Revista América Latina

AMIR VALLE: el escritor precoz

Publicado el 09 julio 2015 por Ángel Santiesteban Prats @AngelSantiesteb

Angel Santiesteban conversa con Amir Valle sobre vivencias personales que marcarían sus vidas*

Amir Valle y Ángel Santiesteban

Por Ángel Santiesteban Prats

Amir, estamos próximo a cumplir treinta años del comienzo de nuestra amistad, cuando por allá a mediados de los ochenta, en el Centro Alejo Carpentier en La Habana, impartieron aquel Seminario Nacional para Jóvenes Narradores, donde se reunió a casi toda la generación a la que luego bautizaron con el nombre de “Novísimos”´. Yo hacía mis primeros intentos por escribir cuentos, cuando la mayoría de los invitados ya habían obtenido los primeros premios en los Talleres Literarios en sus provincias y a nivel nacional, por lo que me sentí inmerso en un universo lejano y desconocido, pues como recordarás recién había salido de prisión por no delatar a mi familia en su primer intento de abandonar el país clandestinamente. Lo que recuerdo con más nitidez era mi admiración: los miraba como si fueran Premios Nobel. Apenas nos presentaron fue como una explosión de afinidad, intereses literarios, sentimientos. Tu amistad la acepté con inmenso orgullo porque, a tu corta edad, ya eras leyenda, la promesa en que te convertiste hoy. Desde hacía años te batías en los concursos de más prestigio para nuestra generación. Era un intento, el primero de ese instinto natural que luego sabríamos como una característica personal tuya, por salirte del redil, de los marcos oficiales y, en un comunicado que redactaron e hicieron público, varios de aquellos muchachos se nombraron “Los Seis del Ochenta”, grupo en el que, con otros escritores: José Mariano Torralbas, Alberto Garrido, Marcos González Madlum, Ricardo Hodelín Tablada, José Manuel Poveda Ruiz y tú, de alguna manera se apartaban de los cánones oficialistas. Aquello significó un escándalo en Santiago de Cuba y, como pólvora, llegó a la Habana, por lo que en las instancias nacionales de la policía política bajaron la orientación de “atenderlos”: como sabemos, los tomaron como un grupo “disidente” que, influenciados por no se sabía quién, estaban siendo “manipulados” por la “propaganda anticomunista”, por lo que fueron asediados, interrogados, les tentaron poniéndoles incluso una lancha para recorrer la bahía de Santiago hasta una zona abierta, presionaron a sus padres, y de esa forma, como se sabría después, ingresaron en la lista negra de la que tú no saldrías jamás.
En la primera oportunidad, recogiste algunos libros y partiste hacia La Habana. Fui testigo de todo el sacrificio que asumiste en esa época, para más, alejado de tus padres, con los que compartías tantos sueños.

1.- ¿Qué recuerdas, después de tantos años, de aquellos acontecimientos ocurridos a tus casi catorce años de edad, y que prematuramente marcaron tu vida?

