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Autocastraciones en el ara de Cibeles

Publicado el 10 abril 2014 por Francisco Francisco Acedo Fdez Pereira @Francisacedo
No sé si este blog tendrá ya seguidores, si alguien entrará en él además de aquéllos que desean curiosear en mi mi vida o los ordenadores que dejan -con bastante frecuencia, por cierto- mensajes de spam en los comentarios. Por un acto voluntario le cambié el nombre y por un acto voluntario volvió al original, borré todos los contenidos de años anteriores, ésos que habían hecho que una bitácora sin mayores pretensiones alcanzara más de cien mil visitas. Ése fue también un acto voluntario, puesto que nadie me obligó a ello, quise hacerlo como una prueba y más bien se entendió como una victoria sobre mí. Como muchas veces en esta vida uno realiza demasiadas tonterías que los demás no alcanzan a comprender en su justa medida y que a nosotros con el paso del tiempo nos duelen, aunque en aquéllos momentos, no sólo los posts habríamos mandado al garete, sino las venas de las muñecas como en la canción de De Andrè nos hubiéramos cortado. Nada de todo el material anterior conservo, excepto contadas cosas. Si el destino quiso que se fueran, bien se han ido y por algo será. En algo más de tres años no he escrito prácticamente nada, pero ni en estas Ideas Peregrinas ni fuera de ellas, en una especie de ejercicio de autocastración que no acabo de comprender en su totalidad. Desde hace unos meses las cosas han ido cambiando, por fortuna, y no sólo la vorágine laboral en la que me encuentro me absorbe, sino que escribir se ha vuelto en convertir en un hábito para mí. Me retiré de los medios de comunicación porque necesitaba un descanso, y, de la misma forma que me fui, poco a poco y sin dar cuatro cuartos al pregonero he vuelto. Ello me ha enfrentado al encuentro creativo ante la página en blanco, de ahí a volver a retomar proyectos todo es uno, o a empezar otros nuevos de la mano de colegas que me han arrastrado hacia unos laberintos en los que no pensaba que iba a volver a entrar, pero en los que me siento como pez en el agua. Si a ello le unimos que me han pedido algún texto que otro, alguna intervención pública que otra, algún verso que otro (qué peligroso ha sido esto), tendremos el resultado de que he vuelto a escribir por los codos.Y si escribo nuevamente por los codos, ¿por qué siguen abandonadas estas Ideas Peregrinas? Como dije por una absurdo holocausto, por un sacrificio en un altar al que no estoy demasiado seguro de haber tenido que acercarme, parece que, como los sacerdotes de Cibeles, hubiese tenido que sufrir una castración voluntaria para poder ofrecer sacrificios ante su ara. Ellos llevaban la cara al descubierto, yo la he llevado tapada y sólo quien recibía las libaciones de tales ritos era consciente del dolor que me causaba el no escribir, pero me acecha nuevamente la duda de saber si hay hierofantes que disfrutan silenciando, anulando y torturando o es que ocupan demasiado espacio del centro del universo para tener en cuenta a los pobres mortales que lo rodean. Gracias a los hados que salí de esas espirales y los meandros vitales me han devuelto a mi cauce y a mis circunstancias. Ahora, con nuevas fuerzas acumuladas, lucho por mí y mi futuro (esto puede parecer poco caritativo, pero si uno no se quiere a sí mismo no puede querer a los demás) y dedicarme a aquellos menesteres que me son propios, como he hecho siempre, con la cara al descubierto y la cabeza bien alta, sin esconderme (¡qué alivio, gracias a Dios!), ni ocultar verdades y siendo el dueño de mi circunstancia vital. A partir de ahora, las explicaciones al Padre Eterno y a mi director espiritual.Busco asentarme, lo confieso, estoy cansado de no parar, de estar constantemente en un ir y venir que ya me hastía en exceso. Necesito raíces y bien sé yo dónde están las mías... Tras esta horrible crisis se abren perspectivas de trabajo, en la que algunos buenos amigos han tenido mucho que ver, no porque me hayan enchufado (que hay mucho malpensado por ahí y todo hay que decirlo), sino porque me han empujado a salir del hoyo en el que estaba y del que creía no podría escapar nunca. Falso, todo falso. Los menajes negativos que me lanzaban, las bilis que me han vomitado, el hacerme sentir un guiñapo, no hacían sino acrecentar