Revista Cultura y Ocio

Antro de mala muerte – @AnaVazquez39

Por De Krakens Y Sirenas @krakensysirenas

Mi abuela lo llamaba antro de mala muerte, bueno, la verdad es que para ella cualquier tugurio, bar o establecimiento con horario nocturno, poca luz y música –especialmente si era en vivo– era sinónimo de vicio y perdición.
Pero lo gracioso de todo es que fue la primera en pisar el “Strawberry Fields”. Y lo hizo el sábado siguiente al golpe de estado del 23F, cuando celebraba su primer aniversario, en una fiesta que se llamó “Cumpleaños en Libertad”, pero por aquel entonces la gente era muy moñas y se lo creían todo, mi abuela especialmente que no dejaba de berrear lo de paz y amor, pero –la buena señora– se había cargado a su segundo marido y a su yerno, mi padre, cocinando sopitas de leche con cabezas de cerillas.

El “Strawberry Fields” fue el icono del modernismo de la “Movida Madrileña”. Abrió en el año 80 y su dueña era hija de una sueca millonaria y del presidente del Tribunal Supremo. Una niñata con dinero y contactos, como la mayoría de los que iban de modernos por aquella época.
Jimena –la dueña– era una tía borde, larga y flaca, clavadita a Joey Ramone. Tenía unos ojos azules preciosos, porque la naturaleza se debió arrepentir de aunar tan poca belleza en un solo ser y le concedió ese único don.
Pero parece que lo de ser antipática se llevaba por los ochenta y todo el mundo perdía el culo por ella, a pesar de ser un sieso de tía. Al principio no lo entendía, hasta que comencé a ir por el bar y ver que tenía una pasada de amigos influyentes y muchísimos contactos, así que no era de extrañar que se le arrimase todo dios para conseguir algo.
Nunca faltaban periodistas, cantantes, algún director de cine y gente de la farándula o de los que pretendíamos ser de la farándula, pero que nunca llegamos a nada. Ese era mi caso.

Los jueves había Jam Session, en realidad se supo lo que era, en España, cuando Jimena lo institucionalizó en su bar. A mi no me gusta pedir favores así que hasta que la dueña no se enteró de que yo cantaba no me animé a subir al escenario. En realidad lo hizo Frankie, el famoso director de cine, que andaba escribiendo un guión para una peli sobre la vida de mi madre, que había cumplido condena en Yeserías por los asesinatos de mi abuela. Le dijo a Jimena que yo cantaba como los angelitos negros y ella me animó a hacerlo la semana siguiente.
Pero tuve la mala suerte de que ese jueves se me adelantó Raquel Pérez Fernández, conocida posteriormente –a nivel mundial– como Rakel Springfield, musa del director de cine que la fichó y bautizó ese mismo día para su película, que fue galardonada –jamás se lo pude perdonar– con el Oscar al mejor film de habla no inglesa; y en la que la Rakel de los cojones hacía un papel de puta menopáusica, cantando “Over the Rainbow” en el patio de la cárcel.

Esa mala noche, aulló un “Think” de Aretha Franklin que entusiasmó al auditorio, jamás entenderé el porqué. Porque Raquel no era guapa, tenía más de cuarenta años, el pelo estropajoso teñido de caoba, el cuerpo enfajado en un vestido de lentejuelas de mercadillo y no cantaba bien, gritaba mucho, berreaba como una condenada, pero nada más. Y sin embargo el respetable se rindió a sus pies ovacionándola cuando bajó del escenario. Y yo canté, a continuación, con mi guitarrita, un “Blackbird” que no me hacía justicia, porque yo sí tenía voz de negra, yo sí era guapa, yo sí era joven, yo sí tenía talento, pero canté con un murmullo de fondo y sin la menor atención del público que saludaba a Raquel y le daba la enhorabuena.

Sabía que era mucho mejor que ella, era más guapa, más joven, tenía mejor voz, pero –como en todos los momentos cruciales de mi vida– la suerte me dio la espalda.

No volví a pisar el “Strawberry Fields” que siguió funcionando contra viento y marea, superando crisis y dificultades, viviendo del recuerdo del esplendor pasado. Con su fiel clientela superviviente de caballos, sidas y proyectos hombres; creyendo, esperando, que nada ni nadie diese al traste con lo que era algo más que un “Antro de Mala Muerte” como tituló su canción un rockero trasnochado.

Pero el “Strawberry Fields” cierra. Nadie sabe el porqué.
Y el próximo 15 de enero, cuando suene “Across the Universe” todos sabrán que ha llegado la hora de marchar.
Pero esta vez, para siempre.

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