Eran años muy felices. Quienes vivieron en Santiago de Cuba en esa década del 80 coincidirá conmigo en que fueron años realmente gloriosos para la cultura, una época que, según he escuchado, no ha vuelto a repetirse. Por Santiago pasaron entonces los más grandes escritores cubanos y latinoamericanos; la unión cómplice de Aida Bahr, Oscar Ruiz Miyares y Augusto de la Torre desde distintas posiciones en las instituciones culturales y en lucha contra una bien sedimentada burocracia estatal de la ciudad, apoyados por especialistas literarios, entre quienes recuerdo con especial cariño a Maritza Ramírez o Gladys Horruitinier, permitió el desarrollo del movimiento de talleres literarios, incluso con publicaciones que en otras partes del país ni podían soñarse; la red de concursos literarios era muy importante; además de la fuerza musical santiaguera, el despegue del teatro, la danza y las artes plásticas era impresionante; Santiago fue sede de los más destacados eventos culturales del Oriente y del país, y entre los jóvenes, como bien apuntas, surgió la idea de crear grupos literarios: Seis del Ochenta en nuestro caso, el grupo La Raya de los poetas, y otros grupos que no tuvieron nombre, pero funcionaban como tales. Pero lo más hermoso era la unidad que se creó entre aquellos jóvenes escritores que asistíamos a las tertulias de la Casa Heredia, en la Casa del Estudiante, o a otras tertulias que improvisábamos, por ejemplo, en el Café La Isabelica, en un esquina de la Plaza Dolores, o en el Parque del Ajedrez, o en el caso de nuestro grupo, en la casa de Torralbas en el reparto Sueño, a la que le decíamos “el palomar de Torralbas”, porque al estar construida en una loma, desde el portal se disfrutaba una hermosa panorámica de la ciudad. Si a eso le sumas que como escritores recibíamos los mimos de seres humanos realmente especiales como el gran José Soler Puig, el inolvidable Jorge Luis Hernández, José M. Fernández Pequeño, Aida Bahr, Daysi Cué, Luis Carlos Suárez o Lino Verdecia, estos tres últimos que se convirtieron en guías-amigos de los que estudiábamos en la Universidad de Oriente, entenderás que ninguna de esas otras incomodidades nos importaban mucho. Queríamos escribir y, en honor a la verdad, mucha gente buena se había confabulado para que pudiéramos hacerlo. Recuerdo que, más que ese acoso que, efectivamente, empezamos a recibir, nos incomodaban los traspiés que algunas “vacas sagradas provinciales” de las viejas generaciones nos ponían entonces, celosos de nuestros éxitos a nivel provincial y nacional. De esos tiempos guardo, por poner sólo un ejemplo, el tesoro de la fidelísima hermandad que me une desde el cariño y la admiración a una de las más grandes poetas que tiene Cuba hoy: Odette Alonso Yodú. Ninguno de nuestro grupo andaba pensando en otra cosa que no fuera en convertirse en un gran escritor. Era loco y hermoso. Pero Torralbas fue siempre un adelantado; me atrevería a decir que por razones familiares o por choques que tuvo desde muy joven era el único de nosotros que mostraba una rebeldía bastante abierta contra la Revolución. Y fue él quien nos fue empujando hacia una literatura menos complaciente, más crítica. El otro choque fue la tarde en que, luego de recibir la visita de uno de aquellos “compañeros” que decían estar preocupados porque el enemigo no nos desviara del camino correcto, mi padre me dijo, y perdona que te responda con la palabrota que él uso, pero lo creo necesario: “Ve a ver qué cojones haces, pero en esta casa yo no quiero a un gusano: Mis hijos tienen que ser revolucionarios y si me entero de que te conviertes en un gusano, yo mismo te mato”. Ese día, debo confesarlo, algo se partió dentro de mí, y durante años tuve que luchar para comprender cómo el mismo ser que tanto amor me dio podía volverse tan ciego, olvidando que yo sólo cumplía lo que él me había aconsejado a mis 14 años, cuando me dijo: “mi’jo, la mentira es el defecto más grande que puede tener un hombre. Nunca mientas, aunque molestes a quien sea. Yo luché por esta Revolución, yo hice esta Revolución para que todo el mundo pudiera decir lo que piensa, sin miedos a terminar con la boca llena de hormigas en una alcantarilla”.

2.- ¿Tu alejamiento de tu Santiago de Cuba y salida para la capital, el cambio de universidad para continuar tus estudios en la carrera de Periodismo, se debió en alguna manera a ese acecho de la Seguridad del Estado? Recuerdo que, una vez radicado en la Habana, fui testigo de tu regreso de clases, molesto con aquellos tipos de la Seguridad del Estado, porque interrumpían los horarios docentes y delante del resto de los estudiantes, te sacaban al pasillo de la facultad para interrogarte, obligarte a responder preguntas sobre expresiones tuyas o de otros dichas en lugares culturales o privados.