el círculo vicioso en el que me encontraba. Prefiero los actuales laberintos en los que dije encontrarme, porque del laberinto se pasa al treinta y de puente a puente yo sigo mi corriente, o la corriente que el destino me depara. Bien sé yo que no pueden hacerse planes desde que la Parca me miró de cara y me di cuenta de lo pasajero que es todo esto.El absurdo sacerdocio de Cibeles terminó, esa diosa frigia que ignoro por qué la puso Carlos III entre Alcalá y Recoletos, esa deidad que se identifica con la Ceres romana y la Deméter griega y que es indisoluble a su hija, las equivalentes Proserpina y Perséfone, ésas a las que nuestros antepasados lusitanos tuvieron que asimilar, por fuerza del invasor romano a su mayor divinidad, la Señora Diosa Santa Adaegina, a la que dediqué mi libro más querido. No sé si será verdad que los padres quieren igual a todos sus hijos (cosa que yo siempre he puesto en duda) pero sí sé que quienes escribimos no queremos igual a todos nuestras obras y ésa es mi preferida, tan hispana, tan mistérica, tan telúrica... Adaegina, la renacida, la que, según las creencias célticas descendía en invierno al inframundo (no confundir con el infierno, porque las cosmovisiones son en exceso diferentes, aunque el espacio físico sea el mismo, pero más de dos milenios hacen muchos estragos) para resucitar con el equinoccio de primavera y devolver la vida a la tierra, trayéndola desde las entrañas de la misma. Por este motivo se produjo la asimilatio entre ella y Proserpina, que se acabaron fundiendo, como Proserpina estaba fundida a su madre, Ceres, que aún preside y domina el Teatro Romano de Mérida y, según la creencia popular, protege la ciudad que me vio nacer, a la que cada día me vinculo más, aunque esa escultura, tan traída y llevada física y académicamente, ha acabado siendo identificada con el Numen Tutelar de la Colonia y no con la prolífica deidad. En cualquier caso y sea como fuere, no me consta que esta Ceres-Deméter (diosa madre, no que ir a Salamanca para buscar esta facilísima etimología, no ya griega, sino directamente indoeuropea) pidiera autocastraciones a sus sacerdotes, antes al contrario, como sí lo hacía la frigia Cibeles en ellas (¿o debo decir ella? Siempre me asalta la duda cuando abordo el panteón grecorromano) asimilada. Tal vez, y como exorcismo de mis propios fantasmas (a los que tan aficionado soy y este blog como mucho de lo por mí escrito no es más que una autoterapia) me acerqué hace unos días a esas Tierras de Adaegina, a esos lugares sagrados desde la noche de los tiempos, que los cristianos despaganizamos consagrándolos a algunos de nuestros mayores mártires y santos, entre ellos a nuestra Mártir por antonomasia, como un día Adaegina fue simplemente “la Diosa”. No es necesario decir que ni hice abluciones, ni ritos de primavera, ni realicé el mayor de los misterios eléusicos, el corté la hoja. Me temo que soy demasiado católico para eso y que ciertas cosas pesan bastante sobre mí, pero sí estuve en contacto con la naturaleza, templo hecho por la mano del Creador y que no puede compararse a ninguno construido por las humanas. Y allí, pisando tierra sagrada, siendo consciente de cuanto esos collados han visto (aunque en muchos casos sea dificil de imaginar) me volví a encontrar con el que siempre he sido, que estaba donde nunca se fue: buscando restos de esa villa romana que tanto me obsesiona hace años, (re)descubriendo petroglifos, emocionándome mientras tocaba sepulcros antropomórficos y mesas de libación, ensimismándome ante los grabados milenarios e intentando descifrar qué quieren decirnos (muchos lo hemos intentado a lo largo de los últimos años, incluso nos hemos enfrentado dialécticamente en medios académicos), pero jamás sabremos a ciencia cierta qué es lo que quieren decir. Aunque estoy convencido de que transmiten a quien se enfrenta a ellos aquello que llevamos dentro desde el comienzo de los tiempos y que cada cual lee e interpreta a su manera. Donde yo veo un ciervo, otro puede ver un árbol, donde yo veo un rostro, otro verá, quizá una luna. Lo importante es que el mensaje se transmite y cientos de generaciones después sabemos que quien aquello grabó lo hizo para perpetuarse y perpetuar un mensaje que nos ha donado, junto con su experiencia, a través del adn. Allí me siento, como los adoradores