Revista Infancia

Aquellos maravillosos e interminables veranos de la infancia (I)

Por Juan Carlos Fernández

Amigos nostálgicos, ahora que estamos plenamente sumergidos en el verano (muchos de vosotros disfrutando de unas merecidas vacaciones y otros trabajando), ¿recordáis aquellos maravillosos veranos de nuestra infancia en los años 80 o 90?

Recuerdo con gran añoranza aquellos últimos días de colegio, sobre mediados o finales de junio, cuando ya no teníamos clases por las tardes. Todos estábamos ilusionados porque sabíamos que las vacaciones estaban ya cerca. El ambiente que se respiraba era totalmente distinto, todo parecía ir más lento, el tiempo ya se comenzaba a detener, sabíamos que la meta de las vacaciones era ya inminente y que dentro de poco el aula se quedaría así:

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El último día de clase era, sin duda, el más especial de todo el año. La noche anterior era difícil dormir, al menos a mi me costaba. Me ponía nervioso y no podía dejar de dar vueltas en la cama. Cuando por fin amanecía y llegaba la hora de ir al colegio, los nervios no cesaban. El camino al colegio estaba lleno de interrogantes, planes y esperanzas. ¿Que podría hacer durante los tres meses siguientes?, ¿Se quedarían todo el verano en la ciudad mis amigos o se irían al pueblo?, ¿A qué y con quién podría jugar?, ¿Cuánto tiempo me llevaría hacer todos los deberes que la señorita nos había puesto?

Sólo con llegar al patio del colegio sabías que no era un día como el resto. Todos los niños estaban jugando, la campana de entrada ni siquiera sonaba y las filas que formábamos para entrar a clase eran inexistentes. Poco a poco te ibas encontrando a tus compañeros y amigos y todos te contaban sus planes para el verano. La mayoría se ibas al pueblo o a la playa, pero también quedaban algunos en la ciudad con los que poder jugar. Los cruces de los números de teléfono (por supuesto fijos – aquellas llamadas a los amigos en los 90 merecerían un post específico) eran habituales y las promesas de llamarse durante el verano para quedar también (aunque, a decir verdad, luego casi nunca nos solíamos ver en todo el verano).

Poco a poco se iba entrando al aula, aunque todos lo hacíamos con una sonrisa porque sabíamos que en ese día no se iba a dar clase. De hecho, el último día de clase era el único día del año que se permitía jugar en el aula y llevar algo de comer. Las patatas fritas, los gusanitos y la Coca-Cola no faltaban.

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La sensación de estar en clase comiendo y jugando era única e irrepetible y quizás fuera lo que hacía realmente especial ese último día de clase. Poco a poco se acababa la jornada de cole que, por cierto, siempre solíamos terminar antes de lo habitual. Los últimos minutos la profesora los aprovechaba para reiterar, una vez más, los deberes que teníamos que hacer para el verano y repartir los boletines de notas con los famosos positivos, negativos, NM (Necesita Mejorar) y PA (Progresa Adecuadamente).

Y, por fin, nos dejaban partir libres (unos más que otros, dependiendo de las notas) hacia nuestro interminable verano!

Nostálgicos, ¿Cómo era vuestro último día de clase?, ¿También hacíais fiesta?, ¿Os dejaban jugar en clase? ¡Compartamos experiencias!


Aquellos maravillosos e interminables veranos de la infancia (I)

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