En realidad no tuvo mucho que ver, aunque sí, me molestaba el acoso de aquel bigotudo de quien nunca supe el nombre. Se me aparecía en todas partes (luego supe que así lo hizo con cada uno de nosotros) y nos proponía convertirnos en agentes, que le informáramos de todo lo que se hablaba en nuestras reuniones o en nuestros encuentros con otras personas del mundo de la cultura. Te cuento algo curioso: uno de los escritores no tan jóvenes que destacaba en esos tiempos en Santiago de Cuba era Eliades Acosta Matos, quien luego sería Director de la Biblioteca Nacional y, después, el Jefe del Departamento de Cultura del Comité Central del Partido; es decir, llegaría tener el papel de Gran Censor. Yo era muy amigo de Eliades en aquellos, mis años santiagueros y, cuando él apenas era un funcionario menor de la cultura, cuyo interés mayor según me decía era ser escritor, solía visitarlo en su trabajo y en su casa, donde nos leíamos nuestros cuentos y conversábamos mucho sobre cultura universal, porque él realmente poseía unas lecturas que a mí me admiraban mucho. Lo que jamás he dicho es que decidí romper esa amistad, dejar de visitarlo, cuando aquel seguroso bigotudo me dijo que Eliades tenía problemas y que yo, para ayudar a salvarlo de caer en manos del enemigo, debía contarle a la Seguridad del Estado todo lo que él hablaba. Quienes me conocen saben que rindo culto fanático a la amistad, así que, en vez de acercarme a Eliades y convertirme en un espía, me alejé de Eliades y, semanas después, cuando el bigotudo se apareció en mi casa para hablar por tercera o cuarta vez con mi padre, le dije que había tenido una gran discusión con Eliades y nuestra amistad se había roto. Por eso me dolió tanto que, en el 2006, cuando aún era el gran censor del Partido Comunista, en una entrevista para Granma Internacional hablara horrores de mí y me catalogara de mercenario, traidor y otras lindezas.
Sin embargo, la causa real de mi salida de Santiago era mi ambición, pues entonces tenía un ego tan inmenso que ni yo mismo me soportaba. Santiago se me había quedado pequeña: había ganado todos los premios, mi nombre salía en todos los estudios literarios, desde Santiago había comenzado a introducirme en el cenagoso terreno de la literatura nacional y varias desilusiones en el mundillo cultural me hicieron comprender que debía irme a La Habana si quería ser más importante. Recuerdo que Aida Bahr me dijo: “¿para qué te vas a ir?, ten cuidado, aquí eres cabeza de león y allá, si acaso, vas a ser cola de ratón”. Pero, esgrimiendo todo el ego que tenía en esos años, le respondí: “Yo me voy a comer La Habana, Aida, y allá, puedes darlo por seguro, voy a ser una de las greñas más visibles en la melena del león”. Hoy, aunque llevo años pidiéndole a Dios que me de la humildad que un cristiano debe tener, cuando miro atrás, me doy cuenta de que llegué a cumplir ese propósito: a pesar de todas las trampas, de todos los chanchullos de los grupos de poder y de todas las presiones por mis deseos de escribir con toda libertad, logré imponerme, ganar premios, publicar y ser considerado un autor que merecía ser nombrado en los estudios literarios nacionales, y todo eso desde mi postura de lobo solitario.
