Revista Cine

‘ayer no termina nunca’: cemento, rabia y langostinos

Publicado el 24 abril 2013 por Cintasperdidas @cintasperdidas

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Han pasado casi cuatro años desde aquella sensitiva Mapa de los sonidos de Tokio que levantó polvo por lo explícito y por lo caricaturesco de la cultura japonesa, a la que, según dijo Coixet, se sentía tan cercana. Ahora, Ayer no termina nunca promete polémica también, porque es una crítica voraz a la situación de una España caótica, llena de basura y sin nadie que la limpie porque ya nadie queda. Y es una epifanía, porque aunque los elementos futuristas brillan por su ausencia, todo ocurre en el año 2017.

Javier Cámara (La vida secreta de las palabras) y Candela Peña (Una pistola en cada mano) se reencuentran después de cinco años sin verse, después de romper como pareja, después de no saber nada el uno del otro en todo ese tiempo. Un hecho que les traumatizó para siempre fue lo que les separó y lo que ahora les vuelve a reunir. El reencuentro se produce entre bloques de hormigón del cementerio de Igualada (Barcelona), con frialdad, eco y desnudez. Y así es como se muestran ellos hasta que la lluvia empieza a calar los poros del cemento y gotean las angustias, los reproches, los amores, las verdades.

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Coixet apuesta por una escenificación arriesgada en un contexto desolador de esta adaptación de la obra teatral Gif, de la autora Lot Vekermans. El mismo chocolate y el mismo agua que en la original, sólo que el trasfondo elegido por la catalana es una voraz y poco sutil bofetada a los recortes y situaciones de pobreza provocados por la hambrienta crisis económica. Esa actualidad dotaría a la obra de pasión, si no fuera porque mezclar economía con amor nunca fue una buena idea. Las relaciones sentimentales son la principal excusa para contar esta historia, que se escuda en continuas escenas monocromáticas -monotemáticas- de cada personaje pensando en voz alta, junto a una silla, contando su monólogo interior en un descampado con vestigios de alguna civilización perdida.

No cabe duda de la valentía de Coixet (nunca se ha dudado de ella) al convertir teatro en cine teatralizado, adjuntando esos flashes que sólo permite la gran pantalla. Sin embargo, lo que sería de admirar se transforma más bien en algo que mirar con lástima, porque queda despedazado en un híbrido, con lo mejor del teatro y las licencias del cine, que se pierde en el cemento. Sólo queda el bloque, frío, inerte. Porque unos langostinos nunca deben tener tanto protagonismo.


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