Revista Cultura y Ocio

Abuelas de pueblo: hambre, velocidad y tocino

Publicado el 21 mayo 2014 por Biscayenne
Hay situaciones y lugares en los que da gusto comer, y no importa que sea un chusco de pan, porque todo te sabe bien. Entre esas conjunciones espacio-temporales en las que todo tiene gusto a teta y ambrosía, están las barbacoas familiares (alpargatas, gorras de publicidad añeja, chorizos y cerveza en porrón) y los bocadillos en la cumbre del monte (cuánto falta, tortilla de patatas y filete empanado con pimientos).
A estas maravillosas uniones del alimento con las ganas de comer, yo añado el pueblo. En el pueblo todo sabe más apetecible, más fresco, más rico y más mejor. No sé si serán los aires o los grillos, pero siempre que voy al pueblo pienso que voy a adelgazar por hacer más ejercicio y al final vuelvo con dos kilos más en los lomos.
Claro que igual cuenta que mi cocina rústica es grande, grande, inmensa, y entra luz todo el día y da gusto guisar allí, no como en mi cocina urbana en la que tengo que estar siempre con los fluorescentes encendidos. Y los fluorescentes le dan a todo aspecto como de comida de hospital. 
Para comprobar lo bien que sienta todo en el pueblo no hay más que ir a visitar a mi vecina Avelina, en la calle de atrás. Chiquitica y repreciosa, parece una abuelita de cuento, con su escaso metro y medio de altura, sus mejillas coloradas y su olor a colonia suave.

Abuelas de pueblo: hambre, velocidad y tocino

Avelina con su eterna batamandil, de la que hablaremos otro día


Avelina tiene 89 años y le gusta mucho hablar, cuestión ésta en la que que no le dan todo el gusto que ella querría porque ya se sabe, los abuelos siempre cuentan las mismas historias. Como yo no tengo abuelas propias, cuando voy al pueblo me siento con ella, le pido que me hable de lo que quiera y ella se ríe, cloqueando como las gallinitas que tiene en el corral.
Nacida en 1925, la abuelita muñeca (así la llamo yo) tiene una mente mucho más lúcida que la mía y se acuerda de todo. De TODO. Al fresco del patio, mientras alrededor se discutía sobre la reciente muerte de un vecino (en los pueblos se habla mucho del tiempo y de los muertos, es así), de repente me dijo que la mujer de aquel vecino, fallecida hace la friolera de casi 40 años y cuyo nombre ya nadie recordaba, se llamaba Antonia y que se murió un día de primavera cuando ellos andaban desarrabizando remolachas en el prado de Rozuela. Y yo a veces no me acuerdo ni de mi número de teléfono a veces. 
Avelina nació cuando reinaba Alfonso XIII, y ha vivido en dictadura, república, guerra y democracia pero siempre desde el mismo sitio, un pequeño pueblo y dos casas separadas por unos 400 metros. Sabe leer y escribir porque tuvo la suerte de poder ir a la escuela desde los seis hasta los catorce años, cuando muchos niños dejaban tempranamente el colegio o se ausentaban durante meses para poder ayudar a su familia en el campo o trabajar en otras casas.

Abuelas de pueblo: hambre, velocidad y tocino

las niñas con la maestra del pueblo, hacia 1930.


Aquí en la foto salen todas muy monas y repeinadas, porque era día de fiesta y día de foto, nada menos, pero no siempre llevaban zapatos. Iban todas calientes a clase porque desayunaban sopas de ajo o sopas de vino. O una cosa o la otra, todos los días y gracias a Dios. Esta cosa moderna de los desayunos completos con fruta, zumo, y cereales de colores no se aplicaba.
Ahora nos puede parecer que desayunar, comer y cenar todos los santos días lo mismo es un infierno, pero Avelina dice que no pasaban hambre. No sobraba pero tampoco faltaba para desayunar las famosas sopas, comer garbanzos (quizás con tocino, chorizo o morcilla si los había), y cenar patatas guisadas. El mismo menú más de 300 días al año, es decir, todos menos los domingos, fiestas de guardar, cuaresma, bodas y/o entierros. Los domingos, si había, se mataba un conejo o un pollo, y en las fiestas patronales, casorios y funerales se podía catar hasta ternera con mazapán y bollos.
Las comidas se acompañaban siempre de vino casero y pan, hogazas diarias de dos kilos que que se hacían con hurmiento (del lat. fermentum: masa madre) y se cocían en casa cada semana. Todo esto en cocinas viejas de llar, con un único fuego a ras de suelo encima del que se colocaban las calderas de cobre, sobre una trébede o colgadas de pregancias (cadenas). Las cocinas económicas o de carbón no llegarían hasta después de la guerra.
La cocina era la única habitación de la casa en la que no hacía frío y allí se apelotonaban todos, comiendo de un solo pote. Contando las cucharadas de cada uno y dejando más para los que más energía necesitaban.

