Revista Cultura y Ocio

Bla Vagen, territorio lapón

Por Zogoibi @pabloacalvino
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Suecia tiene la desgracia de compartir mil millas de frontera con uno de los países más sorprendentes del orbe (Noruega), de modo que en la comparación siempre sale perdiendo; y ni sus inacabables extensiones de bosque, ni su infinidad de lagos, sus manadas de renos u otras bellezas naturales bastan para impresionar al turista que llegue desde el oeste. Los suecos tienen tan perdida de antemano esa batalla, que ni siquiera intentan ganarla.

Y conmigo no habría de ser diferente. Una mañana lluviosa y poco amable de finales de agosto cruzo la línea imaginaria (apenas un letrero en la carretera) que, cincuenta quilómetros al sudeste de Mo i Rana, separa Noruega de Suecia, y a partir de la cual comienza lo que, de este lado, han bautizado como Bla Vagen (la ruta azul), por la cantidad de ríos y lagos que bordea en todo su recorrido hasta Umea, ya en el golfo de Botnia.

Mientras un chubasco me mojaba al pasar las montañas, venía yo pensaodo que no he tenido suerte con las temperaturas en todo este viaje: durante las primeras semanas, desde España, a través de Centroeuropa y hasta el sur de Finlandia, las máximas no bajaron de 30 grados; y luego en cosa de dos días pegaron un bajón, y desde Laponia hasta aquí apenas han subido de 15; así que Fortuna me ha escatimado ese rango idóneo, entre 20 y 25 grados, que tanto nos gusta a los moteros.

Esta Bla Vagen, por mucho que el nombre quiera adornarla, es una carretera más bien simplona y sin gracia. Ciento y pico quilómetros llevo ya sin variación alguna: bosques, ríos, lagos, algún glaciar perdido, pero de cierta monotonía. Con ser bonito el entorno, ningún paisaje destaca sobre otro ni me sugiere una foto. Apenas hay un pueblo, ni granjas, ni siquiera un cruce que amenicen la conducción. De cuando en cuando una cabaña de pescadores, y poco más.

Por fin, en una pequeña localidad llamada Tarnaby, me paro a tomar un café y, de paso, comprar en una tienda de souvenirs una pegatina, para Rosaura, con la bandera de Suecia. La dependienta, una mujer blanca, rubia y de ojos azules en cuyos rasgos, fijándose uno bien, podía adivinarse cierto aire asiático, me mira orgullosa y, con una mezcla entre suficiencia y dignidad ofendida, me responde: ‘no, no; esto es territorio lapón; aquí sólo vendemos banderas sami’. Pues vale; a otro perro con ese hueso. Me ha parecido un poco ridículo, sobre todo viniendo de alguien que tendrá, si es que llega, un octavo de sangre lapona; pueblo éste que, además, dudo mucho haya tenido tradicionalmente bandera alguna. ¡Estos regionalistas y sus complejos provincianos! Pues mucho me temo yo que, para bien o para mal, la época de las naciones pequeñas y las lenguas minoritarias tenga los días contados por siempre jamás.

Y como yo me limito a los estados reconocidos por la ONU (si tuviera que poner una pegatina en el carenado por cada región, provincia o ciudad por la que paso, no me daría abasto la moto), no he comprado banderita en Tarnaby. Me ha sorprendido, eso sí, enterarme de que Laponia se extienda hasta tan abajo en Suecia, cuando yo me la suponía limitada al norte de Finlandia. El territorio sami es, pues mucho más amplio de lo que yo pensaba. Una de esas nociones que aprendemos mal un día y arrastramos el error durante el resto de nuestra vida, o hasta que el azar nos saca de él.

