Revista Ciencia

Bienes ambientales: ¿objetos de mercado?

Publicado el 18 noviembre 2020 por Rafael García Del Valle @erraticario

La idea de convertir los bienes ecológicos en objetos de comercio puede parecer extraña, pero quizá sea muy útil.

Está claro que no se puede luchar contra la codicia humana, pero quizá se pueda atraer la de las grandes compañías hacia la conservación del medio ambiente. Ésta sería la única forma de que se convirtieran al ecologismo.

Durante la pasada década los economistas mantuvieron un intenso debate acerca de qué perjudica menos al ambiente: un sistema de restricciones comerciales y leyes de protección ambientales dictadas por organismos internacionales o por los países de modo unilateral, o la globalización de la economía mundial a través del libre comercio, suponiendo que los mecanismos reguladores del mercado producirían un beneficio neto para todos los participantes en él.

Cada vez existe un consenso más generalizado acerca de que ninguno de los enfoques es la panacea por sí mismo. Los intereses a armonizar son muchos (ambientales, económicos, humanitarios, etc.) y las consecuencias de las medidas son con frecuencia imprevisibles.

Para proteger el medio ambiente, son necesarias tanto la autoridad de organismos transnacionales que dicten leyes protectoras del medio y de los más desfavorecidos, con eficaces medios que verifiquen su cumplimiento, como la estabilidad y eficiencia de un sistema de mercado, similar a la bolsa de valores, que cuenta con sus propios mecanismos reguladores.

Hasta hace muy poco, la economía humana se concibe aisladamente, como un subsistema abierto, de desarrollo prácticamente ilimitado, dentro de un sistema cerrado que se consideraba inagotable, la naturaleza. La contabilidad tradicional incluía sólo los bienes y servicios producidos por el hombre. Con este método, las naciones más ricas eran las que tenían un producto interior bruto alto, las que poseían muchas industrias y carreteras. No se descontaba de esa riqueza el agotamiento de los recursos, el deterioro ambiental, la contaminación o el mero coste del mantenimiento de las infraestructuras humanas. ¿De qué nos sirve poseer muchas motosierras, si nos quedamos sin árboles que talar?

Cada vez está más claro que los bienes ambientales son complementarios de los bienes de manufactura humana y deben ser incluidos en la contabilidad global. El problema es cómo integrarlos en un sistema de mercado que sea justo, eficaz y solvente. Históricamente, nadie ha vendido ni comprado cosas como aire puro, bosques improductivos, biodiversidad o posibilidades de desarrollo sostenible. Desde hace unos años, la creación de mercados ecológicos se ha intentado, por ejemplo, para la preservación de humedales, la conservación de la biodiversidad o el control de las emisiones de gases contaminantes o de
efecto invernadero (protocolo de Kyoto, por ejemplo).

A un bien ecológico a veces se le reconocía un valor, pero siempre había problemas para asignarle un precio. Ahora, organismos reguladores internacionales establecen un precio para un determinado bien y fijan las normas de las transacciones. Por ejemplo, una empresa puede comprar una cierta cantidad de derechos de emisión de gases de efecto invernadero. Si la empresa invierte en reducir sus emisiones de gases, no sólo ahorrará en la compra de permisos, sino que podrá vender sus derechos sobrantes a otras empresas que los necesiten a un precio muy superior al de compra.

La ley de la oferta y la demanda puede actuar en este caso a favor del medio ambiente: cuando aumentan las emisiones de gases, van escaseando los permisos, con lo que crece su precio e interesará más a las empresas reducir las emisiones que comprarlos.

Otra alternativa para las empresas que no pueden comprar los caros permisos de emisión es el sistema de compensaciones, aportando dinero a proyectos de conservación ambiental o “desarrollo limpio” en países del Tercer Mundo. Estos sustitutos baratos de los derechos de emisión están limitados en número (para que las empresas no puedan contaminar todo lo que quieran).

Uno de los grandes problemas de este método es valorar adecuadamente si el proyecto verde realizado en el Tercer Mundo compensa de verdad el aumento de emisiones o se queda corto. Los organismos dedicados a esta tarea necesita mucho personal y burocracia para verificar que es así y extender las certificaciones. Otro problema más general es la incertidumbre científica sobre su eficacia. Por ejemplo, un sistema de compra de derechos para reducir las emisiones de gases que causan lluvia ácida en
EE.UU.
obtuvo una respuesta adecuada de las empresas y el gobierno, pero la acidez no se redujo porque se había sobrevalorado la capacidad de recuperación de los ecosistemas. Ahora tampoco sabemos cuánto debemos reducir las emisiones de CO2 para evitar el cambio climático.

Otros valores ambientales se han incorporado al mercado: asociaciones conservacionistas pagan a terratenientes por mantener intactos sus bosques, empresas que recuperan humedales venden derechos a empresas inmobiliarias para poder construir en otros sitios, la madera obtenida con técnicas de tallado sostenible, certificada como “ecológica”, se vende con prima en los mercados, etc.

Los obstáculos que se oponen al desarrollo de todos estos mercados ecológicos son los típicos de toda actividad económica humana: fraudes, sobornos, falta de transparencia y equidad en las transacciones, etc. Además, para que funcione bien, un mercado necesita que las mercancías estén normalizadas y bien especificadas. Los grandes inversores exigen un sistema de intercambio fiable y unos volúmenes de transacción altos, para que se pueda vender cuando se desee. Muchos de los mercados ecológicos carecen de alguna de estas características.

Hasta el momento, las experiencias han funcionado bien en algunos casos, pero han fracasado en otros. Además, da miedo dejar el futuro del planeta en manos de las leyes de la oferta y la demanda (si no se hubiera intervenido con leyes de protección de los trabajadores, por ejemplo, en los países desarrollados aún los salarios serían de miseria y los horarios inhumanos, como al inicio de la Revolución Industrial).

Hacen falta soluciones imaginativas para conciliar la necesidad de normas ambientales con las leyes económicas. El resultado debería ser una nueva economía sostenible, que no agote los recursos naturales y proporcione bienestar a miles y miles de millones de personas en las próximas décadas.

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