Revista Cine

Buffalo Bill y los indios (Buffalo Bill and the Indians, or Sitting Bull’s History lesson, Robert Altman, 1976)

Publicado el 14 noviembre 2016 por 39escalones

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Nada mejor para desmitificar el western que convertirlo en un circo. Dentro del Nuevo Hollywood del periodo 1967-1980, durante el que parecía que el cine americano podría ir por otros derroteros, el western crepuscular, la senda abierta por John Ford y Sam Peckinpah en 1962 y continuada, además de por el propio Peckinpah, por cineastas como Blake Edwards, Robert Altman, Arthur Penn, Richard Brooks, Ralph Nelson, Don Siegel, Walter Hill, Michael Cimino, Clint Eastwood o incluso los hermanos Coen, ocupa un capítulo central. El género puramente norteamericano por antonomasia, aquel que provocó que la industria del cine se instalara en Hollywood, la esencia misma del alma de América y de la expresión artística más popular del siglo XX, abiertamente en crisis desde finales de los años cincuenta, se miraba en el espejo para deconstruirse a la vista de un público que ya no se reconocía en el Oeste de dentaduras limpias y camisas planchadas de los tiempos clásicos, que después de Leone quería pelos largos, botas sucias, guardapolvos mugrientos, salpicaduras de sangre y, cosa no menor, una historia más respetuosa con los auténticos acontecimientos que significaron la conquista del Oeste, el Destino Manifiesto de los Estados Unidos en la construcción de su imperio hasta el Pacífico y más allá, en especial en lo que respecta a los indios. A esta circunstancia se añadía otra de tanta o mayor importancia: en tiempos de convulsión política (los asesinatos de los Kennedy y de Martin Luther King, la lucha por los derechos civiles, el terremoto del 68, la Guerra Fría, Cuba, Vietnam, el Watergate, la caída de Nixon…), los cineastas críticos, aquellos que deseaban cuestionar el modo de vida americano, mostrar las vergüenzas de un sistema injusto e hipócrita, encontraron en el western el vehículo a través del que hacer mofa del presunto ideal de América vendido por la mitología nacional, el supuesto sueño americano, un American way of life que era tan falso como las películas de pueblos y ciudades de cartón piedra de los primigenios tiempos del cine. Muchos cineastas utilizaron el género más americano de todos precisamente para, desmontándolo, reubicándolo, reinventándolo, dotándolo de nuevas estéticas, perspectivas y puntos de vista, revelar las falacias de una sociedad complaciente, pagada de sí misma, súbitamente traumatizada por su derrota en Asia y por el descubrimiento de la inmundicia política en la que se hallaba inmersa (y en la que sigue).

Nada mejor para desmitificar el western, y con él América, que acudir a un auténtico circo del western y a uno de sus héroes más célebres y al tiempo el más autoparódico, Buffalo Bill, el legendario explorador del ejército, cazador de búfalos, jinete del Pony Express, asesino de indios y empresario del espectáculo que en torno a 1885 fundó un circo con números basados en episodios más o menos inventados, supuestos sucesos ocurridos en el viejo Oeste y toda la esperada ristra de tópicos (asaltos a diligencias, estampidas de búfados, combates con los indios, pruebas de puntería, habilidades en la monta o con el lazo, guía y captura de ganado, doma de caballos, etc.) y recorrer con él los Estados Unidos y algunas ciudades europeas (hermosísima la historia del guerrero indio fallecido repentinamente y enterrado en París). Precisamente el año del bicentenario de la Declaración de Independencia, Robert Altman, que ya había sorprendido un lustro antes con un western nevado y hermosamente fotografiado por Vilmos Zsigmond, Los vividores (McCabe & Mrs. Miller, 1971), regresa al género para acercarse a la figura de William F. Cody y reescribir la iconografía del Oeste caricaturizando a uno de sus mitos.

