Revista Arquitectura

Bien hallados en el paraíso

Por Arquitectamos
El pasado martes 12 de septiembre, para mi sorpresa y mi alegría, fui invitado a formar parte del tribunal de Proyectos Fin de Carrera de la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Castilla-La Mancha, en Toledo.
(¿Por qué contaron conmigo? Pues parece ser que por culpa de este blog. Ya veis).
Bien hallados en el paraíso
Me llamaron una semana antes y me quedé perplejo, pero encantado. Me explicaron que el tribunal lo forman dos profesores de la escuela (uno de los cuales suele ser el director) y dos arquitectos invitados. En principio me pareció mucho peso el de los invitados y, por lo tanto, mucha responsabilidad la mía. (Luego no fue tanta). El lema de la convocatoria, tal como rezaba en el cartel, era "bienvenidos al paraíso". Primero me pareció entender que de alguna manera les íbamos a dar a los chavales(1) la bienvenida al paraíso de la profesión, lo que a estas alturas parece algo ciertamente sarcástico. Pero en cuanto entré al vestíbulo de la escuela vi que era al revés; eran ellos los que nos daban la bienvenida al paraíso de su juventud, de su trabajo y de su entusiasmo.
Cada alumno llevaba un año trabajando en su proyecto. (En mi época eran unos meses, pero esto ya se nos ha ido de las manos). La exposición de cada proyecto consistía en cuatro "sábanas", cada una de ellas formada por tres A1 en tira. Cada tira de tres A1 era un dibujo continuo; o sea, se empalmaba un A1 con el siguiente. Además de los doce A1 tenían que presentar una maqueta como mínimo, un vídeo de un minuto y pico y un "cofre del tesoro". Lo del cofre me encantó. Consistía en una caja, recipiente, estantería... lo que fuera, que guardara todo lo que el alumno quisiera poner: Croquis de trabajo, cuadernos, libros que había leído durante su trabajo, recuerdos, juguetes, figuras... lo que quisiera. A su vez ese cofre podía ser una caja cilíndrica o paralelepípeda, o dos bloques que deslizaran uno sobre otro, o un carrito con perchas, o un... lo que fuera. Las cajas en sí mismas, como objetos, eran unas preciosidades.
Íbamos entrando sobre las nueve y media de la mañana y aún seguían los alumnos dando los últimos toques a la colocación de sus trabajos. Llenaban un largo y ancho pasillo y un vestíbulo. Eran veintiún puestos en un mercadillo de sueños y trabajo duro, muy duro. Los miembros del tribunal, pero también todos los profesores, alumnos, amigos y familiares, íbamos de puesto en puesto admirando los trabajos, intentando entender algún matiz (y a veces bastante más que un matiz). También aprovechábamos para saludar a quienes ya conocíamos o para ser presentados a quienes aún no. Los chicos hablaban, algunos reían y otros estaban dando el último toque a la presentación de una maqueta, o quitando por fin los papeles y plásticos protectores de algún objeto extraño.
Siempre he pensado que el proyecto fin de carrera es una fiesta y que no tiene sentido putear al alumno en ese último trance brillante de su carrera. Estaba dispuesto, llegado el caso, a defender con pasión este punto de vista. En seguida vi que no hacía falta. Los invitados estábamos impresionados por la calidad de los trabajos, y los profesores estaban orgullosos de sus alumnos. El ambiente, por tanto, era inmejorable.
La sesión comenzó por fin. El aula en la que los alumnos exponían sus trabajos estaba llena de compañeros, profesores y algunos familiares (pocos). Sentados ante un gran tablero horizontal estábamos los miembros del tribunal.
Cada alumno se colocaba en la cabecera del aula. Sus amigos le ayudaban a traer del pasillo las maquetas y el cofre y a ponerlo todo sobre el tablero ante el que estábamos. (Si el cofre era muy aparatoso se quedaba en el suelo, a nuestro lado).
El alumno tenía ocho minutos para hablar (rigurosamente controlados por el secretario del tribunal) y explicar su proyecto ante una pantalla en la que se iban sucediendo imágenes, que solían ser las de las "sábanas" y muchas más. Al terminar su exposición se emitía su vídeo, ya en silencio. Los miembros del tribunal, bien antes de que el alumno empezara o bien al terminar, nos levantábamos para ver la maqueta e inspeccionar el cofre secreto, que solía ser fascinante.
