Revista Cultura y Ocio

12 o 13

Por Hun_shu

Tendríamos 12 o 13 años. Nos gustaba sentir la calidez del sol en nuestra cara en aquel patio de colegio donde se jugaban varios partidos de fútbol y baloncesto a la vez mientras los aprendices de Bohemia mirábamos con interés a las primeras chicas que dejamos de ver como niñas. Nos reconocíamos en los pasillos y en las calles adyacentes donde la curiosidad nos abría sus puertas. Éramos Iván, Jose y yo, y a veces también venía Aitor, o Miguel Ángel, o incluso David con sus padres vigilando en un coche. Abrazábamos la libertad de los espacios abiertos en horizontes todavía imberbes cuando dábamos nuestros primeros pasos por las ruinas de la inocencia. Las escaleras de las estaciones de metro nunca resultaban resbaladizas y saltábamos por encima de los torniquetes delante de los vigilantes jurados. Y con nuestras tablas forradas de lija y los ejes y las ruedas rat bones que acabábamos de adquirir en Sessions, íbamos atravesando barrios mientras desconocidas inquietudes asomaban sus rostros en las esquinas. Nos impulsábamos con fuerza y el tiempo se estiraba y retorcía en nuestra espalda, a pesar de los golpes, las heridas y las rodillas a punto de romper. Siempre adelante, era imposible retroceder. Y conquistábamos la ciudad que teníamos a nuestros pies, eterna. Castellana arriba y abajo, entre el tráfico y los espectadores accidentales. En Plaza de Castilla ante la mirada de Calvo Sotelo, en Juan Bravo con las esculturas de Chillida, y Colón en su plaza, a pesar del ruido de las pequeñas cascadas, indicando el camino a mi antigua casa, mi hogar perdido de la infancia donde el futuro no se atrevía todavía a pasar. En nuestros cuerpos fibrosos todavía a medio hacer llevábamos las camisetas más anchas, los pantalones más holgados y las zapatillas Vision Street Wear con cinta americana. Alguno ponía mantequilla en los rodamientos para avanzar más rápido. También robábamos sprays en el Corte Inglés y los vaciábamos en Nuevos Ministerios o en los pasillos de alguna estación cercana. En AZCA jugábamos a los bolos escuchando a Bobby Brown entre risas amplificadas en los monitores. Veíamos películas de acción en el cine y compartíamos revistas porno en clase. Si querías saber lo que pensábamos o sentíamos solo tenías que preguntarlo, pero igual te lo haríamos saber a nuestra manera. Un día rompí varios semáforos después de pelearme con un tipo mayor que yo. Otro día casi me rajo la mano tratando de sacar una chapa de Porsche con una navaja. El verano anterior lloré desconsoladamente al despedirme de una chica de la que me había enamorado. Me atracaron dos veces a plena luz del día. Iba a misa los domingos solo por compromiso. Aún así, seguíamos impulsando nuestros cuerpos encima de las tablas, por esas calles tan nuestras de vida, con el sonido vibrante y tántrico de las ruedas sobre la acera. No cortaba nuestros pulmones el frío del invierno ni quemaba nuestra piel el sol del verano, en la piscina de Parque Sindical, en sus pistas y en sus bowls, colándonos para ahorrar 25 pesetas de entrada, mientras veíamos cómo saltar la alambrada desde el 73 que venía desde Moncloa. Y el encuentro fortuito con otras pequeñas estrellas del monopatín, ahora convertidos en creativos y altos ejecutivos (los supervivientes, claro) era natural y retador. Entonces no tenía cámara de fotos para registrar todo aquello, jamás me podía imaginar que alguna vez hablaría de esos días en pasado. El cemento ahora lo cubre todo, el tráfico continúa en la Castellana, la casa de la vieja, al lado del patio donde nos reconocíamos en los recreos y la curiosidad nos abría las puertas, ahora es una extensión de ese colegio cuyas puertas quedan lejanas y, sus calles adyacentes, más vacías por las noches. 


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