Revista Motor

Alto Rey: historia de un rescate

Por José María José María Sanz @Iron8832016

Volver sobre los propios pasos es la esencia de la condición humana, y volver sobre los caminos hollados. La oportunidad de reconocer, la sensación de volver a ser, de volver a pasar, de volver a parar, la oportunidad de recordar y de hacer propio un espacio ajeno. La oportunidad de escribir, de pasear la mente por donde el espíritu estuvo, de traer al presente personal lo que vivió un día. Ese es el privilegio del escritor, del escribiente, del notario. Regresar allá y volver aquí con la esencia olorosa de los montes del verano y de los bosques perdidos en el tiempo. Traer, a manos llenas, los recuerdos que se nos escurren por entre los dedos antes de quedarnos sin ellos, porque la memoria nos da vida y nos ayuda a completar el sentido de las cosas. En los pueblos, el concurso de arar tieso lo gana el que mejor mira para atrás porque así se adquiere la referencia para el camino recto que tiene que ir abriendo con el arado. De la misma forma, el escritor, el recordador, mirando para atrás, sugiere el futuro que viene a partir de hoy.

El tema de este post es la ruta hasta el Alto Rey, el altísimo Rey. La montaña sagrada, el monte mágico de mil ochocientos oleaginosos metros. Este era el primer objetivo: conquistarlo. El segundo objetivo del día era dar cumplimiento a la Silver Ride y ejercer de forajidos en las tierras de Hiendelaencina. Proclive, Fendetestas, Darix y un servidor fuimos los encargados de llevar adelante esta doble misión que acabó convirtiéndose en triple, porque a los dos objetivos se sumó un tercero: el rescate.

Bien temprano encaramos la carretera hasta Cogolludo. Teníamos cierta prisa porque la tortilla se estaba enfriando, que para fresco ya estaba el día. Parece mentira que un veintidós de julio te puedas pasmar de frío y tener que rodar con un forro polar para no caer preso de la temperatura. Las nubes no nos hacían ningún favor por las carreteras de El Casar, Valdenuño, Viñuelas o El Cubo de Uceda.

En Viñuelas, Proclive, convencido que fue, recibió la dosis justa, esa dosis que teníamos pendiente de inocularle, una dosis de hierro y sonido, de vibración y emoción, de poderío y de señorío. Darix, por su parte, estaba de estreno de la Gata Blanca, una Honda CB500X que ha prometido ser fiable y estable, dura y obediente.

El asunto tomó mucho interés a partir de la rotondita que abre la carretera hacia Veguillas, terreno ignoto para mí hasta ayer. Al poco, a la derecha, se abre la GU-140 que lleva hasta Las Navas de Jadraque, un pueblo plural que se descubre allá arriba. Esta desperfecta carretera atraviesa un perfecto bosque encantado que guarda la temperatura para que Lorenzo no se la robe. Tras el bosque se abre el espacio, un espacio que solo sirve para sujetar la carretera que lleva a Bustares y para deleitar la vista que se echa lejos, pensando en el invierno. De ahí, para arriba.

Para arriba. No sé si fue una ascensión al Alto Rey o, más bien, una asunción. Porque la carretera, que hasta ahora había comprometido solo a Michelín, pedía otro compromiso más serio. Sí, un primer tramo de asfalto hormigonado -o algo así-, estrecho, que lleva hasta las primeras antenas y, luego, a la derecha, un camino de piedras. De piedras así de gordas, con picos, puestas a mala leche. Los tramos de piedras gordas se alternaban con tramos de grava blanquecina, esa grava en la que se hunden las ruedas. Joder. Y Fendetestas delante, a cien metros infinitos. Y Proclive y Darix detrás, tan lejos que no los podía ver. Y yo, asuncionado por el efecto "gilipollas el que no suba" que nadie me dijo. Había que subir, había que conquistarlo y hacerlo nuestro, poner una pica en el Flandes de Guadalajara y no rendirse. Y así, hasta llegar a lo más alto de arriba, como Galdós. Yo solo pensaba dos cosas, en no caerme -para lo cual tenía que ir a cierta velocidad- y en cómo coño iba a bajar ese tramo a la vuelta. Bueno, también pensaba en otra cosa, en la madre que parió a Fendetestas.

