Revista Cultura y Ocio

Ayer fui al hospital y vi a Coronavirus

Por Igork
No lo puede eludir. Una familiar muy mayor se había caído en casa y se había abierto la cabeza. Uasaps, llamadas, mensajes. Tuve que ir hacia aquel hospital con muchas prisas, un hospital de tamaño medio de Barcelona, cruzando en coche una ciudad fantasmagórica. Así, cerca de las ocho de la tarde subí la rampa del aparcamiento del hospital y aparqué justo delante de la puerta en el momento en que el crepúsculo expira. Apareció un guardia de seguridad. Caballero, sabía usted que... Le expliqué que nos había llamado una doctora pidiendo que nos la lleváramos en menos de dos horas. Que era muy peligroso que se quedara ingresada a pesar de la caída y la brecha en la cabeza. Riesgo de infección de coronavirus. Los hospitales son zona de riesgo máximo. El vigilante me dijo que dejara el coche ahí, que ningún problema. Era el único coche del aparcamiento. Un aparcamiento de hospital vacío. 
Subí las escaleras hasta la sala de espera de urgencias, un gran espacio acristalado con vistas al aparcamiento, iluminado por luces blancas que se derramaban en el exterior del edificio. Una enorme sala vacía excepto por dos hermanos, una mujer y un hombre de mediana edad que querían, como fuera, llevarse a su padre de ahí una vez le hubieran sacado líquido del pulmón. Luego me contaron que primero querían ingresar a su padre en el Hospital de Terrassa, pero recibieron el aviso de que no, que Terrassa estaba fuera de control. ¿Será cierto?
Hablé con el recepcionista. Al acercarme se ajustó la mascarilla. Me dejaron pasar. Se abrieron las compuertas y entré. Me encontré en un pasillo rodeado de personal sanitario con guantes, gruesas batas higiénicas, gafas protectoras y mascarillas. Gladiadores en los sótanos del Coliseo preparados para ser invocados en la arena. Se acercó una joven doctora. Tomé consciencia de ser el único sin máscara. Error mío. Observé aquella mujer. Estaba nerviosa, hablaba demasiado rápido. Estaba usando sus reservas de energía. Observé las enfermeras y enfermeros. Estaban más asustados que yo. La tensión era muy perceptible. Eran una pequeña patrulla a la espera de algo. Luego me enteré de que casi todos estaban doblando turno porque otros compañeros habían dado positivo en coronavirus. Bajas que el sistema no puede substituir.
Entré en un box a oscuras excepto la cama donde estaba la anciana que iba a llevarme. La inercia de tantos años, me incliné para besarla. La enfermera que nos acompañaba gritó y me aparté. Había que protegerla. Entraron, salieron. Volvieron a entrar y salir. La señora se encontraba bien. Decidieron traerle la cena a pesar de que no tenía hambre. Miré a mi alrededor. Todas las camas del box estaban vacías, las luces apagadas. Y justo cuando la plantaron la safata con la cena se encendió la alarma. El nerviosismo se disparó. Decidieron cambiarla de sitio. A mí me hicieron salir con prisas. Mientras volvía a la sala de espera me fijé mejor en las protecciones del personal. Ni mucho menos tan buenas como los vídeos que he visto de hospitales de Wuhan. Ni mucho menos. Solo una barrera, no como la triple protección que usan en China. Antes de salir la doctora me dio el papel de la alta hospitalaria. Paracetamol de 1gr. No sabía que existía eso. Le pregunté cómo se encontraba. Muy cansada, dijo.
Salí al aparcamiento vacío. Observé la soledad de mi coche y pensé en la suerte de tener uno. Me encendí un cigarro. Miré hacia el cielo, ya oscuro. Me percaté del silencio que rodeaba al hospital, el silencio de estado de guerra de las calles. Me imaginé la situación en otros hospitales. Los medios, el personal, todo lo que había leído y escuchado. En aquel momento tuve la certeza de que la crisi del coronavirus está fuera de control. Absolutamente. Esto nos ha cogido a todos mirando hacia otro lado.
El miedo, la tensión, son como un gas, un olor que se estanca en un lugar y sin ruido todo lo impregna. Apareció un conductor de ambulancia. Habló con el de seguridad. Vienen dos positivos, oí que le decía. 
Retrocedí unos quince metros. Apareció una ambulancia en la rampa. Aparcó. Se bajó un sanitario cuyo rostro estaba protegido como el de un portero de hockey hielo. Una máscara gigante de plástico duro sobre otras máscaras y gafas. Este sí iban bien abrigado. Tras él bajaron dos hombres. Los dos positivos escoltados por una especie de policía del espacio. Me llamó la atención de que tuvieran, más o menos, mi edad. Uno de ellos tosía como no he oído toser a nadie en mi vida. Entraron al hospital por su propio pie, vestidos de calle. Con una mascarilla tapándoles boca y nariz. En aquel momento me parecieron dos condenados peligrosísimos. Unos tipos que te pueden fulminar en un santiamén. Dos hombres como yo. Porque eso es lo que son. Con sus vidas, sus manías y sus esperanzas. Se abrieron las compuertas. El equipo de sanitarios los estaba esperando. Por eso nos habían movido. Por eso habían tantas camas vacías, por lo que les iba a caer encima. El equipo sanitario mal equipado y cansado que iba a intentar amortiguar el impacto. Solo eso. La última línea de defensa, la única línea de defensa para aquellos dos tipos con mala suerte y los que los seguirán. Antes de marcharme, cuando me dejaron entrar para recoger a la familiar, les deseé mucha suerte. La ambulancia que había trasladado a los positivos estaba ahí, con las puertas abiertas para facilitar la ventilación. ¿La iban a desinfectar? Ayudé a subir al coche a la anciana. Antes de marcharme de ahí eché un último vistazo a las valientes y los valientes. A los que, agotados y mal pertrechados, cumplen con su deber a riesgo de sus propias vidas.

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