Eso es algo que tú bien conoces, sólo unos pocos lo sabemos: yo fui un solitario, y me impuse allá en Cuba a golpe de tozudez, escribiendo, mandando a cientos de concursos, escribiendo, escribiendo, escribiendo, hasta el punto de que Antón Arrufat llegó a decir, no sé si en jarana afectuosa o en una de sus usuales críticas elitistas, que “si Guillermo Vidal escribe una novela por mes, Amir Valle escribe una por semana”. Y como bien recuerdas, el Guille Vidal dijo en un evento, para alabar mi laboriosidad: “no se engañen, Amir no es una sola persona; es un ejercito de Amires: un Amir escribe cuentos, otro Amir escribe novelas, otro Amir colabora para los periódicos y hace ensayos para las revistas, otro Amir da talleres, otro da conferencias, otro escribe guiones para la televisión, otros tres Amires se leen los más de diez manuscritos que cada mes escritores de toda la isla le envían a su casa en La Habana para que él les aconseje, otro Amir asesora editoriales y prepara antologías de los jóvenes talentos de la narrativa cubana… Por eso es que puede estar en todas partes y hacer tantas cosas”. Todo eso, repito, a solas, sin el apoyo de ninguno de los tres grupos de poder que existían en ese tiempo a nivel nacional: el grupo que apadrinaba Eduardo Heras León, el Chino Heras (al que se vincularon muchos de los escritores “realistas”, que se llamarían luego “violentos”); el grupo que apadrinaba Antón Arrufat (al que se vincularon quienes pasarían a llamarse “el lobby gay”) y el grupo de escritores cercanos al poder cultural oficial, casi todos miembros o amigos más fieles de la generación de escritores del 80. Tampoco, aunque algunos de ellos eran mis amigos, me vinculé a los muchachos que fundarían el interesante proyecto Diaspora(s) y apenas asistí, como oyente silencioso, a las peñas en la azotea de Reina María Rodríguez, donde coincidían escritores de todos estos grupos y tendencias, pero donde se fue abriendo espacio a otros modos menos rígidos de entender la creación y la literatura. Mucha gente cree que yo fui apadrinado por Eduardo Heras León, pero eso, como tú sabes, sólo ocurrió desde 1984 hasta 1988. Yo llegué a La Habana en julio de 1986 y ya a fines de 1987 un desencuentro personal con el chino Heras me hizo aislarme, desilusionado, así que tuve que luchar porque no me aplastaran esos poderes oscuros que contra mí se lanzaron desde las capillas y los grupitos literarios que existían entonces. Me gusta honrar a quien honra merece, y por ello debo decir que en esos años, me salvé de la soledad gracias a dos personas, e incluso puedo decir que buena parte de mis logros literarios se los debo al cariño y el apoyo que siempre recibí del inolvidable profesor universitario Salvador Redonet y de la profesora y escritora, casi una madre para mí, Mercedes Melo, Chachi.

