Revista Cultura y Ocio

Blondas de verano

Por Calvodemora


Un día entero en casa, no hace mucho, confinado a posta, sintiendo el pulso mecánico de las horas, sirve para entusiasmarse con la idea de echar un día entero en la calle. El verano, de cuando en cuando, convida a la pereza absoluta, la que no tiene ni interés en pensar en sí misma. Así el día se engalana de libros, de oficios domésticos irrelevantes, de pensamientos muy livianos que no alcanzan nunca la superficie trágica de la realidad, que está afuera, a la espera de que la abordemos. Pero en cuanto acude la noche, como lo está haciendo justo ahora, se desembaraza uno de ese confort invisible e inútil y prepara con arrobo la cena, piensa en qué película va a haber en el salón, desecha unas, se inclina a otras o, sencillamente, se deja llevar por algo inesperado, por un deseo sencillo, sin que tenga que ser la mejor película del mundo ni tampoco colmarnos hasta que nos sature el placer. Pero se asilvestra la conciencia, se enturbia a veces dolorosamente si cae en entretenimientos zafios, en toda esa burda representación del ocio que programa Telecinco en cualquier horario, da igual que sea a media tarde o como anoche, de madrugada, al ver una cosa de juzgado de guardia, una especie de declaración violenta a la inteligencia. La belleza está siempre a mano. No hay que indagar demasiado. Está a poco que se la busca. No tiene que esconderse en las páginas de un libro, en el fragmento de una película o en un pasaje musical. Está en la naturaleza, en unos perros presentidos a lo lejos, como azuzados de luna, en el aire fresco de la calle, asomado a un balcón, contemplando el vacío absoluto, como si fuese un escenario abandonado, uno muy nítido, acostumbrado a que se le exija mucho.
Ver clásicos en blanco y negro que hace treinta años que no ves y comprobar que te siguen entusiasmando me hace pensar en que cambiamos poco o no cambiamos nada. Dudo que la revisión de Treinta y nueve escalones, la obra maestra del periodo inglés de Hitchcock, que cayó hace un par de noches, la viera el mismo Emilio Calvo de Mora que la disfrutó en un cine de arte y ensayo, que se llamaban entonces con pomposidad y elitismo. Fue otro el que la ha vuelto a ver ahora. No tiene nada que ver con aquél. Comparten cosas que se van fragmentando, deteriorando e incluso acabando por desaparecer. Nadie baja dos veces a las aguas del mismo río. Fue Heráclito o uno de su época, no sé, el que dejó sentenciado que el río cambia y el que penetra en sus aguas también. Del yo que fui en 1980 al de hoy solo se mantiene el afecto a algunas personas, el amor a otras, la querencia por ciertos vicios y la comprensión, certera a veces, de que uno debe estar a gusto consigo mismo para seguir trasegando día a día, buscando qué armonía amar, qué secreto cenit, qué dulce acomodo en el mundo. Y admito que disfruté como a quien, privado de sus golosinas, le dejan en una habitación a solas con un saco de ellas.
Los paseos marítimos son la representación que más me agrada del verano. No creo que me haya sentido solo en ninguno, a pesar de haberlos paseado, en ocasiones, sin la compañía de nadie. Son incluso esas caminatas, apenas pensadas, erráticas y placenteras, las que hacen que aprecies más lo que te circunda. Está el mar, a un lado. El mar es una especie de vida aplazada, de novela absoluta en la que se cuenta la historia del mundo. La ciudad, al otro. La ciudad es el reverso burocrático de las olas. La ciudad está construida de espaldas al mar, ajena a la trama antigua de su hondura y su vastedad. Ayer, mirando al mar, pensé en lo que no nos ha contado. El cielo es también el reverso de algo. Pero al cielo le hemos atribuido facultades espirituales que le han venido siempre grandes. Lo hemos poblado de dioses fundamentales y de dioses subalternos, de esperanzas y de fracasos. Hemos mirado arriba para entendernos, pero hemos mirado poco al mar. No del modo en que se extraen respuestas. Deben estar ahí. Podrían estar por ahí.

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