Revista Ciencia

Apuntes sobre la violencia

Publicado el 04 julio 2014 por Rafael García Del Valle @erraticario

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A pesar de la tradicional idea de que la evolución consiste en una lucha feroz por la vida, la teoría de juegos afirma que la cooperación también es un elemento fundamental del proceso evolutivo. Y quienes no cooperan en un grupo son castigados por ello.

Pero cooperar también implica atentar contra un grupo ajeno en favor del propio; cuando se da el caso, o bien se actúa por motivos personales y creencias arraigadas, o bien se suprimen los valores personales, contrarios a la acción violenta, a causa de la presión grupal y el miedo al castigo; muy pocos individuos, llegado el momento, son capaces de afirmarse en sus posiciones personales.

Los motivos para ello son tan complejos que una sociedad sin violencia se antoja imposible a pesar de tantas revoluciones que aspiran a una sociedad justa, sea lo que sea lo que signifique eso. Desde la neurociencia hasta las ciencias sociales, la cosa queda clara: la violencia y la sed de venganza son estados más naturales que la inclinación a la paz y al perdón.

El problema que plantea el dilema del prisionero es el siguiente: dos tipos son acusados de un crimen, detenidos e interrogados por separado; la policía les propone un trato a cada uno, y es que si uno incrimina a su compañero pero el otro no, el que delate al compañero será condenado a un año de prisión y el que calle a cuatro; si ambos se delatan uno al otro, los dos serán condenados a tres años de cárcel; y si los dos guardan silencio, entonces se les condenará a dos años.

Desde un punto de vista racional, la mejor opción es delatar al compañero, pues, sin saber lo que éste hará, delatarle siempre implicará una condena menor a callar y ser incriminado por el otro; sin embargo, si ambos son racionales y hablan, recibirán una condena que dista mucho de ser la mejor opción, la cual es que ambos callen. El problema es que esta opción exige confianza absoluta en el compañero.

En otra de las versiones del problema, dos jugadores deciden, de manera independiente, cuánto dinero van a destinar a un bote común al que se añade un beneficio extra previamente fijado; luego, el total del bote se repartirá entre ambos a partes iguales.

De este modo, para cualquier jugador resulta más seguro y beneficioso no aportar nada al bote: si el jugador A aporta algo y el jugador B no, éste habrá tenido ganancias sin arriesgar nada; si, por el contrario, el jugador A tampoco aporta nada, el jugador B, al menos, se habrá librado de que abusen de él.

Pero la decisión racional de no aportar nada tiene un problema: no se obtendrán ganancias. Para obtener beneficios, es necesario que los jugadores confíen uno en el otro y pongan dinero en el bote. Tras varias rondas, los jugadores habrán establecido una relación de confianza entre ellos, pero también de venganza en el caso de alguna “traición”, es decir, en el caso de que un jugador se haya aprovechado de la confianza de su contrincante y no haya puesto dinero en el bote. Esto hará que el jugador traicionado copie el abuso en las rondas siguientes, con lo que el juego desemboca en un intercambio de traiciones bajo la regla del “toma y daca”.

En un juego con más de dos jugadores, ocurre el mismo dilema: si todos cooperan, todos obtienen beneficios, pero aquél que abusa de la confianza de los demás es quien más gana.

Entonces, si se da a los jugadores la oportunidad de establecer sanciones, aunque la sanción no aporte beneficios directos o incluso implique algún tipo de renuncia personal, como que quien la aplique también gane menos dinero, estos suelen decidir en la mayoría de los casos imponer el castigo, aunque el abuso haya ido dirigido a otro participante y no a ellos mismos.

Ante la amenaza del castigo, prácticamente todos los jugadores ponen dinero desde un principio. De aquí se concluye que la venganza es un instrumento necesario para cuidar el ambiente de cooperación en el grupo.

