Revista Cultura y Ocio

Amor novicio

Publicado el 26 septiembre 2016 por Icastico

Cada vez que me cruzaba con ella se ponía firme la cebolleta. Se rebelaba. Ojalá todos los alzamientos fueran como el que experimentaba mi mosquetón al verla. Parecía un poni en celo. No podía evitarlo. Ríos de sangre desembocaban en mi miembro dejando seco y tembloroso el resto del cuerpo Atacado de excitación, rehén de una dictadura fálica. Un reptil impetuoso se abría paso en mi bragueta – era la sensación – desprendiendo un calor placentero que alcanzaba la cara interna del muslo derecho. Empujaba, arremetía. En su rápido desarrollo embestía bordes, botones y costuras buscando una salida, mientras palpitaba sin control. Resultaba molesto. De inmediato buscaba yo con disimulo el modo de llevar la mano a ese volcán y acomodarla; ponerla vertical, centrada, asomando su calva por la cintura del pantalón y cubierta con la holgada camiseta. Quedaba como un mástil. De no hacerlo así parecería un patético exhibicionista Esa breve operación me procuraba un gusto considerable, notaba cómo se llenaba mi mano con su grosor, su vida. Percibía una gota espesa en la boquilla de la tronera de mi sexo, preludio de otras mil. Una reacción normal: conocía a la destinataria del ansiado cañonazo.

Todo comenzó un año atrás. El gusto por la dulcería me llevó a un convento cercano. Había oído hablar de la repostería religiosa o monástica elaborada en tales lugares. Acabó por parecerme divina: pestiños, mazapanes, tortas de aceite, piñonadas, amarguillos, roscos de vino, delicias de frutas, trufas, roscones de huevo, bocaditos de nata, tejas, pastas con frutos secos o yemas. Entré en el místico despacho. Era lo peor. Soy alérgico a esa mezcla de piedra vieja, cristos crucificados, oscuridad y olor a frío atávico, húmedo, un tanto siniestro, de mazmorra, donde se rebela la piel al visualizarlo. Le sienta mal a mi alma. Me concentré en el surtido, que puso en jaque a mis sentidos. Estaba absorto y no reparé en la hermana, monja o novicia que se personó para atenderme. En la dependienta, vamos. No me entero de rangos o jerarquías de arcaicas instituciones como esta, u otras que defienden la bandera hasta la última gota de sangre, “si fuera menester”.

El mejor dulce resultó ser ella. De los otros me olvidé al instante. Tenía una voz pequeña, tímida, pero sensual. A cambio, unos ojos grandes color miel, curiosamente. Pestañas largas. Cejas pobladas pero bien delimitadas. Un considerable parecido con Scarlett Johansson. Del pelo ni rastro, lo ocultaba el hábito. La prenda no podía disimular por contra unos pechos sugerentes. Rondaría los 20 años, quizás alguno más. A punto estuve de renegar de mi ateísmo.

_Qué desea el caballero?

_Pues, francamente, estoy algo confuso – era ella ahora el motivo de mi turbación – si me puede orientar se lo agradezco.

_Poco puedo ayudarle, me temo, todo lo elaboran mis hermanas con cariño y buenos ingredientes. Está muy bueno, a juzgar por las alabanzas de los clientes. Los pestiños es lo que más se despacha, si le sirve de guía.

_Me tendrá que servir, hermana, por ahí empezaré. Deme un estuche.

_Aquí tiene, son 9 euros. Espero que le gusten y vuelva usted a por otra especialidad.

_Seguro que volveré, hermana, soy muy goloso.

Aquel “vuelva” me sonó como una declaración de amor. Por mi no había de quedar. Se repitieron, en efecto, las visitas y con ellas surgía una progresiva confianza. Clara, así se llamaba, entró en la orden por una crisis de múltiples ingredientes. Pretendía resolver sus dudas en aquel retiro. De los sucesivos encuentros deduje que las respuestas que buscaba no llegaban. Comencé a acecharla con cautela. Así entramos en un juego de veladas insinuaciones. En él hallamos otra utilidad a la monacal repostería y aquel duelo me calentaba el cuerpo. Me lanzaba y le decía que tras verla me apetecía comer uno de sus roscos o dejar que un par de sus trufas se derritiesen en mi boca. Respondía Clara aconsejándome probar un amarguillo o llevarme unas tejas, con intención de refrenar mis instintos. Otras veces, si me notaba cortado, me excitaba diciendo que le apetecía mucho un bocadito de nata o que de buena gana se metería dos yemas, envolviéndome con una mirada densa, a juego con su apetencia. Me ponía a cien. Me desconcertaba, pero disfrutábamos con humor.

En la última visita me pidió que le proporcionara un móvil. Quería restablecer contacto con algún familiar, comentó. No hurgué en mi curiosidad, me interesaba que se abriera al mundo de nuevo, por esa brecha podría colarme yo, pensaba, e instalarme en su vida. Sin dudar, le regalé uno que acababa de jubilar, a pesar de su “juventud”. Nuevo. ¡Qué infanticidas tecnológicos somos los techies o los geeks! Le puse una tarjeta prepago y me comprometí a mantenerle el saldo. Se lo entregué al siguiente encuentro y me pidió el número del mio por si tenía dudas acerca de su funcionamiento o quería hacerme alguna consulta.

Esa misma noche, mientras pensaba en Clara – su otra clausura era en mi cabeza – recibí un whatsapp suyo. Adjuntaba un vídeo que se acababa de hacer y desconectó. Incrédulo asistí a un viaje por su territorio corporal. De curva en curva fui a parar a cada una de las trufas rosadas que tantas veces metí en mi boca, con los ojos cerrados para disfrutarlas mejor. Llegué a dos medialunas que tenía por nalgas. Llegué al cráter que escondía su vulva, entreabierta con ayuda de sus dedos. De ahí partía un hilo de flujo. Se me figuró reguero de lava quemando mi vientre. Estallé sin pretender evitarlo. Parte de mi erupción se deslizaba lentamente pene abajo como lágrimas de cera ardiente llorando su consumido cuerpo, invadiendo el puño que la apretaba.

Felizmente colgó los hábitos. Y me tiene a mi colgado. Aún conserva su móvil. Me cita en lugares insospechados. “Ya sabes cual es el premio”, “Hoy tengo un dulce especial”. De esta forma rematan sus mensajes. Nadie en el pueblo sabe lo nuestro, de momento. Fingimos no conocemos cuando nos cruzamos, a propósito, para ir calentando la cita. Son las reglas del juego.


(Esta ha sido mi interpretación de la Actividad 7 sobre escritura erótica, correspondiente al taller literario FlemingLAB en el que estoy inscrito. Gracias, Juan Re Crivello) Fotografía: Pixabay.com


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