Revista Cine

Alfred Hitchcock presenta: Falso culpable (The wrong man, 1956)

Publicado el 21 diciembre 2015 por 39escalones

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En la segunda mitad de los años cincuenta, Alfred Hitchcock ha creado un imperio comercial de ingresos millonarios en torno a sus filmes de suspense y a su imagen como maestro de la intriga y el miedo: es dueño -cosa rarísima entonces y ahora- del negativo de algunas de sus películas, sale a una producción por año (a veces incluso más), posee participaciones mayoritarias en los ingresos de su distribución, es marca de una popularísima y exitosa serie de televisión, se editan colecciones de novelas y relatos de misterio con su efigie, y hasta existe un juego de mesa inspirado en sus atmósferas misteriosas en el que aparece su oronda silueta como reclamo. Hitchcock quiere decir suspense, misterio, terror, pero también, y sobre todo, dinero.

Pero al mismo tiempo el Gran Gordo no se aleja de la realidad, y precisamente adapta para una de sus producciones de 1956 (junto a su segunda versión de El hombre que sabía demasiado y a los capítulos de su famosa serie televisiva) un hecho real, convertido en obra teatral por Maxwell Anderson, que le da pie para tratar una de sus viejas obsesiones (convertida en anécdota de infancia más o menos apócrifa, el día en que su padre lo envió a la comisaría del barrio con una nota para el agente de guardia en que pedía que lo encerraran durante un rato en una celda como medida disciplinaria ante alguna fechoría o desobediencia): el temor a la policía. Esto es un punto de partida, claro está, porque a través de él Hitchcock se aproxima a otras dos constantes de su carrera: una habitual, el inocente perseguido por un delito no cometido (o por un comportamiento indebido para la moral imperante), y otra creciente y cada vez más importante, la irrupción de la locura en un contexto cotidiano. La historia de Manny Balestrero (Henry Fonda, en su glorioso retorno al cine en la segunda mitad de la década tras un lustro de decadencia, refugiado en las tablas de Broadway) es un compendio de todo ello; ambos extremos, la culpabilidad de un inocente y la caída en la locura fueron asimismo explorados por Hitchcock en uno de los capítulos de su serie de televisión, titulado Venganza y también protagonizado por Vera Miles.

Balestrero toca el contrabajo en la orquesta de jazz de un populoso club nocturno, pero el azar quiere que algunos testigos lo identifiquen como el atracador de algunos comercios y oficinas al que la policía busca desde hace tiempo (entre ellos, el detonante del caso, la oficina de seguros donde su mujer tiene contratada una póliza sobre la que desean pedir un adelanto). Como Balestrero tiene un punto flaco, las apuestas hípicas y algunas deudas acumuladas, y los testimonios parecen indudables, es detenido y encausado. Defendido por un abogado voluntarioso pero sin experiencia en procesos criminales (Anthony Quayle) y con todo en contra, la esposa de Balestrero (Vera Miles) va sintiendo poco a poco el peso de la fatalidad, acusa el golpe anímicamente, y cae lentamente en un desánimo que se convierte en depresión y, no tardando, en trastorno precisado de tratamiento. La súbita solución de los problemas legales de Balestrero no suponen la automática cura de los problemas de su esposa, que permanece hundida en el pozo de la locura por tiempo indeterminado.

