Revista Historia

Blade Runner y las ovejas eléctricas

Por Nesbana

Las grandes cuestiones de la humanidad son planteadas una y otra vez: son esos interrogantes sobre la vida, sus límites, su final, su aprovechamiento, su valor. Todo ello aparece de forma magistral en ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? de Philip K. Dick publicada en 1968 o, en su versión cinematográfica libre, Blade Runner de Ridley Scott, estrenada en 1982. Nos encontramos ante uno de esos artefactos culturales evocadores, que brillan por su actualidad, su energía y su capacidad de permanencia. El potencial filosófico que guardan y desarrollan es enorme, generando interrogantes, respuestas y dudas, ofreciendo situaciones que quedan abiertas, agitando nuestras conciencias, esbozando una posible modernidad.

Sueñan
Es la vida el tema principal de esta distopía situada en 1992 para el caso de la novela, y en 2019 para la película; pero, en ambos casos, el desarrollo se ubica en un futuro posible —temible—, desconocido, un futuro en que la tecnología resulta omnímoda ocupando todas las parcelas de la vida. Es un futuro que ha conseguido colonizar otras partes del universo creando colonias de poblamiento ante la degradación de la vida terrícola; y es, al mismo tiempo, un drama de nuestra modernidad, una alegoría de la soledad del ser humano, un reflejo de la anomia social de Émile Durkheim o del desencanto del mundo de Max Weber. Desde el primer momento de la película la lúgubre ciudad donde siempre llueve y la presencia intranquilizadora de los altos edificios abandonados nos turba y nos inquieta; la noche perpetua de un espacio urbano desencantado donde los rincones dan cuenta de la soledad, el misterio, y lo desconocido, nos agita. La marginación de ese mismo espacio, la constante presencia de las marcas que perviven, —como Coca-Cola, que anuncia incesantemente que se ha hecho un hueco para perdurar—; la ausencia manifiesta de poder político soberano, la parcelación del proceso productivo con la consiguiente alienación y desconocimiento de las características del producto final, personificado en el fabricante de ojos para androides; y la desigualdad entre quienes se desplazan a pie entre las sombrías muchedumbres de la ciudad y quienes logran viajar en unos coches volantes: son todos ellos elementos que esconden una dura crítica al capitalismo feroz.

Es un mundo donde las certezas se han ido desintegrando y ello se ve en la novela, que describe la religión oficial, el mercerismo, que ocupa un lugar esencial en la rutina diaria. Wilbur Mercer aparece como un antiguo poblador de la Tierra pero, al modo de la religión cristiana, ha permanecido en ella de un modo original, propiamente moderno: las llamadas cajas de empatía. Estos mecanismos permiten a los seres de la Tierra entrar en un mundo paralelo con Mercer al que contemplan ascendiendo duramente una montaña —con un claro paralelismo con Sísifo— mientras sus contrincantes le lanzan rocas. Al mismo tiempo, con esas cajas pueden vivir los sentimientos de quienes están conectados en ese mismo momento, generando una empatía que une a los hombres. No obstante, la degradación del mercerismo va en aumento durante la novela y se descubre al final su farsa, remitiendo al conocido “Dios ha muerto” nietzscheano. El resultado es un mundo que carece de sentido, inundado por la lluvia ácida de la increencia y la falta de asideros morales.

La vida en ese futuro temible ha perdido muchas de las características vitales que tenía: los animales han ido extinguiéndose en masa y sólo quedan réplicas electrónicas, aspecto ampliamente desarrollado por la novela y sólo esbozado por la película a través de un búho. Rick Deckard y su esposa desean fervientemente un animal de verdad, más allá de la oveja eléctrica de que disponen, que causa envidias respecto a su vecino. Las recompensas de Rick al dar caza a los androides se orientan a conseguir un animal: ese elemento existencial, que hace la vida realmente humana y la aleja de la artificialidad en que se ha convertido. La existencia de los seres humanos se ha visto privada incluso de los sentimientos, siendo necesario el uso de los climatizadores que sintonizan cualquier estado de ánimo, recordando a ese aparato orgásmico de aquella distopía cinematográfica de Woody Allen de 1973, El dormilón.

