Revista Cultura y Ocio

Antonie, Toni, Antonia

Publicado el 12 junio 2012 por Aranmb

Se llamaba Antonie, la llamaban Toni y era la niña mimada y aquello no era baladí, porque los mimos se los había merecido por fuerte, por resistir a las adversidades y por sobrevivir. Fue fuerte cuando era un bebé, fue fuerte cuando era una niña y aún más fuerte cuando fue adolescente, fue fuerte y valiente cuando fue joven, y en la mediana edad sobremanera, y acabó por ser una anciana fuerte. De casta le venía al galgo. Toni era mi tatarabuela y hace 134 años hoy que llegó al mundo, la segunda de ocho hijos, la primera de los tres que consiguieron llegar a la vida adulta. Antonie, Toni, Antonia.

Antonie, Toni, Antonia
Antonie nació en Nedakonice, distrito de Uherské Hradiště, región de Zlín, orgullosa morava y gentil austro-húngara. De sus siete hermanos, murieron cuatro; a Václav, a Tomáš, al primer Antonín y a Barbora se los llevó el tifus, y las viruelas, y las calamidades. De los tres que quedaron, a Jan se lo llevó la muerte pronto, a los 45, el segundo Antonín -al que llamaban Tonda- se quedó allí, en el pueblo, trabajando la tierra, y Marie, tan parecida a ella pero tan delgadita, se quedó para vestir santos, para cuidar a la madre anciana, sin hombre alguno a su lado. Y la cosa es que no era una historia ni tan triste, ni tan extraordinaria: ella sólo había conocido -y poco- a una abuela, porque los demás se habían muerto muy jóvenes, una de ellas, Rosina, con menos de 30 años. Eran los tiempos. Duros y desagradables, pero los que les tocaban vivir.

Cual bello cuadro romántico, Antonie pastoreó ocas desde que comenzó a andar por sí sola ella misma, y, cuando ya mantenerla en casa resultaba demasiado caro, la enviaron a Viena, la capital del imperio, con unos tíos. Allí aprendió a cocinar y a lavar vasos con sus deditos de chiquilla, aprendió a hacer brambora, pusinka, věneček y kremrole, a cocinar delicias dulces checas para los exquisitos clientes austriacos que querían que los sabores de todas las naciones que se integraban en el imperio se derritieran también en su paladar. Contaba Antonie cuando ya se había convertido en Antonia que la cocina en la que trabajaba estaba en el piso más alto de un hotel, con magníficas vistas al lado de un parque enorme -¿sería el Volksgarten?- en el que en su adolescencia veía que a veces cerraban a cal y canto para permitir que una misteriosa dama vestida de negro de la cabeza a los pies montase un caballo a horcajadas sin molestias de ningún tipo. Imaginación infantil, cuentos de vieja o realidad. ¿Qué más da eso ahora?

Antonie, Toni, Antonia
El tiempo pasó y los tíos consiguieron a Antonie un trabajo menos imperial pero mejor pagado, en el bazar regentado por una familia judía repleta de hijos pequeños. Mi tatarabuela, tan rubia y tan aria ella, se convirtió en dependienta, comercial, cuidadora y paseadora de un montón de niños morenitos de elevada nariz, quién lo diría tan sólo unos cuantos años después. ¿Qué fue de aquella familia con la que ella llegó a trabar amistad, a quien ella debía haber conocido a mi tatarabuelo, con la que le unían tantos recuerdos y experiencias? ¿Qué sería de aquellos niños que tanto se esforzó por criar, porque se comieran el guiso, porque estudiasen, porque se hiciesen hombres de provecho, aquellos niños a los que maldeciría en checo cuando se portaban mal para que no le entendieran el insulto y no aprendieran malos modales? Habrían sido hombres ya en los años 30, en los 40. Mejor ni pensarlo. De cualquier manera, por aquel entonces Antonie ya era Antonia y vivía en un país al que tampoco le iba muy bien, con unos hijos a los que en algunos casos tampoco les fue bien. La vida.