Acto seguido hablábamos por turno, los cuatro siempre para cada proyecto y rotando, de manera que con cada alumno abría el fuego uno de nosotros.
Yo desde que salí de mi casa sin saber qué me iba a encontrar en Toledo me había propuesto no decir nada más que cosas buenas de cada proyecto. Iba de invitado, no de profesor, y no tenía por qué buscar las pegas ni los puntos débiles al trabajo de un año, y menos en ese momento tan decisivo.
No pretendía con ello ser hipócrita, sino ver el vaso medio lleno y las caras más luminosas de los trabajos. Pero desde luego no hizo falta disimular ni dorarle la píldora a nadie. Eran realmente muy buenos trabajos.
Por una parte vi, para mi sorpresa, que no se abusaba de infografías ni de efectos gráficos. Los dibujos eran como siempre, con esa fuerza y ese rigor irrepetible que tiene un buen dibujo en papel. (Uno de los trabajos estaba dibujado enteramente a lápiz, lo que me recordó mi época: En todas las convocatorias había alguien que presentaba el PFC a lápiz). Eso no quiere decir que no se apreciaran los avances tecnológicos en los dibujos, pero eran dibujos.
Luego los vídeos se encargaron de mostrar animaciones axonométricas, superposiciones de tramas y volúmenes, procesos de montaje... Me pareció impresionante que estos ya inminentes arquitectos no sólo dominaran las técnicas de diseño y dibujo, sino también las de cine, montaje, animación...
Pero repito que lo más fascinante para mí eran los cofres. Esos secretos, esa intimidad del trabajo febril, esas colecciones de recuerdos, esos trozos de vida cristalizados ahí, abiertos a nuestra inspección y a nuestro cotilleo impúdico.
Se presentaron veintiún proyectos, once de chicas y diez de chicos. (Es un hecho que en arquitectura ya hay tantas chicas como chicos, y en este acto una más). No suspendió nadie, y no por la blandura del tribunal (a la que yo estaba dispuesto desde el principio), sino porque ninguno de los trabajos presentados merecía suspender.
Hubo cuatro dieces: tres chicas y un chico. (De los cuatro, dos fueron unánimes e incontestables desde el primer minuto, y los dos eran chicas).
Terminamos las deliberaciones (en las que tenían voz los profesores, pero no voto) a las diez y media de la noche pasadas. Los alumnos esperaban fuera. Les hicimos pasar a todos y el secretario del tribunal fue cantando las notas de cada uno en voz alta. Al parecer quedaron satisfechos. Nosotros (los miembros del tribunal) mucho más.
Un día tremendo. Salí de mi casa a las nueve menos cuarto de la mañana y volví a las once y media de la noche. Fue un día emocionante para mí, porque constaté que los jóvenes son la leche y siempre lo han sido, y tienen una capacidad de trabajo y un entusiasmo envidiables.
A veces me da una especie de ramalazo de ternura, de pena: ¿Qué va a ser de estos chicos? ¿Cómo podrían sacar adelante su talento y su entusiasmo? ¿Serán capaces de encontrar un trabajo digno y bien pagado acorde con sus indudables merecimientos? Me duelen. Me duelen todos ellos.
Luego también me da por pensar que esta gente tiene que salir adelante como sea, que unas personas tan fuertes y tan capaces van a saber encontrar un camino. Y también pienso que, una hornada tras otra, serán capaces de inocular poco a poco la arquitectura a esta provincia y a esta comunidad autónoma tan peculiares, y que tal vez sean capaces de darles, de darnos a todos, la bienvenida definitiva a su paraíso. Ojalá.
(1). Tengo la costumbre, hoy un tanto discutible, de utilizar el masculino genérico. Ya sé que es injusto, pero lo de "alumnos y alumnas", "profesores y profesoras", "arquitectos y arquitectas", etc, me parece pesadísimo e innecesario. Siempre uso el masculino genérico con seguridad y determinación, pero reconozco que en este caso es menos apropiado que nunca, puesto que había más alumnas que alumnos, y puestos a usar un genérico debería ser el femenino.

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