Revista Arte

Arte español desconocido, o diversas maneras además de plasmar las manos en un lienzo.

Por Artepoesia
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Fue un periodo histórico convulso. La historia tiene fronteras históricas de relieve. Pasos entre épocas o entre tiempos diferentes. Esa fue una de ellas. Otras lo fueron la caída de Roma (siglo V); la revolución francesa (siglo XVIII); y la caída de los imperios europeos (siglo XX). Pero, ésa no lo fue menos, representó el paso del medievo a la era moderna. Cuando, además, el Renacimiento impulsara un nuevo espíritu en el mundo, algo ésto ya como jamás antes habría llegado a suceder, y algo como, probablemente, nunca jamás se vuelva a repetir, todo cambiaría. En Europa y en el mundo. A la caída de Constantinopla en 1453, a manos de un nuevo poder turco en Oriente, se unió el descubrimiento de nuevas rutas marítimas y de todo el continente americano. A la revolucionaria imprenta -lo más significativo hasta el advenimiento de internet siglos después-, se unió el fortalecimiento de los estados y el de un ordenamiento jurídico más centralizado y, por lo tanto, mucho más justo frente al paternal feudalismo medieval de antes. 
De pronto las cosas  cambiaron. Ya no se volvería a vivir mirando hacia el interior, hacia los templos alargados y dirigidos ya sus campanarios hacia un cielo misterioso. El gótico habría acabado para siempre. Ahora las fronteras se habían ensanchado, los arcos se habían ensanchado, las torres se habían ensanchado, los palacios se habían ensanchado, y el mundo se había ensanchado. Cuando en 1881 el pintor malagueño José Moreno Carbonero (1860-1942) presentara su obra El príncipe Don Carlos de Viana, la crítica se sorprendería de una creación histórica tan poco habitual para entonces. Las creaciones históricas siempre comprendían varios personajes retratados, un conjunto muy habitual de figuras históricas que representaban así un acontecimiento importante, o una gesta heroica emotiva. Pero, aquí, en este impresionante lienzo de la escuela española del siglo XIX, Moreno Carbonero fijará, tan solo, la única figura ahora del único personaje histórico que justificará su vida, y la propia obra, así como a su perro.
El reino de Aragón en la España medieval había conquistado medio mundo mediterráneo conocido. Sus reyes habían luchado hacia el este de sus fronteras, dejando el occidente a su vecina corte de Castilla. Así, llegó a ser dueña del sur de Italia, de Cerdeña, de Córcega, de Sicilia, de parte de Grecia y Levante y de algunas zonas aledañas al mar Negro, entre otras. Pero, al comienzo del siglo XV, su dinastía aragonesa de siglos quedaría ya extinta de herederos directos. El medievo, además, no eran ya tiempos de paños calientes, de formas tranquilas de heredar o de gobernar, o de administrar la sociedad para el mejoramiento de todos. Así que, cuando el rey aragonés Martín I (1356-1410) falleciera sin descendencia, los poderes feudales del momento, muy arraigados y poderosos en Aragón -mucho más que en Castilla- tuvieron que sentarse a decidir quién sería el nuevo rey que ellos -los de siempre, condes y obispos- dejarían reinar. En la pequeña población aragonesa de Caspe, se decidió que lo fuera el infante Fernando de Castilla, por ser éste hijo además de la hija de uno de los grandes reyes de Aragón -algo que ayudaría años más tarde a la unión de ambos reinos peninsulares en España-. 
