir cada milímetro “coloreado” antes de lanzarse a nadar. Todo esto viene por el antiguo vínculo entre los tatuajes y la yakuza, pero si alguien me puede explicar cómo se puede relacionar a una pelirroja blancucha con la mafia japonesa, se lo agradecería muy mucho.

Onsen privados, sí, gracias. Aunque los tatuajes hacen que la entrada a los baños públicos japoneses sea bastante complicada (por no decir imposible), hay una opción gracias a la cual podrás disfrutar de la experiencia sin tener que taparte lo más mínimo. En algún que otro ryokan puedes reservar solo para ti y tus acompañantes un onsen o un rotenburo (un baño termal en el exterior) privado y retozar tranquilamente en las ardientes aguas sin temor a estar transgrediendo ninguna norma. Y eso mismo es lo que hicimos Mika, Yuriko y una servidora en Hakone, en el maravilloso hotel que encontró la primera. Una vez superado el pudor de despelotarme en público (pese a que el público era conocido, para mí lo normal hubiera sido meterme al agua con mi bañador), me lo pasé como una enana…

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Onsen en Hakone

Cambio plátano de sombra por cerezo. Que el sakura** es lo más bonito del mundo mundial no lo puede negar nadie. Ir caminando por el jardín anexo a un templo, que sople una ligera ráfaga de viento y en un momento te veas rodeada de un millar de pétalos que, literalmente, llueven sobre ti, le ablanda el corazón a cualquiera. Además, parece que los cerezos no se encuentran entre los árboles que me dan alergia. He pasado dos semanas correteando entre flores de sakura más feliz que una perdiz y con lo único que he tenido que lidiar ha sido con un constipado bastante puñetero que me pillé en el avión. Ha sido llegar a Madrid, plantarme en mi barrio, y los árboles de Malasaña se me han comido por los pies. Literalmente. Llevo una semana pegada al inhalador. Súper-divertida la vuelta, ¿eh?

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Sakura en el templo Zōjō-ji

Akihabara es un tostón en comparación con Nakano Broadway. He de reconocer que esta opinión comenzó a tomar forma en mis anteriores visitas y ha venido a confirmarse en esta última. En este centro comercial pegado a la estación de Nakano puedes encontrar concentrado en cinco plantas casi todo lo que te ofrece Akihabara (salvo la parte electrónica). Anime, manga, figuritas, videojuegos ¡26 Mandarakes! Y todo sin tener que cruzarte con todo ese desagradable público objetivo que visita los incontables maid cafe que pueblan Akihabara. Además, ahora tiene el valor añadido de albergar un café decorado por el mismísimo Takashi Murakami, el Bar Zingaro, y cuatro pequeñas galerías de arte apadrinadas por el artista japonés.

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Nakano Broadway

Japón me ha devuelto la fe en el arte contemporáneo. Lo mejor del viaje (en cuanto a turismo, porque lo más fetén, claro está, era ver a los amigos que allí residen) fue la visita a las islas de Naoshima y Teshima. La que yo creía tercera (y única más) en discordia, Inujima, quedaba fuera de la ruta por falta de tiempo, pero, cuál fue mi sorpresa al descubrir que había ocho islas más, ¡ocho!, en el mar interior de Seto (al sur de Japón) con más museos que conocer. ¡Otra vez será! Me emocioné muchísimo con las obras de James Turrell y Walter de Maria en el Chichu Art Museum proyectado por Tadao Ando, lloré (lo reconozco) al entrar la primera y poder disfrutar en solitario de la instalación de Rei Naito en el espacio creado por el architecto Ryue Nishizawa en Teshima, compré ricas galletas de calabaza inspiradas en las obras de Yayoi Kusama (que fueron rápidamente devoradas en Madrid), y me recorrí las dos islas andando y deleitándome en cada detalle que encontraba en mi paseo: casas rehabilitadas, latitas escondidas que contaban historias, esculturas increíbles a lo largo de la costa, sakura en flor… Para mi próxima escapada, ya le tengo echado el ojo a una pequeña ciudad en el norte, Aomori, cuyo museo alberga obras de Marc Chagall, Yoshitomo Nara y Shiko Munakata.

