Revista África

A las víctimas sólo les queda callar

Por En Clave De África

(AE)

Una de las cosas que a veces me rebela y me cuesta aceptar es el miedo casi reverencial que en África se tiene a la autoridad. Quizá sea esa la razón por la que normalmente las rebeliones militares o civiles fácilmente

A las víctimas sólo les queda callar
acaban con la eliminación física del jefe a derrocar. Toda autoridad en África, por el hecho de serlo y aunque sea de tipo corrupto, contará siempre con el respeto y el temor de una buena parte de la población. Pocos, muy pocos serán los que se atrevan a menoscabar o criticar en público a un líder y si lo hacen saben que se arriesgan a dar con sus huesos en la cárcel o simplemente “desaparecer” de la esfera pública.

Esta pasada semana, el Tribunal Internacional de la Haya, ante la deliberada falta de colaboración del gobierno keniano y la consecuente falta de pruebas ha desestimado oficialmente la imputación del presidente keniano Uhuru Kenyatta ante este tribunal, acusado de ser parte implicada en la violencia post-electoral que costó la friolera de 1.200 vidas y miles de desplazados internos en Diciembre de 2007 los primeros meses de 2008.

Desde que Uhuru Kenyatta se presentó como candidato presidencial en las últimas elecciones generales, para muchos observadores estaba clara la jugada de huída hacia adelante. Si Kenyatta salía elegido presidente, estaba claro que su caso se paralizaría antes o después. Es más, la victoria presidencial era prácticamente la única salida a su embarazosa situación, teniendo como compañeros de banquillo a otros tres prominentes acusados (uno de ellos el actual vicepresidente Ruto). Pues bien, al final el tiempo ha dado la razón a muchos de los que nos temíamos que en cuando subiera al sillón presidencial, el proceso iniciado contra él en el Tribunal de La Haya sería agua de borrajas.

Fatou Bensouda, la fiscal del caso (que para más inri de los detractores del Tribunal Internacional es mujer y africana), ha tenido que aceptar la dura realidad: el gobierno keniano ha conseguido bloquear todos los intentos de investigar los crímenes de aquellos días, ha intimidado a los testigos hasta el punto que un gran número de ellos se ha retractado por miedo y se ha negado a proporcionar pruebas esenciales como el registro de llamadas del hoy presidente y de sus movimientos bancarios en aquellos días. Aparte de esto, ha habido una gran movilización en las redes sociales por parte de grupos kikuyu para exponer la identidad de los testigos protegidos. La cultura de impunidad continúa y es alimentada por el hecho de que quien era hasta hace unos días uno de los sospechosos principales de la masacre cometida en aquellas infaustas semanas ahora es el presidente de Kenia y la justicia internacional no puede hacer nada para evitar que los largos y poderosos tentáculos del estado obstaculicen y anulen el desarrollo del proceso.

Pocos de los que vivieron aquellos días de violencia, horror y sangre pueden negar que en los movimientos, la logística y las dinámicas aplicadas hubo no sólo una sino varias manos de potentes personalidades. Ahora que no se podrán sopesar las evidencias judiciales, la sospecha seguirá cayendo sobre el presidente Kenyatta y su posible tóxica alianza con la secta pseudoreligiosa Mungiki, formada mayoritariamente por sus correligionarios kikuyu, los cuales actuaron con toda impunidad, cometiendo crímenes a doquier y contando con la tácita pasividad de las fuerzas de seguridad.

Los que en aquellos días eran fanáticos enemigos kikuyu (de presidente Kenyatta) y kalenyín (del Vicepresidente Ruto) ahora se alían al hacer causa común para defender a sus líderes de las “garras” de la Corte Internacional de Justicia. Para eso, se acalla el dolor de las víctimas y se borra la memoria de los que cayeron víctimas de la brutalidad consentida y promovida desde las más altas esferas de poder.

Hubo un día en el que, ante la perspectiva de un baño total de sangre, la ciudadanía pidió a voz en grito que tanto el mediador Koffi Anan como el Tribunal Internacional de La Haya intervinieran para paralizar la espiral de violencia que se había desatado en el país. Hoy, por obra y gracia de los políticos a los cuales les salpicó toda la trama, se obvia el dolor de las víctimas y el clamor generalizado de ayuda que se expresó masivamente en aquellos días. La impunidad vuelve a ganar. El problema es que Kenia, con acciones así, se da un tiro en el pie y se reafirma en sus propias contradicciones políticas apoyando a una clase dirigente que, como pasa con todos los nacionalismos, se le perdona incluso que tenga las manos manchadas de sangre con tal que sea “de los nuestros”.


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