Revista Cultura y Ocio

70 días en NYC, parte II

Publicado el 03 marzo 2015 por La Cloaca @nohaycloacas

Publicado por Rober Cerero

En Nueva York, los minutos, las horas, los días y los acontecimientos se iban sucediendo frenéticamente. Es un maravilloso torbellino que no te deja ni un minuto para tumbarte en la cama (porque sofá no teníamos en el mini-loft); siempre había algo que hacer. En los días siguientes a la anécdota del policía en el metro pasó literalmente de todo, y eso empezaba ya a no ser novedad. Y es que igual veías como un taxista atropella a un chico que rueda por el suelo, se levanta, se caga en la p*** y pakistaní madre del taxista y sigue a lo suyo, que veías una convención de judíos ortodoxos saliendo a la vez de todos los vagones del metro, en plan flashmob chungo. Pero del metro ya hablaremos largo y tendido luego, por supuesto.

Durante esos días se produjo un antes y un después en mi vida: probé el FourLoko. Maaadre del amor hermoso. Mooooother of the georgeus love. Una bebida mitad alcohólica, mitad energética, que garantizaba el pelotazo padre a razón de 3.5 dólares (eso, en la Gran Manzana, es realmente un regalo).

Eso sí, existen una serie de efectos secundarios que no aparecen en la etiqueta de la lata, véase el ligar con focasmonje dominicanas creyendo que eran el prototipo moderno de la belleza, o notar la III Guerra Mundial en tus intestinos. Era levantarte y tener ahí a Michael Jordan colgando del aro, pero oye, a todo se hace uno, ¿no? Pareciera que el Consulado sabía que sus funcionarios-becarios gustaban de darle al FourLoko, dado el exquisito ambientador y su maquinita de jabón con sensor en los baños (cosas como éstas hacen que sean la primera potencia mundial…)

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Mis seis mejores amigos de Nueva York

Pero bueno, fuese por el FourLoko o por designio divino, lo cierto es que las buenas cogorzas estaban a la orden del día: así, situaciones del estilo de pagar 40 dólares (sin copa, of course), en una especie de fiesta OHMYCAT al estilo manhattaniense, en un piso 30, abandonado y con medio halfpipe incrustrado en la pared, e irte a los 45 minutos porque, literalmente, te estás quedando dormido de pie mientras el tiparraco pincha drum n bass, se hacían más comprensibles.

Hablamos de salir de la fiesta y quedarte dormido en la acera por no tener dinero para el taxi y sentir una pereza extrema para andar hacia el metro. Hablamos de que tu colega baje a buscarte y en vez de llevarte a casa, te suba y te pida una copa.

Pero no todo va a ser alcohol y fiesta, oye, que también íbamos a trabajar. E íbamos a trabajar aunque fuese habiendo dormido 2 horas. Aunque así ocurría lo que ocurría: uno, con toda su buena intención, le da un visado de deportista de élite a una chica muy bajita de 24 años (ya divorciada, ojo) que sólo quería ir una semana a España a ver a su hermana.

Pero ir, íbamos. Incluso si había que ir en plan comando (los hombres me entenderéis) como tuve que ir una vez porque, cómo no, llevábamos dejando pasar lo de hacer la laundry desde hacía 5 días. Nos compramos calzoncillos y calcetines para poder retrasar la colada, true story, pero ni aún así oye.

Y también hacíamos turismo, claro que sí. Aunque a veces el turismo sea cuanto menos cuestionable, dado que se basaba en visitar puntos clave de Gossip Girl (por supuesto yo me emocionaba como el que más viendo la casa de Dan Humphrey debajo del puente de Brooklyn o el hotel del Señor Chuck Bass).

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¿Creíais que era broma lo de Gossip Girl? Aquí vivía el personaje de Dan

Pues sí, el turismo estaba muy bien, pero es que era muy caro… ¿Cómo es posible? Porque cada vez que vas a visitar algo pasabas por delante de alguna tienda molona y justo te dabas cuenta, por ejemplo, de que siempre habías necesitado una chaqueta de semi-cuero a lo Maverick de Top Gun. Y claro, pues te la comprabas. Y no os creáis que entramos por Alba, qué va; resultó que Juan y yo éramos bastantes más niñas que ella.

Y, todo sea dicho, tampoco es que ayudase mucho el hecho de pasar por una tienda Hollister y veas a las titis en chanclas, estando tú a -10. Entrar en una tienda Hollister era lo más cercano a vivir en la cabaña de Tarzán que jamás sentiré en mi vida. Creedme.

Ojo, nótese que el turismo, aparte de caro, podía ser también un deporte de alto riesgo; sobre todo cuando decides investigar tú solo zonas desconocidas de Manhattan y, encima, sin mirar los letreros de las calles. Pues claro, así pasa lo que pasa, que acaba uno en el cartel de “Welcome to the Bronx”, completamente ssssolo, con sus zapaticos de ante y su camisa, recién salido del consulado. Por supuesto, en honor a la verdad, el Bronx no es el sitio chungo que mucha gente piensa: hay un campus de la Universidad, un zoo muy famoso, el estadio de los Yankees… Las zonas más peligrosas están perfectamente ubicadas. Pero eso no quita que te choque un poco encontrarte allí sin comerlo ni beberlo.

