Revista Opinión

Benzetacil: La prueba de que no a todo el mundo le funciona lo mismo

Publicado el 07 septiembre 2019 por Carlosgu82

Una tarde cualquiera en Cali cometí uno de los peores errores de mi vida. Todavía lo recuerdo y me entra el mismo escalofrío y angustia que viví en ese momento.
Creo que teníamos una o dos semanas de haber llegado a instalarnos en la ciudad de la Salsa o como le dicen por ahí: la Sultana del Valle.
Era lógico que el cambio de clima nos afectara, antes de llegar a Cali vivimos en Bogotá tres meses. Antes de eso en Caracas (por toda una vida). Sin embargo, de la primera a la segunda ciudad no hubo mayor trauma.
Desde que tengo uso de razón mi punto débil han sido las amígdalas, año a año (por lo general en vacaciones cuando iba de Caracas a Maracaibo) era muy común pasar una semana en cama, gracias a la fiebre y el malestar que producen esas bolitas situadas en la garganta que cuando se llenan de pus “madre mía”, como diría mi tía Débora.
La enfermedad siempre cursaba de la misma manera: comenzaba la molestia en la garganta, se me quitaba el hambre (síntoma que manifiesta que ya estoy grave, porque me encanta comer) y llegaba la fiebre y con ella el decaimiento extremo. Siguiente paso tomar Ilosone (Eritromincina) o Keforal (Cefalexina), dos antibióticos en suspensión (por ser pediátricos) que por lo general tenían sabor a naranja artificial (el cual años después aún no tolero).
No sé si no me daban la dosis a la hora, me saltaba las tomas o simplemente las bacterias que atacaban a mis amígdalas habían creado resistencia (hoy estoy convencida de eso, después de haber hecho muchas campañas en contra de la automedicación y de la resistencia bacteriana), pero ninguna de las dos versiones de antibióticos mejoraban mi amigdalitis. Así que, a pesar de haberme calado el feo sabor a naranja artificial, esas masitas seguían ahí llenas de pus y jodiéndome la vida.
¡Bendito Alexander Fleming! por haber descubierto la Penicilina conocida comercialmente como Benzetacil, porque era en ese momento, en el que entraba esa agujita en mi nalga (que dolía bastante, pero valía la pena) cuando desaparecía ese fluido asqueroso de mis amígdalas llamado pus y con él la molestia que había vivido los días anteriores.
Con el paso del tiempo, estos episodios fueron cesando (ya no eran anuales, podían presentarse cada dos o tres años, pero nunca han desaparecido por completo). Aún me pregunto por qué en los tiempos donde yo no podía tomar la decisión del tratamiento -insisto antes de la resistencia bacteriana y la prohibición de libre venta de los antibióticos- no íbamos directo a la Penicilina, sino tenía que pasar por el molesto episodio de tomar el Ilosone o el Keforal.
Cuando ya pude decidir que hacer con mi amigdalitis, por supuesto que lo primero que hacía era ir a colocarme la maravillosa inyección, claro siempre con el sufrimiento que representaba ver quién me podía inyectar, ya que en mi casa nadie sabía y no siempre podía estar molestando a las vecinas.
Acto seguido iba como loca por la vida preguntando quién inyectaba y así conseguí una señora -muy cerca del Museo Arturo Michelena en La Pastora, que a su vez estaba muy cerca de mi casa- que atendía una Quincalla, que a su vez tenía una pequeña cortina y detrás de ella te inyectaba parada por un monto que en este momento no recuerdo.
Ese fue otro gran descubrimiento para mí, parada duele menos: la inyección.
La terrible molestia que me producía la amigdalitis hacía que yo perdiera el pudor de “pelarle la nalga” a quien fuera necesario para acabar con la enfermedad. Recuerdo que en mis tiempos de universidad Alexander Escorche -uno de mis compañeros de aventuras detectivescas que estaba esa noche de Las Cortesanas de Maracay- solía inyectarme en el baño.
Es por eso que esa tarde en Cali para mí era completamente normal la decisión que había tomado. O al menos eso creí antes de vivir esa escena tan espantosa.
Era lógico que no solo mi cuerpo, sino el de Jorge, se afectaran ante el abrupto cambio de temperatura. A eso había que sumarle que agregamos a nuestra nueva rutina un aparato que debería haber desaparecido de la faz de la Tierra hace mucho tiempo: el ventilador. Un objeto que lo que hace es levantar polvo e incrustarlo en tus pulmones y que para mí es el causante de mis amigdalitis infantiles en Maracaibo.
