Era mi última oportunidad para convertirme en abogado. En mi ayuda acudió mi nuevo teléfono móvil, que me indicó el sitio correcto. En el portal había un cartel que decía: Academia exprés para abogados. Subí por una destartalada escalera al primer piso, donde me topé con un letrero que ponía: Abogados de oficio = sacrificio sin recompensa. Seguí subiendo, y en la segunda planta leí la siguiente proclama: libertad, la mejor sentencia para un criminalista. Intrigado, empecé a correr escaleras arriba, pero una enorme pancarta detuvo mi marcha: Abogadomía, la insatisfacción del litigador convulso. Vacilé antes de subir a la última planta, pero una voz me dijo: «suba, suba, suba sin miedo». Al llegar, vi a mi viejo profesor de Derecho Público que, satisfecho al verme, exclamó: ¡aleluya!, por fin un alumno que no tiene miedo a asumir los retos de la profesión, mientras que con su mano extendida me mostraba su última lección: Abogado = sentencia segura.Microrrelato de Ángel Silvelo
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Era mi última oportunidad para convertirme en abogado. En mi ayuda acudió mi nuevo teléfono móvil, que me indicó el sitio correcto. En el portal había un cartel que decía: Academia exprés para abogados. Subí por una destartalada escalera al primer piso, donde me topé con un letrero que ponía: Abogados de oficio = sacrificio sin recompensa. Seguí subiendo, y en la segunda planta leí la siguiente proclama: libertad, la mejor sentencia para un criminalista. Intrigado, empecé a correr escaleras arriba, pero una enorme pancarta detuvo mi marcha: Abogadomía, la insatisfacción del litigador convulso. Vacilé antes de subir a la última planta, pero una voz me dijo: «suba, suba, suba sin miedo». Al llegar, vi a mi viejo profesor de Derecho Público que, satisfecho al verme, exclamó: ¡aleluya!, por fin un alumno que no tiene miedo a asumir los retos de la profesión, mientras que con su mano extendida me mostraba su última lección: Abogado = sentencia segura.Microrrelato de Ángel Silvelo
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