Pasados unos días del susto provocado por Le Pen, que parece traer un problema a Europa, podemos ver que, por el contrario, su triunfo servirá para que las democracias regeneren su grandeza.
Le Pen ha hecho sonar las alarmas y la aldea europea, sobresaltada con el líder ultraderechista, recuerda a aquellos fascistas y nazis brutales, que hace setenta años provocaban holocaustos internos y guerras con sesenta millones de muertos.
Miremos a nuestras sociedades: con sus defectos, son las más justas y equilibradas de la historia de la humanidad y están en permanente evolución; ningún tiempo ni sistema pasados fue mejor. Pero denigramos nuestras democracias y alabamos a otras sociedades atroces, generadoras de pobreza y desigualdades.
En nuestro mundo somos tan cómodos que cuando somos testigos de agresiones, miramos a otro lados; cerramos los ojos a la maldad absoluta, y aquí está (Le Pen, o Eta y sus aliados); somos indiferentes con el antisemitismo y tenemos miedo a no ser políticamente correctos si exigimos sentirnos seguros frente a los delincuentes, grandes y pequeños.
Le Pen debería despertar a Europa, donde solamente una minoría real lo apoya, al prometer algo tan fundamental como seguridad en las calles. Sus otras ofertas son subsidiarias, envoltorio.
La lección francesa es que las democracias deben mejorar inmediatamente la seguridad de unos ciudadanos que pueden sentirse orgullosos de sus sociedades porque, aparte de las mejores, siempre son perfectibles: por ejemplo, en la segunda vuelta los franceses podrán deshacerse de Le Pen.
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