«Vanessita no te peguéis del abanico -porque así también le dicen allá en la Tierra del Sol Amada- que te vais a enfermar”, me decía mi abuelita Arcelia, pero como era de esperarse Vanessita no solo se pegaba (y de paso sudada) sino que abría su bocota y gritaba frente a las aspas “ahhhhhhhhhhhhhh”, para ponerse ronca porque le parecía divertidísimo.
Así que estoy completamente segura que la amigdalitis de ese septiembre de 2016 fue producto de aquel ventilador que compramos en La 14 para aguantar los 29° o 30° promedios que hay en esa época.
Ya habíamos pasado el fin de semana tirados en la cama, o bueno mejor dicho en el colchón porque al mudarnos notamos que el Box Spring no entraba por las escaleras y debimos dejarlo en el apartamento de abajo en el que vivía mi hermana. Y ante semejante molestia en la garganta se me ocurrió decirle a Jorge que fuéramos a una farmacia a buscar el preciado tesoro que acabaría una vez más con la amigdalitis (que teníamos los dos).
Un poco asustada, ante la respuesta de la persona que me atendería en la farmacia (por aquello de la venta de antibióticos con receta) le pregunté: ¿tienes Benzetacil? ella me dijo que sí, yo ¡me alegré! Pero como dicen por ahí fue “Alegría e’ tícico” porque no tenían inyectología.
Salí triste del lugar, pero no desistí de mi idea.
Por alguna razón Jorge se quedó en la casa y yo seguí hasta un Café Internet que estaba cerca de donde vivíamos a averiguar acerca de alguna apostilla.
Desde que llegué a Cali noté que habían “más clínicas que gente”, sobre todo por la zona de Nueva Tequendama que era donde vivíamos. Por eso se me hizo lógico preguntarle a la muchacha que atendía en Cyber Café si conocía un sitio cerca de ahí donde colocaran inyecciones, a lo que me contestó: “yo estudio enfermería y te la puedo poner”. Mis ojos brillaron de la emoción y enseguida me fui hasta la farmacia “La Rebaja” que quedaba en la otra cuadra.
Me vendieron las dos ampollas de Benzetacil (una para mí y una para Jorge) y me devolví hasta el establecimiento en el que acabaría mi dolor.
Llamé a Jorge y le dije: “vente hasta el Cyber, ya conseguí quién nos inyecte”. Y ahí lo esperé.
En cuanto llegó le dije: “tranquilo yo voy de primera”. Imagino que él se estaría diciendo por dentro: “qué vaina es esta y cómo nos vamos a inyectar aquí”.
Pelé mi nalga a la chica que atendía el lugar y en ese momento tenía que haber reculado. Como éramos dos, ella me colocó la mitad del medicamento -creyendo que ambos usaríamos una sola dosis- situación que corrigió cuando le dije que ¡no! Que había llevado dos Benzetacil y que cada uno se colocaría el suyo.
Fue así como enseguida me colocó la otra mitad.
Terminó conmigo y le llegó el turno de “pelar la nalga” a Jorge ¡por supuesto! me vio como que me quería matar y no era para menos, mientras yo esperaba sentada.
Acababan de terminar de inyectarlo cuando pegó un grito: “me duele, no aguanto este dolor” (y yo pensé: que cobarde). Sin embargo, ante una queja que de show no tenía nada, entre la muchacha y yo lo agarramos para sentarlo en la silla. Ahí comenzó la escena de terror cuando comenzó a moverse como loco y los ojos le quedaron en blanco. Fueron los dos segundos más eternos de mi vida.
Lo agité y abrió los ojos preguntándonos quiénes éramos y qué hacíamos ahí. Y cuando ya nos iba a golpear en la cara, volvió en sí.
La muchacha estaba aterrada (lógicamente sabía que había cometido un error al inyectarlo), se notaba que no estaba en un semestre muy avanzado para aprender a manejar una situación de este tipo.
Lo peor vino después cuando comencé a pensar qué hubiera pasado si él no hubiera despertado de esa convulsión o si lo hubiese hecho con un daño de tipo mayor.
Fue en ese momento que de manera irresponsable le pregunté si él era alérgico a la Penicilina. Y aunque contestó que no, mientras lo pueda evitar más nunca dejaré que se la coloque.
He hablado de este tema con médicos y farmacéuticos y entre las hipótesis están: una reacción adversa al medicamento o una mala colocación de la inyección. Mientras yo solo pienso en el grado de mi irresponsabilidad ante semejante recomendación.


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