Revista Cultura y Ocio

Balandro de diez cañones

Publicado el 07 febrero 2017 por Javier Ruiz Fernández @jaruiz_

Balandro de diez cañones es el cuarto relato de mis 52 retos de escritura para 2017.

Se imaginó acariciando la arena de las playas de Port Royal. Allí donde las palmeras sujetaban, días atrás, el trinquete, el mayor, el mesana y el bauprés para facilitar el carenado de su embarcación. Tras el terremoto y el incendio de 1704, el gobernador se había largado a la ciudad de Spanish Town, y el comercio se trasladó a Kingston, pero él seguía siendo leal al primer puerto que conoció en el Nuevo Mundo. Mientras la Corona británica estuvo de su lado todo fue bien, pero la Compañía de las Indias, e incluso el rey, resultaban figuras difíciles de respetar desde el Caribe y, antes o después, Londres debía advertirlo.

Bajo el mando de Charles Vane, Jack Jones había prosperado, fornicado con todas las putas de Bahamas a Tortuga, y guardado lo suficiente como para adquirir un balandro de diez cañones, muy similar al comandado por Barbanegra hasta su captura y fin. Había hecho enemigos, ¿y quién no? El capitán del Bloody Boon pensaba en todo ello mientras sorbía una jarra de grog en el Sangre y Salitre, la taberna más antigua de Nassau. Aquella era la noche del fin del mundo en la Sodoma del mil setecientos, la noche del hostis humani generis; la noche en la que las noticias llegaron a la isla de Nueva Providencia, y, de allí, hasta la pequeña ciudad pirata que componía su centro neurálgico.

Alguien tomó asiento frente a él. Era una mujer, pero no cualquier mujer. Anne Bonny arrojó su sombrero de fieltro contra la mesa y dejó un papel apergaminado frente a él: una letra de cambio.

Balandro de diez cañones

—Ha llegado la hora —dijo entre dientes. —Pero tendrán que ser quinientas de a ocho.

Jack negó con la cabeza, y dio un trago a su copa. Bonny, quien no era precisamente conocida por su falta de temperamento, palmeó la mesa con ambas manos y se incorporó, maldiciendo entre dientes. La oferta era buena, pero Jack sabía hasta dónde podían tensar la cuerda con Calicó y Anne.

—Setecientas cincuenta piezas. Cien por adelantado —dijo.

Anne siseó algo ininteligible, y asintió. La taberna había quedado en silencio a su entrada, y Goodman, uno de los oficiales del Ranger, parecía visiblemente molesto tras el acuerdo; era mucho menos de lo que ella y Calicó estaban dispuestos a ofrecer al capitán Jones, pero ¿quién sabía eso excepto ellos? Tampoco se trataba exactamente del pago por el arrendamiento del balandro de Jones y su tripulación, compuesta por treinta y seis hombres, sino por la posibilidad de llegar a repartir a partes iguales el tesoro de Nuestra Señora de Atocha.

El mero pensamiento hizo que las cosas se tensasen, inmediatamente después de que la pirata desapareciese por las puertas de la bodega. Dos hombres de la antigua tripulación de Vane adelantaron sus pasos desde una de las esquinas hasta Goodman, chismorrearon unos minutos y cargaron contra la mesa de Jack.

—¿Qué tienes tú de valor si te colgamos de un mástil para que coman las gaviotas y nos quedamos con tu barco? —interrogó uno de los compañeros de Goodman, un tipo bajito y flaco con una gran cicatriz donde un día estuvo su ojo derecho.

—Sigue hablando así, y lo descubrirás cuando te arranque el ojo que te queda y me lo coma, sabandija —escupió Jones. —¡FUERA de mi vista, perros de mar!