Así, el punto de interés central del film oscila en distintos momentos del metraje. Tras un prólogo destinado a mostrar la sencilla (y austera) vida doméstica de los Balestrero (familia feliz de pareja con dos niños en un barrio medio, modesto, tranquilo pero de gente trabajadora y honrada) y a descartar cualquier atisbo de culpabilidad potencial por su parte, se desata el infierno: un vulgar trámite burocrático desencadena una pesadilla policial en la que un inocente se ve perseguido, hostigado, detenido, culpabilizado y condenado de antemano. Hitchcock se recrea con todo lujo de detalles en el atosigante y desesperante proceso policial, legal y administrativo de detención, custodia, prisión y juicio, desde la toma de las huellas y las fotos a los interrogatorios, las ruedas de reconocimiento, las recreaciones de los crímenes. En particular, Hitch refleja la sensación de desorientación del reo durante las largas y monótonas sesiones del juicio, retratadas sin pormenores, sin los habituales y efectistas clímax dramáticos tan recurrentes en esta clase de secuencias. Una vez establecido el drama y vislumbradas sus consecuencias directas, y tras una pequeña concesión a la intriga criminal (los frustrados intentos del matrimonio Balestrero por localizar a quienes podrían facilitar una coartada a Manny en la fecha de los atracos), Hitchcock cambia de ritmo y de pie y se centra en el proceso de degradación mental (presentado de manera demasiado súbita, superficial y un tanto imprecisa) de su esposa. Durante el tramo final es ella la que se hace con el protagonismo, y en la narración de este pasaje en cierto modo vuelve a sembrarse sobre Balestrero, en forma de locura de su mujer, la sombra de la culpabilidad, tal vez no legal o criminal, pero puede que relacionada con su conformismo, su falta de brío para sacar a su familia adelante, o quizá con su gusto por dejarse el sueldo en las apuestas a los caballos. En la resolución de uno y otro punto Hitchcock deja de lado el suspense. No es el esclarecimiento de los robos y la detención del auténtico culpable el punto de atención del guión (a excepción del breve pasaje en que los Balestrero indagan sobre el paradero de quienes pueden exculpar a Manny), sólo el detonante y el cierre de la trama principal; de hecho, se produce de manera un tanto caprichosa, azarosa, precipitada, tal vez como obligatoria cesión a los mandatos del código Hays que obligaban a que en las películas todo criminal encontrase su castigo y a que el papel de la policía y de las instituciones judiciales conservara en todo momento la eficacia y responsabilidad que se les supone. Es el largo y doloroso proceso policial y jurídico (aunque tiene lugar en apenas unas semanas, elemento que vuelve a chocar con lo precipitado de la caída en el abismo de la esposa) y cómo la indefensión y el sometimiento a fuerzas imparables afecta a los personajes lo que interesa al Gran Gordo. Eso no obsta a que, con su pericia habitual, se exprima visualmente para lograr soluciones formales de lo más meritorias. Por ejemplo, la sobreimpresión sobre el rostro de Fonda del auténtico atracador, sumiéndolos a ambos en una única cara de formas combinadas, extrañamente simétricas, analogable la una a la otra, como indicando que sólo es el azar el que hace de uno un atracador y del otro un responsable padre de familiar, y que las posiciones de ambos podrían ser fácilmente intercambiables, sin que la moral tuviera nada que ver en ello, si se dieran otras circunstancias. Igualmente, al inicio de la película, la primera vez que Balestrero sale de tocar en el club, la casualidad quiere que camine por la acera, de camino al metro, entre dos policías de uniforme que hacen su ronda: la colocación de la cámara hace que Fonda parezca que camina entre ellos, anunciando ya su condición de detenido y custodiado, justo antes de descender por la oscura escalera del metro y de adentrarse en sus tenebrosas profundidades, separadas por rejas semejantes a las de un calabozo. En otro perfil menos lúgubre, los créditos iniciales del film son asimismo una pequeña joya: las imágenes muestran una fiesta en el club, repleto de gente cenando en las mesas y bailando en la pista; progresivamente, a medida que las letras aparecen sobreimpresionadas en pantalla acompañadas de la partitura de Bernard Herrmann, en otra de sus célebres colaboraciones con Hitchcock, se van intercalando secuencias en las que la afluencia de público va disminuyendo poco a poco, hasta que solamente quedan los últimos noctámbulos y, tras anunciar la dirección de Alfred Hitchcock, la trama arranca con la recogida de los instrumentos y con los músicos saliendo a la calle.

La proximidad de la historia a un hecho real, la necesidad de presentarla como algo más cercano al público, menos ficcionado o dramatizado (como, de nuevo, Hitchcock insistía en intentar en las célebres presentaciones de los capítulos de su serie basados en acontecimientos criminales reales) hace que al comienzo del metraje tenga lugar el cameo más atípico del cine de Hitch: a contraluz, situado a larga distancia, en su perfil más reconocible, Hitchcock habla directamente a la cámara, se presenta, expone algunos de los rasgos distintivos de su cine, y a continuación advierte de que todo el misterio, todo el terror, todo el suspense de sus películas palidece en comparación con lo que puede suceder en circunstancias similares cuando no están bañadas por la ficción. Tras el aviso del maestro, empieza el drama.


Alfred Hitchcock presenta: Falso culpable (The wrong man, 1956)

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