3.- ¿Qué secuelas te han dejado aquellas vivencias personales? Siempre tuviste a la literatura como el sueño más necesario. Escribías, y escribes, con esa disciplina envidiable, y no recuerdo conocer a alguien con tanta capacidad de trabajo como la tuya, por lo que en tu haber cuentas con casi tres decenas de libros, ante los ojos estupefactos de quienes te hemos acompañado en esta aventura literaria. Una vez me confesaste “que temías morir joven”; si mal no recuerdo, alguien te había revelado esa profecía, que por suerte, y aunque aún considero que de alguna manera somos jóvenes, no ocurrió. ¿Fue algo que te inventaste para justificar las toneladas de hojas escritas a maquina de cinta, o realmente ocurrió y te asustaron en aquellos, tus primeros años de adolescente?

Esas presiones descaradas que me hicieron durante mis años de estudiante de periodismo en la Universidad de La Habana dejaron una sola secuela, creo que favorable si una secuela puede serlo: profundizaron mi desilusión, me espantaron el miedo. Había decidido hasta ese momento escribir críticamente, pero justo desde el último de aquellos acosos del “seguroso”, que coincidió con un evento histórico en el periodismo cubano que ocurrió en la Facultad de Periodismo, decidí decir abiertamente lo que pensaba, y hacerlo también desde el periodismo, aunque no se publicara en Cuba.
Como seguro recuerdas, en la primera de aquellas reuniones, en 1986, llegué a casa con mucho miedo. Estaba en el aula y la secretaria de la decana vino a buscarme, pidió permiso a la profesora, y me dijo que fuera a su oficina. Fue a la secretaría y allí me indicó que subiera por una escalerilla de caracol a otra habitación cerrada que quedaba encima. Allí me encontré con dos hombres que se me presentaron como oficiales de la Seguridad del Estado y confieso que la táctica del policía bueno-policía malo que usaron me hizo sentir miedo: era la primera vez que me enfrentaba a algo así. Fue justo allí donde confirmé todas las sospechas que habíamos tenido en Santiago: aquellos dos hombres me confirmaron que un supuesto joven escritor que se pegó a nosotros había sido enviado por ellos, que el paseo en yate que otro trabajador de la cultura nos ofreció había sido planificado por ellos y, aún peor, que tres de mis mejores amigos del aula de periodismo en Santiago de Cuba les informaban semanalmente de cada uno de mis comentarios “desviados ideológicamente”. Esa sensación de saberme vigilado y traicionado me aplastó. No lograba entender cómo, quienes debían preocuparse por asuntos más peligrosos contra la seguridad nacional, la emprendían así contra un comemierda inocente como yo. Pero justo ahí se produjo algo curioso: empecé a escribir con más rabia sobre la realidad, a guardar aquellas cosas en sitios donde creí que nadie los encontraría y empecé a leer mucha literatura prohibida aprovechando mi amistad de entonces con un viejo historiador que vivía a pocas cuadras de la casa de mi tía en Luyanó, donde yo viví todos esos años. Aquel viejo, Samuel, tenía una biblioteca impresionante y, como su hija era una diplomática cubana, le traía libros de afuera que él me prestaba. Todavía me alegra recordar que, cuando mi presencia se hizo común en su biblioteca (porque durante meses no me permitía sacar los libros de su casa), un día le dijo a su esposa: “cuando vayan a definir en el diccionario el término Ratón de Biblioteca va a salir una fotografía de este muchacho”.