de Adaegina y sus predecesores -que no sabemos muy bien a quién adoraban, quizá a otra diosa-madre, quizá al cráneo, quizá al fuego, quizá al sol- renacido, dispuesto a enfrentarme a nuevos retos, y esta vez no miro atrás, sigo adelante con las alforjas llenas, que mi trabajo me ha costado llenarlas, pero mirando únicamente aquello que merece la pena. El resto, no me quedan más arrestos que llevármelo conmigo, porque es mi vida, pero yo, como el marinero del romance, sólo digo mi canción a quien conmigo va, y ni eso, me atrevo a decir, porque bastantes años de mi vida he perdido entre unas y otras cosas que no me han llevado a mucho. Aprovecho mis conocimientos, que para eso los tengo, y encripto mensajes, así cada uno, como yo ante los petroglifos, puede interpretar estas palabras y las que seguirán, que espero sean más, como mejor les dé Dios a entender.Es curioso, porque por mucho que Cibeles exigiera la autocastración a sus sacerdotes, la fuente madrileña, tan dieciochesca, tan Ventura Rodríguez ella, tan ilustrada o iluminada, tan misteriosa en su doble acepción y no voy a entrar en contar su mito, me dio uno de los primeros atisbos de mi vida de lo que era la libertad. Mamá estaba en Madrid (una de las ciudades de mi vida, a la que vuelvo a ir con bastante frecuencia y con cierta alegría, por cierto) en una semana de la moda o algo así y Papá y yo fuimos a buscarla. No sé la fecha y no me apetece buscarla en internet, porque no sería demasiado difícil, yo tendría unos quince años y según nos acercábamos desde Cáceres en aquella interminable carretera anterior a la construcción de la autovía de Extremadura, escuchábamos sin parar la radio (una de las herencias que Papá me ha dejado) y en una de las emisoras -a Papá le gustaba cambiar de dial, leer distintos periódicos, devorar revistas de actualidad- dijeron que Ouka Leele estaba realizando una sesión fotográfica en Cibeles. A mí me dio un vuelco el corazón, aunque adolescente de provincias, ya me encargaba yo a través de revistas underground, fanzines, plaquettes y algunos maravillosos programas de la segunda cadena, seguir la actualidad cultural madrileña, que para mí, por entonces, era el summum, por la continuidad con la que iba a Madrid y porque todavía no había descubierto Barcelona, que tenía todo lo bueno de Madrid y más, porque salías de ella y te encontrabas con el Mediterráneo. Creo recordar que el día de la sesión fotográfica de Ouka Leele coincidía con la cercanía de algún referéndum (maldita deformación profesional de historiador y memoria de elefante que bien pudo natura a otro conceder), pero sigo resistiéndome a mirar las fechas. Recuerdo que hacía ya calor, sería final de la primavera, pero lo importante es que Papá dio una vuelta tremenda (no teníamos que pasar por Cibeles para nada) únicamente para que yo viera aquello. Mi recuerdo es el de una glorieta cerrada al tráfico, llena de modelos vestidos de clásico, un montón de utensilios fotográficos y allí, a lo lejos, Ouka Leele, una de las musas imprescindibles de mi adolescencia, haciendo fotografías. Esa sensación de libertad que respiré no volví a tenerla hasta que no puse mis pies en las tierras británicas. Cómo han cambiado las cosas. ¿Quién podría imaginarse hoy una arteria principal de Madrid cerrada al tráfico sólo para hacer unas fotos? Hoy en día las noticias del tráfico las protagoniza una prima hermana de Ouka Leele (qué genética tan extraña tienen los Gil de Biedma) y se planten incluso llevarse las manifestaciones del centro de Madrid a las afueras a una especie de manifestódromo. Esto es el siglo XXI, ésta es la libertad del sistema, que es, no sólo castrador, sino narcotizante. Yo ya he cumplido con el romper el hielo de abrir por enésima vez este invento. No sé cuánto tiempo le dedicaré, no sé si volveré a escribir en él, no sé ni lo que voy a hacer mañana (miento en esto porque lo sé perfectamente, trabajar como un burro y hacerme unos cientos de quilómetros), lo que sé es que no quiero ser sacerdote de Cibeles, pero sí revivirla como un día de primavera, allá en los años ochenta, la revivió ante mis ojos (y quiero pensar que sólo para mí) Ouka Leele anticipándome el gozo que años más tarde me daría su asimilada Adaegina. Autocastraciones en el ara de Cibeles

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