Desde Storforshei a Umnäs

Desde Storforshei a Umnäs

De nuevo a lomos de Rosaura, la carretera y el bosque, se me viene a la memoria la primera vez que viajé por Suecia, un cuarto de siglo atrás. ¡Ya entonces sentía yo la llamada del Norte! Contaba, a la sazón, con mucha más energía y bastante menos presupuesto, y me había comprado, para Centroeuropa y Escandinavia, uno de esos billetes Interrail que permiten viajar, en tren, tanto como se quiera durante cierto tiempo. Pues bien, una de las cosas que mejor recuerdo es mi propio asombro al contemplar, con ojos jóvenes que aún sabían sorprenderse, las interminables extensiones de nieve, los negros raíles que se perdían en una elegante perspectiva cónica y las llanuras heladas de los lagos. ¡Hoy me siento tan distinto del muchacho aquél!; y se me antoja, además, inoportuno eso de tener experiencia. Lo que entonces movía las fibras de mi sensibilidad, me resulta hoy trivial y apenas me causa un pestañeo. Cierto es que en aquella ocasión recién entraba la primavera, el invierno era aún como Dios manda y los paisajes lucían una ropa muy distinta a la que tienen ahora; pero aun así, hoy una similar belleza resbala por mi piel como lluvia sobre un impermeable, y casi no puedo disfrutarla.

Lo que no es impermeable es este chaquetón Revvit de cordura, de modo que esta lluvia intermitente empieza a hacer mella en mi cansancio. Para variar de la monótona perfección de la Bla Vagen me meto por una carretera secundaria que lleva a un pueblo (¿un pueblo? ¿Y dónde están las casas?) llamado Umnäs; y ahí, muy oportunamente (aunque no tanto que me haya evitado el chubasco final definitivo), encuentro una hospedería (albergue, hotel, pub, camping y museo étnico) que se llama Nordic Alaska, y que me viene como anillo al dedo. ¿Tienen habitaciones libres? Todas para mí: soy el único cliente. Una cama en el albergue, 200 coronas; una habitación en el hotel, 650. Me quedo con la segunda.

Da la casualidad de que el hombre que lleva el negocio, un tipo de lo más amable y servicial, habla español porque ha estado casado con una latina, como él dice (se refiere a una hispanoamericana, claro); en concreto panameña. Siendo un enamorado de Barcelona, pues fue allí donde vivieron juntos varios años, le ha decepcionado un poco (o así me ha parecido advertirlo en sus ojos) enterarse de que yo soy de Madrid. Pero como el hombre se encuentra solo, tiene ganas de compañía y de contarle a alguien su vida, y a mí no me importa escucharla, pues me la ha contado.

En cierto momento de su relación, se conoce que la panameña le puso los cuernos, y él, para tomar distancia, se fue a vivir a Gales, un país que le encantó y donde se quedó unos años mientras intentaba en vano superar el trauma de la separación. Se involucró, además, en diversas prácticas que pudieran ayudarlo, como asistir a cursos de meditación o para conocerse a sí mismo, probar sorbos de la religión budista, etc. ‘Ahora –me cuenta– por fin la he perdonado y estoy en paz conmigo mismo y con ella.’ Dice amar los lugares tranquilos, como esta estación perdida en el territorio lapón, y detestar la caza con toda su alma; aunque por esto último no le arriendo la ganancia, porque el Nordic Alaska va enfocado sobre todo a los cazadores, que son la principal clientela. Pero aquí está el hombre, de empleado para todo, haciendo de cocinero, recepcionista, mantenedor, limpiador y guía del museo, día y noche de lunes a domingo. Gente curiosa que se encuentra uno de vez en cuando al viajar.

Lo que yo no sabía es que los suecos son, como los fineses, aficionados también a la sauna; y como hay una en el sótano del hotel he aprovechado para darme una sesión, aunque sin lago ni ducha he tenido que acuclillarme bajo del grifo como una rana para refrescarme entre rounds. Así y todo, me ha entonado el cuerpo y dejado listo para el paseo campestre de rigor, esta vez por una pista forestal. Luego aquí el amigo me ha preparado un plato de pescado fresco para cenar, muy sabroso, y ya no me queda sino leer un poco y afrontar el peor momento de mis jornadas últimamente: la noche tenebrosa con su carga de ansiedad.

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