Volviendo a las citas forzadas a las que me sometían: la última fue después de una reunión en la que los estudiantes de periodismo nos rebelamos, primero contra Carlos Aldana, que por entonces era el Jefe del Departamento Ideológico del Comité Central del Partido Comunista, y luego contra el mismo Fidel Castro, a quien, aprovechando una reunión en el Palacio de la Revolución en la que él “casualmente” se coló, cuestionamos muchas de las taras que tenía el periodismo y el proceso revolucionario. Algunos creen que yo tuve protagonismo en lo que allí pasó, pero lo cierto es que, cuando descubrí la encerrona que nos habían tendido, lancé la última pregunta que, eso sí, evitó que Fidel siguiera aplastando a otros ingenuos que no se habían dado cuenta que aquello era una farsa. Mi pregunta la hice con toda la intención de soltarle la lengua, sabiendo que no pararía, como efectivamente ocurrió. Después de aquello, empezó en la Facultad de Periodismo una verdadera cacería de brujas contra todos los que habían osado enfrentarse al poder. Muchos se amedrentaron de tal modo que terminaron convertidos en lamebotas del gobierno, siendo el caso más vergonzoso el de Alexis Triana, quien había sido precisamente el organizador y uno de los cerebros de aquella “revuelta”. Todavía lo recuerdo en nuestras breves pero intensas reuniones en el parque frente a la Facultad, en las que coordinamos qué debía preguntarse, qué temas no podían faltar, quiénes debían preguntar e incluso cómo contraatacar a las respuestas previsibles. Por esos días vinieron a verme nuevamente Policía-malo y Policía-bueno y me dijeron que ya ellos se habían reunido con otros colegas míos que estaban dispuestos a cooperar para terminar de aplastar la revuelta: al frente de esos colegas que cooperarían mencionó a mi compañera de aula Rosa Miriam Elizalde, alguien a quien yo tenía un especial cariño. A estas alturas no sé si me estaba mintiendo, pero luego, viendo el protagonismo que ella ganó de golpe y viendo su meteórica carrera de ascenso pegada al poder, he llegado a pensar que quizás me dijeron la verdad. En ese encuentro (siempre el mismo método: secretaria que aparece en la puerta del aula, pide permiso para que me dejen salir y me ordena ir a su oficina) querían comunicarme que, en premio al modo en que yo con mi pregunta había cortado lo que ellos llamaron “sarta de insultos estúpidos al Comandante”, podrían promoverme a uno de los cargos de la Facultad e incluso a ser miembro de un grupo de estudiantes seleccionados que colaboraría directamente con el Presidente de la Unión de Periodistas en el trabajo ideológico con los estudiantes de periodismo de los primeros años. Les dije que la única vez que había tenido un cargo fui un desastre, perdí amistades porque en el mundo estudiantil los jefes siempre eran mal vistos por los demás, y que a mí lo único que me importaba era graduarme. Policía-bueno me dijo: “lástima, hubieras sido de mucha ayuda”, y Policía-malo masculló: “eres bruto, chamaco, te acabas de cagar la vida”. Y lo cierto es que desde aquel día las cosas se enrarecieron tanto para mí en la facultad que comencé a centrarme sólo en los estudios, en las lecturas clandestinas en casa de mi viejo amigo Samuel y en escribir, día y noche, como un poseso.
Lo de morir joven es algo que me preocupó siempre, hasta que conocí a Cristo y supe que Él me esperaría en esa eternidad que tanto soñamos los cristianos. Estábamos haciendo un trabajo práctico de periodismo y a mí y a un colega, un gran amigo, el holguinero Jorge Baxter, nos tocó el tema de la religión afrocubana. Cuando llegamos al cuarto de santo de uno de los babalaos que entrevistamos, el viejo se quedó mirándome y me dijo: “veo sobre ti la marca de un genio”, y eso me gustó, alimentaba mi ego, pero lo que vino después ya me cayó bastante mal: “vas a morir joven”, dijo, “los genios siempre mueren jóvenes”. Y la verdad es que si he vivido hasta hoy es porque no creo ser ese genio que él vio en mí, aunque también me pregunto si no pasó algo allí que confundió al espíritu adivinador del viejo, pues el que murió joven, de un infarto, fue mi compañero Baxter, una dura pérdida para quienes lo conocimos.