Abuelas de pueblo: hambre, velocidad y tocino

familia comiendo de una misma cazuela


En casa de Avelina, donde sólo eran 6, número de ná cuando las familias solían ser de doce o más miembros, vivían holgadamente. Eso quiere decir que tenían cerdos, conejos, gallinas y vacas para trabajar. Con huerta para fruta y verdura y tierras para cosechar cebada, centeno, avena, trigo y remolacha azucarera. Entonces había mucha gente que no tenía tierras más que entre los dedos de los pieses, y tenían que labrar para otros a cambio de un jornal o arrendar campos.
Extrañamente, las vacas eran únicamente para trabajar y criar. "Qué ignorantes, qué ignorantes eran", me dice. Su abuelo nunca permitió ordeñar las vacas porque pensaba que se malograrían y no podrían tirar del carro, de modo que la leche no se bebía. Mi padre tampoco recuerda haber tomado nunca leche de pequeño, así que esta tara mental láctea debía de ser un prejuicio muy extendido en el villorrio.

Abuelas de pueblo: hambre, velocidad y tocino

Acarraeando la mies en la era 


Beber leche hubiera evitado que pasaran hambre. Porque el hambre, ese vacío de estómago que no tenía nada que ver con la aburrida dieta de garbanzos que seguían, vino para instalarse. Cuando empezó la Guerra Civil, dos hombres fueron fusilados "pues porque no eran del lado de los que llegaron, por qué va a ser", dice Avelina. El resto, menos los mayores y enfermos, fueron reclutados y dejaron los campos vacíos.
Lo peor no fueron los tres años de guerra, ni la confiscación de animales, ni saber si los que se habían ido volverían enteros. Lo peor vino después. Cuando Franco instauró la autarquía, el control de la producción, la comercialización y el consumo: "Ay, Dios mío, qué hambre pasamos en 1942".  Con pocos hombres para labrar, tierras baldías y años de sequías, todo lo que se cosechaba y criaba había que venderlo al Estado al precio que imponía (básicamente una mierda pinchada en un palo), y luego tirar de la cartilla de racionamiento. Una semana igual sólo te daban aceite de vete tú a saber qué y azúcar, y la siguiente harina de maíz y pseudo-café. De modo que la gente se afanaba en ocultar, trapichear y sobrevivir, cultivando productos que no estaban regulados, como los altramuces. Altramuces y castañas por aquí y por allá, más un pan de maíz que "algo malo tendría, porque sentaba como un tiro".
- Entonces todo era una miseria, que no me digas. Dos mudas tenías, y con suerte, ponías una y lavabas la otra y así.
- ¿Y después, cuando se arregló el hambre, cómo vivían?
- Pues el que mucho como mucho, y el que a poco pues como poco, cómo iba a ser.

Avelina lo recuerda todo, pero sin cariño ni tontadas. Los tiempos pasados no fueron mejores, sino sucios, hambrientos y llenos de privaciones que hoy en día no tenemos. Ahora ya no cocina, pero las magdalenas le salían buenísimas, igual que las cazuelas de callos que llevaba a los que tenían que trillar en la era. Todas las noches se toma (¡por fin!) un vaso de leche con Cola Cao, pero tiene muy claro qué es lo que más disfruta:
"Yo el tocino es lo que más me gusta, sí, el tocino y los garbanzos."

Es una musa. Igual que todas las abuelas que han vivido tanto y hablan tan poco. La próxima vez que estéis con la vuestra, si tenéis esa suerte, o que coincidáis con algún anciano harto de que los demás sólo miren para la tele, preguntadle cosas. Están deseando contarlas.
De éstas y de otras historias de abuelas, hambre, pueblos y recetas humildes, seguiré hablando mientras me sigáis leyendo. En breve, bizcochos de natas de leche-leche de verdad, y alubias con cecina.
Y vivan los pueblos, coño.
Por cierto que si tenéis historias de abuelos, villorios y estraperlistas, yo encantadísima de que me las contéis.
Abuelas de pueblo: hambre, velocidad y tocino

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