Desde arriba se ve todo el planeta. Por un lado, por otro, por otro y por otro. Te conviertes en la Rosa de los Vientos y juegas a la veleta. Y miras y hueles y sonríes y te satisfaces y respiras hondo y te asomas y meas y rezas y gritas y piensas y recuerdas. El tiempo se para en la montaña mágica, en la montaña sagrada de los templarios. El cuerpo desaparece y el espíritu se te sale por las orejas y, por un momento, ves y sientes las cosas de una forma diferente. Todo esto ocurre durante un rato. Ocurre hasta que sabes que tienes que volver. Y aquí viene la factura, el precio. La minuta de una hora arriba es de quince minutos bajando. Sin freno delantero, a cierta velocidad, sin salirse de las rodadas, mirando el paisaje, a medio embrague de la primera. Y el ABS, el bendito ABS que estuvo despierto un buen rato hasta tocar tierra firme.

Primer objetivo, conseguido y conquistado. Ahora venía la segunda y última parte de las tres. La carreterita, la preciosa carreterita hasta Hiendelaencina, hasta las patatas bravas, las croquetas, el picadillo, la carretera hasta el somarro... la carretera hacia la plata. Bien curveada, bien tranquileada. Es curioso, pero este fue el único tramo tranquileado. Ni al inicio ni al final del día pensé en rodar a lo mío sino que fue la ligereza la que dominó la conducción.

Hiendelaencina... ya hablé en su momento de este lugar. Teníamos mesa reservada. Lo que no teníamos reservado fue el rescate. A partir de ese momento cambió todo y el infortunio nos cubrió con su sombra. Proclive y Darix se empezaron a encontrar mal. Mejor dicho, Proclive y Darix manifestaron, en ese momento, que se encontraban mal. Ambos por diferentes motivos, ambos palideciendo, ambos que se iban apagando hasta quedar poco. Tras abonar la abultada factura salimos afuera a verles morir. Para ello, Darix escogió el poyo que recorre el parque de la plaza. Proclive prefirió caminar, permanecer de pie.

Como no se encontraban en condiciones de volver, Fendetestas y yo barajamos varias opciones: la primera consistía en dejarles allí. Aprovechar un momento de descuido y salir pitando, y dar la oportunidad a cada palo para que aguantase su respectiva vela. La segunda opción era dejar solamente a Darix. Parecía dormido y esa podía ser la ocasión, porque Proclive empezaba a encontrarse bien. La tercera opción era llevarnos de paquete a Darix, atado con una cuerda para que no se cayera, a bordo de la Caprichosa. La cuarta opción era el rescate. El rescate consistía en que Proclive acompañaría el sueño de los justos injustos de Darix mientras Fendetestas y yo nos íbamos a buscar un coche para luego volver y poder facturar a Darix a casa de Nati. Lo echamos a suertes y salió el rescate.

El resto de la tarde, de la noche, se nos pasó kilometreando. Menos mal que recibimos la asistencia de Noelia, ese tipo de asistencia que eleva lo intangible a categoría de brillante. Solo estar, solo humor y una palabra clave en el momento justo. Ir, venir, recoger los restos de Darix, Proclive con la abuela y Fendetestas con la Gata Blanca, la carretera y la noche que se cae y nos aplasta. El rescate acabó pasada la hora de las brujas.

La historia, nuestra historia, recordará este día como el día del rescate. No como el día que tocamos el cielo en Alto Rey y la plata en Hiendelaencina, sino como el día del rescate. Bueno, yo sí que lo recordaré como un día de cielo, porque el cielo estaba en el Alto Rey, pero también hay otros cielos. Hay un cielo precioso en ayudar a los demás, en ayudar al que lo necesita, en ponerse al servicio de la necesidad del prójimo -del próximo- y dejar tus cosas y tus intereses para otro momento. El cielo de perder el tiempo en hacer cosas que tienen un buen fin. El cielo de estar bien acompañado y el cielo de volver a casa que, como todo el mundo sabe, es lo más importante.


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