En términos evolutivos, los grupos que cooperan entre sí tienen ventaja sobre aquellos otros en que hay más aprovechados, de forma que estos son desplazados en favor de los primeros y, a la larga, la cooperación se acaba imponiendo como conducta estándar.

Para ello, tiene que haber en el grupo, además de altruistas, justicieros dispuestos a sancionar a los aprovechados aún a costa de su propio interés.

En un experimento realizado por Tania Singer en 2006, cada jugador debía repartir una cantidad entre sus compañeros, pudiendo quedarse él con una parte mayor o decidir que el reparto fuese equitativo, de forma que se establecía una relación entre jugadores justos e injustos. Tras el juego, se sometió a los participantes a pequeñas descargas eléctricas, con cierto grado de dolor, mientras sus cerebros eran estudiados por resonancia magnética: cuando un jugador justo recibía la descarga, los cerebros de los otros jugadores reaccionaban también al dolor de su compañero; cuando la descarga se aplicaba a un jugador injusto, las reacciones de empatía en los demás no sólo eran más débiles, sino que también se activaban las regiones cerebrales asociadas a la recompensa.

En otra versión del experimento realizada en 2010 por Alexander Strobel y Jan Zimmermann, se observó que los procesos cerebrales eran los mismos tanto para participantes del juego como para observadores. Todos ellos experimentaban alegría ante el castigo del injusto.

Así que, en resumen, el cerebro valora positivamente la venganza.

Estudios llevados a cabo con presos políticos de la antigua República Democrática de Alemania  o con víctimas de los Jemeres Rojos concluyeron ambos que los deseos de venganza prolongados en el tiempo aumentan los síntomas asociados al trastorno por estrés postraumático, los cuales sólo remitieron cuando la persona sentía que se había hecho justicia en su caso.

Pero si el cerebro humano premia el castigo, ¿está la humanidad condenada a quedarse ciega y descascarillada a causa del ojo por ojo y el diente por diente? ¿Queda algún lugar para el perdón?

Incluso en los peores escenarios contemplados por el ser humano, se pueden extraer ejemplos de personajes y procesos, como la sublevación pacífica de Gandhi en la India y la “Comisión para la verdad y la reconciliación” en Sudáfrica, que demuestran que siempre hay lugar para la conciliación; es sólo que exige un esfuerzo contra los instintos primarios y muy pocos humanos están capacitados para ello. No tanto por cuestiones individuales como por impregnaciones sociales y culturales.

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Ese esfuerzo es superlativo cuando de circunstancias difíciles se trata. Por ejemplo, se piensa que el maltrato infantil produce alteraciones en la amígdala –que es el centro de las emociones— y otras regiones que anulan la tendencia natural a la empatía. Al mismo tiempo, una infancia pobre y estresante dificulta el control de las emociones negativas en la etapa adulta: para contrarrestar las funciones de la amígdala, el cerebro aumenta su actividad en la corteza prefrontal pero, en el caso de los adultos que han experimentado penurias económicas, injusticias y situaciones familiares problemáticas durante la niñez, la actividad en la corteza prefontal es baja y demasiado débil para enfrentar el dinamismo de los centros emocionales.

Y existe la hipótesis de que la falta de empatía conduce a la agresión. Pero la empatía puede ser aprendida y desarrollada. Y, según parece, la capacidad de perdonar está vinculada a la capacidad de ponerse en el lugar del otro. Según explica el profesor Luis Moya Albiol, de la Universidad de Valencia:

Ello no significa que una persona empática no pueda ser violenta, aunque sí sugiere que cuando alguien es capaz de ponerse en el lugar de los demás le resulta más difícil actuar con violencia; al menos en ese preciso momento.
Tampoco debemos olvidar la importante función que desempeña la experiencia, los aprendizajes y el ambiente en el que vivimos, ya que una educación que fomenta la empatía traza un buen camino para reducir la violencia. De manera simplificada podría decirse que poseemos una predisposición biológica para ser empáticos, violentos o ambas cosas, pero el ambiente en el que vivimos modera su expresión.

