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Berlín ii

Publicado el 27 octubre 2011 por Anarod


Pese a la que está cayendo, hay días sin embargo en que una se alegra de abrir el periódico.
Aparte de los motivos generales que los españoles de bien sin duda tuvieron para desplegar el el periódico el pasado viernes, yo tuvo otro estrictamente personal.
Ese día me sentí un poco Marguerite Duras, en lo que la autora francesa tuvo de casera de jóvenes talentos artísticos en el París de los primeros años setenta.
(Léase París no se caba nunca, de Enrique Vila-Matas)
Y es que el pasado viernes leí sobre el nuevo triunfo de Pablo Heras, un brillante director de orquesta que este fin de semana se ponía al frente de la mítica Philarmonie berlinesa.
BERLÍN  II
Pablo fue mi primer inquilino en el Loft del Raval, que compartía con otro joven dublinés, Sean. Ellos en el piso superior, y yo en el nivel calle, donde, como no podía viajar, trabajaba en un vasto ensayo sobre Literatura de Viajes.
Pablo llegaba de su Granada y dirigía la orquesta de Girona. Estaba encantado en el Raval, le gustaba Barcelona, pero... aquí no había pasos intermedios que dar; le quedaba el Liceo y sospechaba que le convenía moverse. Y lo hizo. La última vez que lo vi fue en el Real, con Gerard Mortier.
Pero es el caso que estos días yo podría haber estado en Berlín y acudir a...
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Nuestro Nico se mudaba de casa, de modo que su padre programó un viaje para ayudarle con el transporte y el bricolage en general. Yo decidí postergar la visita y aguardar a que escampase.
En compensación, me puse a rematar una novela de Alfred Döblin que se abre precisamente con
una referencia al barrio que Nico abandona: NeuKölln, que es lo más auténtico (hoy) a lo que en su día fue el célebre Kreuzsberg. Es allí adonde se me traslada el vástago.
(Para mí mejor, algo más céntrico aunque más caro).
La novela de Döblin es Noviembre 1918, y su primera parte, "Burgueses y soldados" está recién traducida al castellano, en Edhasa.
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Es un espléndido friso de la revolución de 1918 que sucedió al fin de la Primera Guerra Mundial y que precipitó el cambio de la monarquía del Reich a la República de Weimar, unos meses decisivos. En este primer tomo, que se abre con el repliegue de las tropas y la firma de "la paz, dulce paz de Westfalia", Döblin enfoca, y con qué tensión, la paradoja o el acusado contraste que se da entre el líder de la revolución espartaquista, Karl Liebknecht por movilizar al proletariado y los pactos que el dirigente de la asamblea de los representantes del pueblo intenta establecer con los altos mandos militares.
Siempre que voy a Berlín en verano, me acerco al (casi invisible) monumento en memoria de Liebnecht.
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Y claro está que también tengo un recuerdo para Rosa Luxemburgo, junto al canal.
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En Berlín he seguido este fin de semana, sólo que en mi butaca, pero con Joseph Roth, que tampoco es mala compañía. Releí Fuga sin fin (1924), que hacía burradas de tiempo que la leí.
Cronólogicamente, sigue a la de Döblin y empieza con otra revolución, la rusa, en la que se ve metido Franz Tundra, ex combatiente austríaco de la IGM, hecho prisionero y después refugiado en una falsa identidad. La visión de la revolución rusa es tan ácida como lúcida, y se corresponde bastante con las crónicas del Viaje a Rusia, editadas por Minúscula, que en su día reseñé en Babelia.
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En fin, tras varias peripecias, Tundra también pasa por Berlín y vive allí brevemente. También Roth tiene sus espléndidas crónicas berlinesas y sospecho que las impresiones de su personaje le pertenecen enteramente al autor (que vivió en Berlín desde 1920), que "poseía la increíble capacidad de comprender la increíble locura racional de esta ciudad".
El capítulo XXIII de Fuga sin fin es un prodigio. Leerlo nos ayudaría a no repetir ese estúpido slogan acuñado recientemente sobre Berlín, y que yo detesto no sabéis cuánto: lo de "pobre pero sexy".
Escribía Roth (extracto sólo algunas líneas):
"Es la esencia de una ciudad. El campo le debe su existencia y, como prueba de gratitud, se deja absorber por ella. Tiene su mundo animal propio en el zoológico y en acuario... tiene hasta su propio puerto, su río es un mar, ella un continente...
"Esta ciudad ha tenido el valor de ser construída en un estilo monstruoso, y eso le da valor para seguir haciendo monstruosidades... aún tolera dentro de sí a la provincia alemana, por supuesto para devorarla algún día... No tiene una cultura propia... No tiene religión.Tiene los templos más feos del mundo. No tiene sociedad. Pero tiene lo que en cualquier otra ciudad nace solamente de la sociedad: teatro, arte, bolsa, comercio, cine, ferrocarril, metro."
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La acidez con que refleja los círculos intelectuales que empezaban a recomponerse no tiene precio. Como tampoco lo tiene la visión que poco después da de la idea de Europa cuando Franz Tunda se traslada a París en busca de su viejo amor. Es brutal! La meditación ante el monumento al soldado desconocido (un agosto de 1926) es otra página memorable. Y el cierre de la novela, otra muestra del nihilismo moderno: "estaba en la plaza frente a la Madeleine, en el centro de la capital del mundo, y no sabía qué hacer. No tenía profesión, ni amor, ni alegría, ni esperanza, ni ambición ni egoísmo siquiera. Nadie en el mundo era tan superfluo como él.

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