1984
La identidad de los personajes se difumina en la obra siendo este otro de los aspectos de la alienación humana a la que es sometido Rick. Éste se ve obligado a volver a su antiguo trabajo como Blade Runner: será policía o no será, como indica su jefe. No tiene otra opción, lo sabe. Y en ese proceso le surgirá el conflicto moral de eliminar a los androides y evitará dar de baja a Rachael, de la cual se enamora y huye al final de la película. Es un elemento transgresor de vida que se incluye en un mundo de desencanto; su adulterio (en la novela) rompe con la lógica establecida y remite a aquel Winston Smith de 1984 que huye para consumar su amor, un outsider cuyo fin es terrible. Tanto como Winston como Rick huyen de un universo que les oprime, rompen con un futuro distópico alienante e inhumano, tratan buscar vida humana. El resultado que ofrece George Orwell —con su crítica a un sistema político totalitario, ampliamente comentado— es diferente al de Ridley Scott: este director, desarrollando una condena de la modernidad tecnológica y del progreso que se rebela, deja la puerta abierta con una huida mítica hacia lo desconocido.

roy
A pesar de todo esto, la oscuridad de este mundo es iluminada a través de lo foráneo, lo externo: el androide o replicante. Los androides, rememorando el mito de Frankestein, son creaciones humanas rebeladas que no se satisfacen con los cuatro años de vida programados: quieren más vida. Han logrado desarrollar sentimientos humanos y quieren vivir. Roy visita a su padre creador para lograr alargar más tiempo su exsitencia pero, ante su negativa, comete el parricidio: la muerte del Dios-Padre creador. La creación quiere huir de su propio hacedor: no quiere ser avistado, constreñido ni perseguido por él, y sus ojos de superioridad y autosuficiencia son arrancados para morir. Los replicantes han decidido permanecer en la existencia, rebelarse contra la insoportable levedad del ser; aman la vida —lo bueno, pero también lo malo, retomando a Nietzsche—, son una especie de superhombres que actúan como contrapunto a ese mundo gris donde siempre llueve. El replicante es fiel a la vida, autosuficiente, ha pasado por la fase del león derribando a su amo, se ha convertido en dueño de sí mismo y, renaciendo como un niño, trata de crear nuevos valores: los de la vida. Roy es el gran antagonista de Rick, que ha perdido su identidad, que carece de sentido, y es la oposición de aquel John Isidore de la novela, retrasado e incapacitado para instalarse en las colonias, o aquel J. F. Sebastian de la película. Tanto Rick como el incapacitado sirven para condenar la moral de esclavos de quienes pertenecen a un mundo de valores que no permanecen en la vida. Las fotografías —placebo contra la anomia— y el unicornio persistente en Rick son recursos para evocar ese vivir desvanecido, el ideal buscado por Roy.

El decálogo final de Roy es uno de los más conocidos en el cine contemporáneo, siendo un compendio de la visión nietzscheana de la existencia, el anhelo por permanecer y la creación de unos valores propios construidos sobre la base del amor por el mundo terrenal. Roy no destruye a Rick —que ha acabado con su amor y sus compañeros— sino que, sabiendo que su final es cercano y construyendo una alegoría de Jesucristo con el clavo traspasando la palma de la mano, deja vivir a Rick: le permite saborear los últimos instantes de su existencia junto a Rachael, del mismo modo que el conductor de la nave, que termina con su enigmática advertencia: “Lástima que ella no pueda vivir, pero ¿quién vive? El final abierto con el interrogante de si finalmente Rick es un androide muestra de nuevo la rebelión de este sujeto contra un mundo terrible y sin sentido.

 


Blade Runner y las ovejas eléctricas

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