Alrededor, los parroquianos se hicieron a un lado, comprendiendo, de inmediato, que esa no era su lucha. Goodman desenvainó un sable, pero el cuchillo corto del capitán llegó primero y consiguió clavar la mano de su agresor en la mesa de madera que había frente a ellos. Un alarido de dolor acompañó al golpe de jarra que asestó, de improviso, a uno de sus compañeros; este cayó al suelo con una ceja abierta de par en par. El tercero abrió fuego con su pistola, y alcanzó en un hombro a Jack, quien contuvo un chillido sordo y desenvainó su alfanje español para acometer un tajo certero en el cuello del tirador: cayó herido de muerte en el acto. En ese instante, se incorporó del suelo el primer atacante, y recibió un balazo de Bonny por la espalda, que había dado media vuelta al percibir el alboroto.

—¡Zorra engreída! —clamó Goodman, alcanzando un puñal que había en su pechera y embistiendo contra la irlandesa.

La pirata pateó un taburete que alcanzó la entrepierna del agresor, pero no consiguió detener su acometida; seguidamente, esquivó un par de estocadas, si bien no pudo evitar un profundo tajo en el cuello. Cuando Goodman volvió a abalanzarse contra Bonny, esta esquivó la estocada al estómago, y pateó con fuerza la entrepierna del pirata. A toda velocidad, se escabulló hacia uno de los lados, y atizó un golpe seco con la suela de la bota contra la rodilla de su asaltante, quien se derrumbó contra el suelo gritando de dolor. Una docena de cuchilladas en el pecho terminaron con su sufrimiento, pero la sangrienta Boon, siguió, y siguió…

***

Cayó el telón de la noche, y se abrió de nuevo, en rojo ardiente, para dar la bienvenida al día. Todos los asistentes pudieron ver los sonidos del mar, mientras el Bloody Boon y el Ranger, ya comandado por Jack Rackham, terminaban de cargar provisiones. El chirriar de las cuerdas de cáñamo y las cajas que se perdían al cruzar la silueta del navío, precedían la partida.

El capitán Jones miró hacia Calicó, que daba órdenes al contramaestre; al percibirlo, Anne le saludó a lo lejos, y Jack le devolvió una extraña mueca, producto del nerviosismo que esa mujer le producía. ¿Cómo explicar aquella atracción que había sentido siempre por ella? Y Calicó Jack lo sabía: su homónimo era un cabrón retorcido; por eso había por eso había mandado a Anne a entrevistarse con él… Hundido en el interior de ese ensimismamiento, Jones no advirtió cómo el cocinero chocaba contra él, derramando uno de los barriles de agua que cargaba con el Flaco Smith.

—¡Mis disculpas, capitán! —exclamó con toda la sinceridad de la que fue capaz de proveerse el cocinero. Jones gruñó, maldijo, y lo dejó pasar.

Balandro de diez cañones

Finalmente, el Bloody Boon y el Ranger estaban listos para zarpar. Por alguna razón, Jack Jones echó una mano al bolsillo donde había guardado hasta entonces la letra de cambio y recordó unas palabras que había oído en Nassau durante su primera estancia: «Es curioso. Aquellos que más han hecho por provocar un motín, son siempre los más sorprendidos cuando este estalla». Empezaron a desanudar los cabos, y, en un instante, cayeron en la costa junto a sus hombres de confianza: William Abbot, John Abrahamson y Kipp “Bones” Cooper.

Jones suspiró, y encajó varios disparos de tres pistolas de chispa por la espalda. Calicó rio, y salió de escena, perdido en la sección del balandro que su antiguo capitán alcanzaba a ver desde el suelo. Anne se inclinó junto a él y le susurró algo al oído; después lo besó profundamente y lo miró con cierta tristeza en los ojos antes de dispararle un tiro en la sien. El capitán dejó caer la mano contra la tarima, y quedó inerte, mientras la sangrienta Bonny, Calicó Jack y el resto de la tripulación a la que habían convencido en el segundo acto partían hacia una nueva aventura.

Todavía se podían escuchar los sonidos del mar y una famosa canción dedicada al capitán Kidd cuando Jack Jones, Rackham y Bonny salieron junto al resto de los actores y figurantes a saludar al público del auditorio. El telón rojo subió y bajó varias veces, y los asistentes se deshicieron en aplausos en la vigésimo quinta representación de La muerte del capitán Jones.


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