Fernando I de Aragón (1380-1416) tuvo dos hijos varones, Alfonso y Juan; el primero acabaría siendo el rey Alfonso V de Aragón; el segundo se casaría con una infanta del reino entonces de Navarra, Blanca, de la cual tuvo un hijo, Carlos. Blanca heredaría el trono navarro, y así Juan terminaría siendo el rey de Navarra. Pero Juan -el futuro rey aragonés Juan II- no quiso dejar su reino navarro a nadie, y desheredaría entonces -en 1451- a su propio hijo Carlos, lo cual crearía además una rebelión en los nobles de Cataluña, muy afín sus intereses feudales con los del desheredado. Este marcharía abatido a Nápoles, con su tío Alfonso V -por entonces la corte aragonesa tendría su sede aquí-, y allí, abandonado, triste y solitario, se dejaría ahora el joven Carlos de Viana llevar por los recuerdos y los libros de caballeros, conquistas y sueños. De este modo, en su estancia medieval, con su sillar gótico propio de los tiempos de su abuelo, rodeado de los libros que acompañaran su silencio, es como el pintor Carbonero pintará la escena histórica. Un hecho artístico no realizado hasta entonces, un alarde de creatividad que llevará a destacar así la despiadada soledad del heredero. Pero, no sólo esa soledad, también el final ya de una época, el de un tiempo que, poco a poco, terminaría por sucumbir frente al poderoso impulso del Renacimiento y del nuevo Estado político, éste más centralizado y regulado, y que desmantelaría para siempre el anacrónico e injusto poder feudal de los señores.
Pintores españoles desconocidos en la historia hay muchos, demasiados; otros, menos desconocidos, algo más conocidos quizás por algunos, aunque no lo suficiente, pero, siempre necesitados de divulgar. Aquí selecciono cinco pintores españoles de tantos. Todos, ahora, con las manos de sus figuras representadas en estas obras de un modo manifiesto. Manos entregadas, como la de la Piedad del gran pintor manierista Luis de Morales (1509-1586); manos separadas, como la de Carlos de Viana de Moreno Carbonero; mano solitaria, como la de la Magdalena penitente de Juan Carreño de Miranda (1614-1685); manos entrecruzadas, como la del extraordinario pintor Vicente Palmaroli (1834-1896); manos ocupadas, como las de las figuras del sorprendente y elaborado lienzo -decimonónico final de la escuela española- compuesto ya por Luis Jiménez Aranda (1845-1928)
Destacar en todos ellos, en estas sus obras aquí seleccionadas, el maravilloso color, el realismo tan conseguido con sus trazos, la emoción que todos ellos son capaces ya de transmitir a quien los vea. Desde una novedosa obra para entonces, Modelo en el estudio del pintor, 1881, donde Palmaroli consigue reflejar aquí la admiración por el arte oriental -próximo y extremo oriental- y por los recursos diferentes frente al mundo clásico pictórico, éste más habitual por entonces; con los originales estampados dibujados ya en la pared del fondo; con la concentración conseguida en la modelo, una mirada que, ahora, fijará ya en los grabados desde los cuales el creador plasmará su obra dentro de su obra. Hasta la maravillosa composición del renacentista Luis de Morales, un pintor manierista español tan solo superado en el siglo XVI por el Greco. ¿Existe una mejor representación de una Piedad en un lienzo? 
Con la Magdalena penitente, Juan Carreño consigue aquí infinitud y cercanía, mundo celestial y mundo terrenal, ambas cosas ya sintetizadas en este curioso sagrado personaje. Por último, el sorprendente cuadro de Luis Jiménez Aranda, En el estudio del pintor, de 1882. Todo estará aquí. El Arte representando al Arte, pero, también, el mundo que habría cambiado por completo. En el decorado ilustrado de un pintor del dieciocho -siglo de la revolución y del avance-, el artista representado en el lienzo tratará de inspirarse frente a una modelo diferente. Ella está tumbada, desenfadada e inquieta, con su figura escorzada además, que la hará aún más curiosa y sorprendente. La dejarán tocar su pandereta, la dejarán vivir a su manera, y el pintor será ya el mago artista que reflejará así los cambios de la vida.
(Óleo El príncipe Carlos de Viana, 1881, del pintor José Moreno Carbonero, Museo del Prado, Madrid; Óleo Modelo en el estudio del pintor, 1880, de Vicente Palmaroli, Museo del Prado; Óleo Magdalena penitente, 1654, Juan Carreño de Miranda, Museo de Bellas Artes de San Fernando, Madrid; Óleo En el estudio del pintor, 1882, de Luis Jiménez Aranda, Museo del Prado; Óleo La Piedad, Luis de Morales, 1560, Museo de Bellas Artes de San Fernando, Madrid.)

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