Ese ambiente es el que convierte a cualquier persona normal en verdugo. Simplemente hace falta que se le deje claro quiénes son los buenos y quiénes los malos, o quiénes los amigos a los que agradar y quiénes los enemigos a los que ignorar, quiénes los cuidadores a los que conviene no molestar y quiénes las víctimas a través de las cuales se demuestra la fidelidad. Quienes los “justos” y quiénes los “injustos”.

Los estudios sobre la personalidad de los terroristas suicidas concluyen que se trata de un grupo de población perfectamente normal en términos personales, educativos y socioeconómicos, hasta que unas circunstancias violentas, la presión grupal, el aliento del entorno en que es necesaria la integración y el deseo de venganza ante la experiencia de actos injustos les hacen dar el paso.

En los intentos por comprender el Holocausto nazi, todas las aproximaciones a los protagonistas de la aniquilación concluyen lo mismo. Según escribía Raul Hilberg en La destrucción de los judíos europeos:

No eran hombres especialmente elegidos. El perpetrador alemán no era un tipo de alemán diferente […]. Cada profesión, cada especialidad y cada categoría social estaban representadas en ella.

Es lo que expresó Hannah Arendt en su polémico, en su día, Eichmann en Jerusalén, y lo que ha venido demostrando el experimento de Milgram con cualquier grupo de cualquier sociedad de cualquier país.

Los motivos personales, no sólo creencias o venganza, sino también el deseo de poder y de aceptación social;  la existencia de una estructura burocrática que justifica la obediencia ciega –“cumplir órdenes”, “hacer el trabajo”, etcétera—; la presión social; la propaganda; el sueño de una identidad colectiva y un objetivo común; la división en grupos opuestos y la desintegración moral. Todos ellos conforman el perfil que, según Amalio Blanco, catedrático de psicología social de la Universidad Autónoma de Madrid, obstaculiza pasar por encima del acto violento. Y advierte:

…permita el lector un consejo: no diga que nunca lo haría; no se crea moralmente mejor que aquellos que lo hicieron; no piense que está hecho de una pasta que le inmuniza, por arte de magia, contra la presión grupal, la obediencia a la autoridad, el favoritismo endogrupal, la comodidad del anonimato, la manipulación de las emociones exogrupales, la activación automática de guiones de acción que ponen contra las cuerdas a quienes no son de los nuestros, la fuerza arrolladora de los ideales, etcétera.

Blanco menciona a autores como el Nobel de Literatura en 2002 Imre Kertész, o Amin Maaluf, para quienes el gran peligro es el reduccionismo identitario, según el cual el mundo se reduce a un conjunto de etiquetas enfrentadas, ya sea en el ámbito religioso, cultural o político, ignorándose la complejidad que es cada persona: una suma de identidades, a veces incluso enfrentadas dentro de cada sujeto.

Desde el enfrentamiento entre hinchas de equipos deportivos hasta las guerras étnicas y de religión, pasando por las hostilidades entre ideologías políticas, todo ser humano está condicionado. Concluye Blanco su artículo sobre buenos y malos:

Nos guste o no, actuamos con un ojo puesto en lo que los otros piensan y opinan al respecto: la necesidad de respaldo y aprobación social está presente en nuestras acciones y, todavía más, el miedo al rechazo, a la soledad y a la exclusión. La conformidad frente a la presión de la mayoría es un fenómeno que forma parte de nuestra vida cotidiana y, mucho más, de contextos marcados por el afán de unanimidad, por un escaso respeto a la independencia, por verdades con vocación de eternidad, por un liderazgo autoritario, etcétera.

¿Cuántas personas en este mundo entrenarían su empatía antes que dejarse llevar por los cantos de venganza del revolucionario de turno? ¿Cuántas reforzarían sus valores ante la presión del grupo? No se necesitan cantidades concretas para responder: siempre serán menos de las necesarias.

No habrá paz para los malvados.

Y, según parece, todos somos malvados.
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