4.- Siempre fuiste osado, y eso ha marcado tu vida, quizás como destino. Esa rebeldía natural que comenzara, como ya dijimos en 1980, y que luego se mantuviera en conspiración perenne entre tus ideas, sueños y sentimientos, reflejados, por supuesto, en tus actos más cotidianos o transcendentes. Recuerdo que, de alguna manera, intentaste que los jóvenes escritores formaran parte de la directiva de la UNEAC, hiciste campaña entre nosotros por un tiempo, no para promoverte tú, sino para que alguien de nuestra generación también pudiera decidir, e incluso recuerdo que un joven escritor, Alberto Guerra Naranjo, dijo en una reunión de escritores que “mi generación también quiere cortar el bacalao”, y, al decirlo, algunos dinosaurios oficialistas entendieron el “cortar” como que los jóvenes querían cortar sus cabezas con aquella candidatura presentada sin el consentimiento de Abel Prieto que, como tú y yo sabemos, pues lo conocemos bien, elegía a dedo a sus socios de generación para los cargos, como todavía sucede en esos inútiles Congresos. Innegable es que la directiva de la UNEAC se mostró ofendida por nuestras rebeldías y crearon un verdadero lobby para anularnos, como ocurrió finalmente.

Mira, hay una realidad que pocos comentan: en los años en que empezamos a crecer, literariamente hablando, e incluso hasta hoy, el dominio de la cultura en el país se lo había repartido la llamada generación del 80. Yo mismo recuerdo haber estado en alguna reunión de amigos donde algunos de ellos, Abel, Sacha, Arturo Arango, Norberto Codina, se jactaron de que le habían arrebatado el monopolio de la cultura a Armando Hart y su corte de mediocres. Fueron colándose en las revistas, en las editoriales, en las oficinas donde se decidían los rumbos culturales del país. Y espero que recuerdes, pues estuviste presente, la fiesta en la que todos celebramos que Abel Prieto había sido designado ministro de cultura. Vimos los cielos abiertos y aún recuerdo claramente sus palabras: “yo sé que entre todos esos mayimbes, yo soy sólo una pieza, pero al menos espero que sirva para ayudar a los socios y que la cultura enrumbe por otros caminos más libres”. Y ciertamente, es honesto que se diga: esa estrategia produjo un cambio real en la cultura del país, fue como un soplo de aire, momentos de ciertas aperturas controladas, si se compara con el período de Hart, a quien recuerdo en un evento en Cienfuegos decirnos a los jóvenes: “ustedes son artistas, así que jueguen con las reglas del arte, pero si se meten en el terreno de la política tienen que asumir las consecuencias políticas de sus actos, porque al menos nosotros, los que hicimos esta Revolución, les vamos a responder políticamente”.
Esa generación, la del 80, como nos dijera uno de ellos en una discusión en la última Feria del Libro que se celebró en Pabexpo, podía enorgullecerse de haber arrebatado el poder a los comisarios culturales de los primeros años y de haber cerrado el paso, fueron sus palabras, “a la mediocridad de las generaciones anteriores que pretenden seguir viviendo del cuento porque una vez le censuraron escandalosamente un librito”. A mí, que igual que tú, conocí de muy cerca los traumas que esas censuras de los años 70 provocaron en un gran escritor como pudo ser Eduardo Heras León, a quien considero que frustraron a la fuerza, no podía entender que esa generación, que se consolidó cuando nosotros dábamos nuestros primeros pasos, es decir, eran muchos nuestros amigos, de pronto se convirtieran en censores, en estrategas de la cultura que desde sus oficinas hacían el juego sucio al poder político. Por eso, a mediados de los 90, comencé junto al escritor Alberto Guerra Naranjo una conspiración con la intención de recordarles a ellos que también nosotros contábamos y que nuestra generación era tan pujante como la suya y, aunque suene feo y generacional, en materia de calidad era superior. Pero ellos eran nuestros jurados, quienes decidían quién subía y quien no, e incluso se había hecho costumbre que Sacha diera grados militares a los escritores, de acuerdo a nuestro “nivel literario”. Así fuimos capitanes cuando todos ellos, según Sacha, eran generales, y un día, años después, cuando ya no éramos tan jóvenes, casi nos mata un infarto al oírle decir que habíamos ascendido a coroneles. Era un juego, pero un juego que definía muy bien el estado de opinión que tenían de ellos mismos y de nosotros. Y hoy lo digo con todas las letras, de esa generación, si en verdad alguno podía ser considerado general, esos eran Padura, Miguel Mejides, Reinaldo Montero, Luis Manuel García Méndez, Abilio Estévez y Aida Bahr, entre los narradores. Los demás, vivían del cuento o, todavía más literalmente, de haber escrito alguna vez UN buen cuento. Por el tiempo de esa anecdota que refieres, Alberto Guerra y yo, con el apoyo de Mercedes Melo, logramos celebrar el Coloquio de Narrativa Cubana Actual: “Abrir el compás de la crítica”, los días 4, 5 y 6 de julio de 1996, en el Centro Provincial de Superación para la Cultura y Casa de los Escritores de 10 de Octubre, un evento que, como el de esa votación que cuentas, fue boicoteado totalmente y, por supuesto, nadie de esa generación asistió.

5.- ¿Qué te proponías con lo que la oficialidad entendió como “Golpe de Estado cultural”?