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Calabaza de Yayoi Kusama en Naoshima

No tiene pérdida. Uno de mis miedos al planear este viaje era el no ser capaz de manejarme yo sola por las distintas ciudades que quería visitar, extraviándome cada dos pasos (no puedo ser más despistada ni tener peor sentido de la orientación). Para sentirme algo más segura alquilé un MiFi o router móvil por si las moscas, pero lo acabé utilizando más para subir fotos del viaje que para guiarme. La más que correcta señalización para moverte por todo lugar, ya fuera estación, templo o carretera de una pequeña isla y el buen hacer de los parroquianos a los que preguntaba en mi rudimentario japonés en caso de duda fueron suficientes para no vivir ningún momento “dónde c*** estoy y cómo salgo de aquí”.

Calles sin nombre. Pese a que, a rasgos generales, me resultó bastante fácil orientarme, el problema llegaba a la hora de buscar algo más concreto en Tokio. ¿Por qué? Primero, hay que cambiar un poco el chip con las direcciones: se basan en tres números, el del barrio o distrito, el de la manzana y el del edificio, ya que las calles, salvo honrosas excepciones, no suelen tener nombre. Después, hay que acostumbrarse a mirar hacia arriba: muchas tiendas, bares y restaurantes están situados en las plantas superiores de los edificios, y si andas medianamente despistado puedes pasar por delante de lo que estás buscando sin darte ni cuenta. Y, por último, contar con que ese maravilloso garito que descubriste vía internet puede haber desaparecido o haber cambiado su localización (algo bastante normal en esta ciudad).

Muerte por chocolate… o por cualquier otro tipo de dulce. Hay una expresión en japonés, betsubara***, que se utiliza para decir algo así como que las japonesas tienen un estómago extra para los postres. Y no me extraña, porque en este país hay un gusto por los dulces como no lo había visto en mi vida. Se sobreentiende que cuanto más cuqui sean las golosinas, mejor: donuts de calabaza con cabecitas de panda en el agujero, pequeños animales rellenos de chocolate que da verdadera lástima comerse (pero que te acabas zampando, claro está), bizcochitos rellenos de anko (pasta de judía roja) con la forma de la famosa lámpara de papel que preside la Kaminarimon, la puerta que da acceso al templo Sensō-ji de Asakusa, copas de helado tamaño rascacielos, pancakes superlativas… Vamos, que después del overdose de dulce, cuando vuelves a tu país es justo y necesario pasarte por el médico, hacerte unos análisis y comprobar los niveles de azúcar en sangre PORQUE TE HAS PASADO TRES PUEBLOS.

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Dulces japoneses

Y podría seguir hasta el infinito con anécdotas curiosas, palabras o expresiones nuevas (y en muchos casos sorprendentes) y deliciosos platos que he descubierto en esta última visita, pero como no es plan de eternizarme y resultar chotto mendokusai ****(un poco coñazo), lo dejo para la próxima vez que vaya, que espero que sea en breve… 日本語で (en japonés) *猫舌 *****別腹 ****ちょっとめんどくさい


Archivado en: Diseño, Mundo Geek Tagged: Akihabara, Aomori, Asakusa, Bar Zingaro, betsubara, Chichu Art Museum, Dulce, Inujima, James Turrell, Japón, Kaminarimon, Marc Chagall, Nakano Broadway, Naoshima, Nekojita, Onsen, Rei Naito, Ryokan, Ryue Nishizawa, Sakura, Sensō-ji, Sentō, Shiko Munakata, Starbucks, Tadao Ando, Takashi Murakami, Teshima, Tokio, Walter de Maria, Yayoi Kusama, Yoshitomo Nara
10 cosas nuevas que he aprendido en mi último viaje a Japón

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