Revista Cultura y Ocio

Blondas de verano II

Por Calvodemora
La batalla que libramos con el propio cuerpo la ganamos y la perdemos a diario. En ganar y en perder se nos va la vida, pero en cierto modo vivir es irse uno yendo, escapando, fugando, adquiriendo poco a poco la conciencia de la duración de todo ese trasiego. Por eso no es nunca una ganancia o una pérdida, sino un estado canjeable por otro, una sensación modificada por otra, un equilibrio que se deshace y que regresa, una especie de sofisticado partido de tenis en el que no hay un ganador o un perdedor ya que lo único que realmente importa es la evolución de la bola por la tierra, el vuelo que ejecuta y las formas en las que el azar o el talento o la experiencia las va haciendo caer. En torno a uno, conforme avanza, la realidad se obstina en contradecirnos o en mimarnos, en hacer que fracasemos o triunfemos, flaqueemos o nos reforcemos, sin que ninguna de esas dimensiones del juego dependen enteramente de nuestra decisión, de la voluntad firme con la que abordamos la partida. Pero el cuerpo se obceca en malograr todo esfuerzo por gobernarlo. Accede a ejecutar los movimientos que le solicitamos, y movemos las piernas, abrimos la boca y hablamos, bailamos incluso cuando la música nos traspasa, pero hay asuntos en los que no consiente la injerencia ajena, no admite que hay un dueño, obra por libre, medra en su absurdo deseo de irse degradando, aunque nos haga creer que tenemos alguna propiedad en la empresa, de que en el fondo somos nosotros los que guiamos la nave. Y anoche, en mitad de una conversación sobre alpinismo, nutrición y vicios sostenibles, pensé en que quizá lo que trasciende de esta batalla no es que se persiga un vencedor: lo hermoso es la ceremonia en la que se prepara los bártulos de guerra, el modo en que disponemos en el mapa los ejércitos, toda esa estrategia espléndida de los preliminares.
Es cierto que una vez que empieza el fútbol en televisión es cuando muere el verano. Parece que la rutina de los goles clausura la temporada estival. No hay mucha poesía en el ocaso lento del calor, en la comprensión de que entra otra estación y de que nos traerá placeres antiguos, que a veces, en la calina horrorosa de agosto, echamos en falta. Decía Spinoza que basta ser bueno para ser feliz. A la pasión de la felicidad no hay que ponerle trabas intelectuales, no hay que buscarle tres pies al gato de la alegría. Lo que trae el otoño, a pesar de que todavía falten algunas semanas para que prorrumpa como suele, es un recogimiento que, en ocasiones, conviene a ciertos oficios y se desaconseja para otros. Con el frío, con el afecto hacia los ambientes cálidos, yo siempre he leído más y he leído mejor. Fuera de la lectura, a la que no renuncio aunque tiemble el sol en los tejados, aprecio que también escuche mejor la música o veo con más ardor el cine que programo en casa. Celebraré la mudanza en los armarios, la manga larga y el abrigo recio. Una de las ventajas de los abrigos es que puedes meter muchas cosas en sus bolsillos. Cabe incluso algún libro de Spinoza, uno de esos breviarios que condensan en cien aforismos toda la enseñanza del gran filósofo racionalistas. El otoño es racionalista. Es cierto. En grado extremo.
Estamos de centenario de Julio Cortázar y, en parte, coincido con lo que hoy subraya Andrés Neuman hoy en El País. Dice que el argentino es un escritor de adolescentes. No en el sentido de que lo que escriba haga florecer las hormonas previsibles y produzca que el amor platónico y el venereo arrollen el alma y el cuerpo. Cortázar es un descubrimiento que se hace en la adolescencia. Y esas cosas, la mayoría de las que nacen en ese periodo fabuloso, no salen. Yo leí Rayuela poco después de matar al adolescente. Lo hice sin brusquedad, sin esmero incluso. Dejé al joven y decidí ahondar en cosas que veía en los otros, en los compañeros de cursos superiores, cuando llegaban a la barra del bar y dejaban encima de la barra libros de Yourcenar, de Borges o de Nabokov. Mi Rayuela nació en el bar de la Escuela de Magisterio en una tarde en que decidí faltar a Pedagogía. La rabona ilustrada, podríamos decir. Había tardes hermosas de invierno en que el café hacía que las palabras entrasen mejor. Creo que no va a ser posible leer Rayuela nunca más. Ni siquiera a Yourcenar, de la que solo conozco las famosas memorias de Adriano. A Cortázar he vuelto con mucha frecuencia, pero no me he aventurado a ensimismar el mundo en la Maga, en buscar el spleen de París después de Baudelaire.
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