La idea que tenía entonces es la misma que defendí después, hasta hoy: la cultura no puede ser feudo de nadie, ni de políticos, ni de capillas o grupos literarios. Tiene que ser un terreno de libertad donde confluyan todas las tendencias, generaciones, escuelas, poderes. Recuerdo un chiste que nos hizo Antón Arrufat a Guillermo Vidal y a mí, en ocasión de que un linotipista, exmilitar, se horrorizara ante un libro de Guillermo Vidal y decidiera, sin consultar con nadie, impedir su impresión: “Querido Guillermo, con su caso queda demostrado que en este país la cultura no la dirige el pobre Abel Prieto, se dirige desde el edificio de las Fuerzas Armadas, en la Plaza de la Revolución”. Y no se equivocaba: fui testigo de cómo Omar González, entonces presidente del Instituto Cubano del Libro, y varios funcionarios del Ministerio de Cultura, entre ellos un viceministro, tuvieron que negociar con los militares para que el libro de Guillermo Vidal fuera finalmente impreso.
Al final, te lo confieso, desistí. Nuestros colegas escritores, todos, sin importar generación, estaban llenos de miedo. Intentaban enmascarar ese miedo diciendo que sus vacilaciones eran porque la política no era lo suyo o, los más honestos, porque no querían arriesgarse a perder lo poco que tenían, pero lo innegable es que la inopia de otras generaciones en asumir ciertas responsabilidades y la estrategia de esa generación de posesionarse en esas responsabilidades les ha servido para seguir en el poder, para monopolizar la promoción nacional e internacional de la cultura a su favor y, lamentablemente, para entorpecer los aires de libertad que traían las generaciones nuevas que han surgido hasta hoy, en muchos casos, aniquilándoles con el discurso de la fidelidad debida a la Revolución. Las trampas, enredos y maquinaciones que contra otros colegas han protagonizado algunos de ellos son material para una enciclopedia sobre la indigencia humana ¿O alguien me va a querer convencer de que Abel Prieto es ahora el asesor personal del dictador simplemente porque a Raúl Castro le fascina su melena?

6.- ¿Qué esperabas de los jóvenes escritores y por cuál política cultural apostabas? Retomando aquellas votaciones, recuerdo que me eligieron para el comité de selección de boletas, donde los escritores escribieron los nombres de los supuestos delegados que debían representarlos en el Congreso de la UNEAC. Me aseguré que Guillermo Vidal, que en paz descanse, obtuviera las necesarias para estar allí. Al final de cuantificar las boletas fue el más preferido de la votación, lo que obligadamente, según la supuesta democracia que se deseaba aparentar con aquel acto circense, el Guille sería Delegado; sin embargo, no fue invitado.

Creí que todos queríamos lo mismo: más espacios de promoción; más libertad para publicar nuestra literatura sin las censuras a las que estaban siendo sometidos muchos de nuestros cuentos o libros; menos paternalismo, pues ya habíamos descubierto que ese supuesto modo de protegernos nos había convertido en eternas promesas congeladas, a pesar de que muchas de nuestras obras eran consideradas por algunos criticos importantes (Margarita Mateo, Madeline Cámara, Salvador Redonet) superiores a otras de las generaciones anteriores. Pero fue justo allí, en esos encuentros preparatorios del Congreso (pues tuve la suerte de participar en algunas reuniones de otras provincias), cuando descubrí ese ombliguismo que enferma del cuerpo de la intelectualidad y los escritores cubanos: mientras no sea tocado por los males que afectan a los demás, nadie salta. Y es que la estrategia cultural de la Revolución ha sido hacerles creer que sin las instituciones no son nada, que sin el apoyo cultural de la Revolución no son nada y que sin un país que los apoye no son nada. Además del egoísmo típico de quienes estamos en el gremio de las artes y la cultura, ese estado de cosas les hace aferrarse a cualquier minucia de promoción o publicación que crean haber conquistado, aún cuando para ello tengan que sacrificar sus principios. Y al final, como seguro recuerdas nos dijo uno de nuestros colegas por aquellos días, “¿de qué sirve sublevarse y proponer algo nuevo, si en las alturas se las arreglarán para que las cosas sigan como están, para que nada cambie?”. Eso fue lo que sucedió con Guillermo Vidal: como era un tipo tan querido y respetado incluso por sus enemigos, logró esa votación aplastante, pero en las alturas del poder decidieron que no podía permitirse que un bocón como él les echara a perder la docilidad ovejuna que habían planificado para ese Congreso que, como ya sabemos, fue una Oda a la Sumisión.

Fin de la primera parte.

En la segunda entrega conversarán sobre la amistad, la soledad, la honestidad, la traición de algunos colegas y la independencia.

*Nota de La Editora: La entrevista es tan larga y profunda que debí fragmentarla para publicarla por entregas.

El pase de diapositivas requiere JavaScript.


Volver a la Portada de Logo Paperblog