Un día apareció por el bazar un soldado delgado y elegante, de pelo castaño y ojos oscuros, bigote exagerado y espada en ristre, que se enamoró de los ojos claros de Antonie y aún más del acento que delataba que, como él, era morava. Ante la irritación de ella, que rondaba los 18, aquel soldado decidió presentarse día sí y día también por el bazar, siempre mirando, siempre sin comprar nada. Así se quejó Antonie a la jefa, la madre de todos aquellos niños que nadie sabe qué fue de ellos, y se quejó durante horas y con varios insultos en la boca, pero con un brillo en los ojos que probablemente ni ella reconociera tener aún. Y su jefa se rió, y le apostó que en poco tiempo la presencia de aquel extraño dejaría de resultarle tan engorrosa, y Antonie pensaría -como todas las jovencitas- que aquella mujer no tenía ni idea.

Pero sí que la tenía. Porque cuando al cabo de unas semanas aquel extraño se dirigió a ella por primera vez en su vida, y le preguntó:

- Vezmeš si mě? (¿quieres casarte conmigo?)

, en perfecto checo, en plena Viena y morriña de Moravia, y contraviniendo los deseos de los padres de él, músicos venidos a más que encontraban poco para su hijo en una dependientilla sin estudios, nunca entendió Antonie cómo ni por qué, pero sólo le salió responder que

- Ano (sí)

Antonie, Toni, Antonia
Y así, con la venia del párroco de turno, y sin apenas conocerse, y de un flechazo, y con la presencia de toda la familia de ella y la ausencia de la de él -apenas su madre y su hermana, Františka ambas- se casó en Viena Antonie con mi tatarabuelo František Beran. Ella con veinte años, el traje moravo y un dedo vendado; él de soldado imperial. Por aquel entonces no lo sabían, pero sus hijos nacerían en tres sitios del mundo muy diferentes, mucho. František, el primero, en Viena, el primogénito que cuando nació nadie, pero nadie, imaginaba que lo acabarían llamando Pancho. Antonín y Jan, los gemelitos llamados así en honor de sus tíos, nacidos y muertos en Moravia. Y los demás aquí, en Gijón, en la tierrina a la que mis tatarabuelos vinieron a acabar parando y que tanto se parecía a la Moravia que ya verían muy pocas veces a partir de entonces. Carlos, Rodolfo, José, Ernesto, Bernardo, Antonia, Eugenia, Herminia. Pero en España Antonie ya fue Antonia, y otra historia diferente nos haría falta para contar sus últimos años en los que cambió de nombre, de idioma, de costumbres y de tristezas y alegrías. Hoy, que se cumplen 134 años desde el nacimiento de Antonie, cabe hablar de ella, pero no de Antonia. Quizás otro día.

Antonie, y Antonia hasta su muerte, preservó siempre un amor por sus orígenes que le proporcionó más penas que alegrías. Su país natal y su país de acogida se convirtieron, por vicisitudes de la política y de la historia, en enemigos acérrimos. Ella, que nunca aprendió las letras en español -aunque las hablase- y que no podía con los diptongos del idioma de Cervantes, dejó de leer cuando ya no pudo recibir más novelas en el bello idioma checo que sus hijos heredaron escasamente, que sus nietos olvidaron y sus bisnietos no llegaron a aprender.  Conoció y se desternilló con Švejk, pero no pudo llegar a disfrutar a Kundera. Dejó de cocinar knedliky para freir patatas y meter pan al horno. Y, a pesar de todo eso, a la muerte de uno de sus hijos, cuando ella ya llevaba mucho tiempo fuera de este mundo, el resto le lloraron preguntándose dónde estaría su hogar y asegurando que, a pesar de haberlo pisado tan sólo una, dos o tres veces y hacía ya muchos años, země česká domov můj -mi hogar está en Chequia-. Y aún más años después, cincuenta después de la muerte de Tonie, yo, su tataranieta, escribo en su recuerdo mientras escucho el Moldava de Smetana, y siento que ése  también es también un poco Ma vlást y que esa pieza es la más hermosa de toda la maldita historia de la música clásica porque se inspiró en una de las ciudades más jodidamente bellas del mundo.

Y de todo esto sólo pudo ser responsable la fuerza de una mujer extraordinaria. Antonie, Toni, Antonia, mi tatarabuela. Moje praprababička.

PS. Gracias a todos los, como yo, descendientes de Antonia que me enriquecieron con las historias que recordaban haber oído de ella, documentos, fotos… otra de las cosas que hizo esta extraordinaria mujer fue ponernos a todos de acuerdo para compartir y emocionarnos con sus recuerdos.


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