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Hablando de soledad… Tristemente, en NY hay gente que está muy sola. Pero MUY sola. Nivel dragón. Nivel como te sientes cuando tienes que remangarte con la boca las mangas de la camisa cuando estás fregando. Esas personas, que por cierto vivían todas en nuestro barrio,  mitigan su extrema y punzante soledad volcándose completamente en sus perros. Pero de una forma que, a veces, era ridículamente extremista: para empezar, el local de al lado de nuestro portal era un spa para perros. Así, tal y como suena. ¿Y si el perro se resbala en el jacuzzi del spa y se casca una pata? No pasa nada, a dos manzanas hay un hospital para perros. ¿Y si lo que se rompe es la cabeza? No paaaaasa nada tampoco, ya que el hospital para perros tiene su propia ambulancia para perros. Total, que le arreglan el coco y el pataje, pero entonces diréis: medio lelo y medio cojo, pobre perro,  ¿no? ¿Le sacrificamos? No hombre, no; ¡no seamos salvajes!: a 4 manzanas había un centro de rehabilitación para perros. Pero aún así, como en todo, lo mejor es prevenir, como el señor de la calle 91, que paseaba a su perro con zapatitos, para que no se constipase.

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Perfecto ejemplo de señor unido a su perro

Otra forma de mitigar la soledad era celebrar el día de algún santo. Santos hay muchos, más que sevillanos en Matalascañas, pero por lo que se ve San Patricio era muy buena gente, así que el personal allí lo celebraba como si no hubiese un mañana. Y así llegó el lunes de St Patrick’s day. Oséase, ese lunes nos enganchamos una papa como un piano, porque somos muy católicos nosotros. Una papa muy irlandesa, eso sí.

El caso es que dicha papa nos sirvió para acuñar un nuevo concepto: “estar borracho nivel salir ardiendo”. Señoras (y señores heavys): mucho cuidado con las velas de los bares del Lower East Side cuando vayáis ebrios, que a la mínima que te descuidas te sale el pelo ardiendo mientras bailas música celta en el bar al son de la banda de los aristogatos, pero en versión carne y hueso. Y luego tenemos que ir a daros mamporros en la cabeza para apagaros la llamarada. Y lo peor; que luego huele a pollo una hora dentro del bar, ¡coño!

Eso sí, una vez se va el olor a pollo y la tipa en cuestión recuenta los mechones de pelo que ha perdido pasto de las llamas, lo cierto es que el bar estaba muy apañao, pese a que el camarero indio estuviese siempre colocado y nunca tuviesen leche para hacer el cóctel típico del propio bar que, sí, llevaba leche.

Pero no todo era beber fuera, ¿eh? De vez en cuando se bebía en casa. ¿Lo bueno? Que podías meterte en la ducha  5 minutos antes de la hora a la que habías quedado -5 minutos que se elevaban a 34 si has quedado con españoles- y que así aprovechabas para limpiar el baño y la cocina, porque, seamos claros: todo hombre, si fuese por él, podría sobrevivir dos meses sin limpiar el WC.

¿Lo malo? Que coges un metro menos, y eso es perderte la mayor fiestaca de NY. Ya sé que lo hemos dicho ya -como diría el bueno de Tomás Cueto- 7 o 20 veces, pero es que el metro es un pasote. En el metro puedes cantar canciones españolas de borrachos, que siempre va a haber algún otro borracho que se una –con un exquisito acento british-  y otro que le meta percusión. Despedidas entre abrazos y parabienes, por supuesto. En el metro la gente es capaz de ser más ágil que Neo el de Matrix cuando un tío decide que un vagón a las 9 de la mañana –plena hora punta- es el mejor sitio para vomitar.

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Perfecto ejemplo de señor que se pone como quiere en el metro

En el metro, además, reside uno de los mayores misterios de la naturaleza humana: las personas que se duermen en el metro… ¿Cuándo narices se despiertan? No hablo del borracho que se acomoda de vuelta a casa y acaba en el JFK, no. Hablo del señor que a las 8.45 tiene la cabeza a la altura del pecho y la babilla asomando por la comisura del labio. Hablo de la señora que a las 5 de la tarde ronca con la cabeza echada hacia atrás y la boca abierta. Esas personas, ¿cuándo, dónde y cómo se despiertan? Ese señor no va a llegar a tiempo de abrir su tienda de uñas. Esa señora no va a llegar a tiempo de recoger a su chiquilla al colegio. Un año después, sigo sin entender nada.

Y para concluir esta segunda y penúltima parte de mi relato, mi queja/reflexión del día: persianas. ¿Por qué no hay persianas fuera de España? Y más aún, ¿por qué no hay persianas en una ciudad donde todos y cada uno de los apartamentos tienen cristaleras enormes? En serio, ¿en qué coño piensan? Así, sin quererlo, uno va andando por la calle mirando hacia arriba (todavía me asombraban los rascacielos), y se encontraba el típico ‘empotramiento’ mañanero contra las cristaleras (suena crudo y rudo, pero así nos entendemos mejor), o el no menos efectivo de después de comer. Me merecía darme una galleta contra una para de autobús o pisar una enorme caca de perro, de esos recién salidos de la rehabilitación, por voyeur.

Esta  canción por lo crazy que me ponía el FourLoko…


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