Basada en una obra de teatro de Arthur Kopit, y situada en un único escenario (el circo y sus instalaciones, públicas y privadas, durante los ensayos y las funciones), la película muestra en tono sarcástico el negocio del espectáculo erigido en torno a Buffalo Bill Cody (Paul Newman), y el proceso de negociación y diseño del que planea que sea su número estrella, la participación de Toro Sentado (Frank Kaquitts), en lo que sin duda pretende ser una puesta en evidencia del sometimiento del fiero guerrero sioux a la autoridad, primero del gran héroe del Oeste, y después a la raza blanca y al gobierno de los Estados Unidos. El Cody que nos presenta Altman y que Paul Newman interpreta a la perfección, no es ni mucho menos el hombre de acción valiente y resolutivo de los relatos por entregas, sino un fanfarrón con bastantes pocas luces, chabacano, mujeriego, borrachín y ególatra, que se reserva para sí, la única estrella, la gloria de los mejores momentos de los números de su circo. Al pretender hacer lo mismo con Toro Sentado, convertirlo en mera comparsa para su egocéntrico teatro de sí mismo, y dar por hecho, con toda su soberbia, que su “superior” inteligencia blanca hará lo que quiera con el palurdo aunque valiente viejo guerrero, Cody se enfrenta sin embargo a un adversario formidable, cauto, astuto, sagaz y lúcido, que una vez tras otra le lleva la contraria con éxito y burla los intentos de Cody para ridiculizarle o concederle un mero lugar subsidiario, residual. Buffalo Bill se ve así vencido una y otra vez por un hombre mucho más inteligente y auténtico, que no hace propaganda de su propia fachada, que acepta el circo como forma de supervivencia, que comprende que sus antiguas batallas están perdidas, pero que se niega a perder la dignidad ante sus vencedores, que sin embargo carecen de todo atisbo de vergüenza.

El nudo principal de la trama se narra a través del habitual encadenado de planos secuencia de Altman, a veces repletos de actores principales y secundarios, con diálogos mezclados o conversaciones cruzadas en distintos niveles, y en ocasiones, sin embargo, con un único actor en el centro, llevando el peso del plano o incluso en solitario. Así ocurre con el propio Cody o con el personaje de Ned Buntline (The Legend Maker; todos los personajes, además de su nombre y apellidos, tienen un sobrenombre que define su papel en el circo y en la película), interpretado por Burt Lancaster, el hombre que, a cambio de una invitación a beber un trago de whisky, cuenta peripecias, hazañas y combates de los viejos tiempos del Oeste. Newman y Lancaster se ven acompañados de un reparto de lujo, que salpica el metraje de la cinta con apariciones breves o discontinuas, según las necesidades de la salteada narración de Altman: Joel Grey, el promotor del circo; Kevin McCarthy, el jefe de publicidad; Harvey Keitel, una especie de hombre para todo que se encarga también de las relaciones públicas; Geraldine Chaplin, un as del tiro; Will Sampson, el indio sabelotodo que vela porque a Toro Sentado no le resten un ápice del tratamiento que merece; Pat McCormick, el presidente de los Estados Unidos; Shelley Duvall, la primera dama…

A través de las relaciones entre Cody y Toro Sentado, Altman desmonta el discurso de la América vencedora de los indios por simple cuestión de superioridad intelectual o racial, haciendo hincapié en el desarrollo tecnológico, el aumento de la población y el poder financiero como las verdaderas causas del exterminio final de las naciones indias (la película finaliza, precisamente, en el momento en que se tiene noticia del asesinato de Toro Sentado en la reserva en que se hallaba recluido). Cody, en cambio, es un fantoche, un cretino que vive por y para ser adorado por sus semejantes, devorado por el personaje de sí mismo. Altman utiliza su habitual narrativa discontinua y de múltiples perspectivas para ofrecer una película irregular aunque muy interesante e instructiva, en la que el patetismo evidente del negocio circense montado por los vencedores de indios no hace sino criticar abiertamente el negocio del espectáculo de su propio país, la conversión del espacio público y de los medios de comunicación (cine y televisión, principalmente, pero también el mundo de la publicidad y de la prensa) en un vulgar circo en el que unos tipos que simplemente actúan, con las caras embadurnadas de maquillajes grotescos y baratos, unos disfraces cutres y armas de fogueo, construyen un relato ficticio sobre la realidad de su tiempo. El ojo de Altman, el cine que habla de un circo que tergiversa la historia para glorificar  a uno de los padres de la patria que, como otro de ellos, Davy Crockett, no es más que un asesino de indios, un genocida (y ahí es de vital importancia el subtítulo original del filme, la “lección de Historia de Toro Sentado”), no hace sino advertir al público americano sobre una televisión, unos medios, que hablan de un circo político que tergiversa la realidad (especialmente la reciente guerra de Vietnam) para glorificar a los padres de la patria de entonces, las sucesivas administraciones presidenciales. Lo que hace Altman a mediados de los años setenta del pasado siglo, yéndose cien años atrás y haciendo coincidir su película con el bicentenario de su país, es, simplemente, denunciar el hecho de que las buenas intenciones de la Declaración de Independencia de 1776 terminarían por convertirse, finalmente, en un circo. La historia, como no podía ser de otra manera, ha terminado por darle la razón instalando a dos auténticos bufones comparables a Cody, también bañados de un falso relato mítico, George W. Bush y Donald Trump, en la Casa Blanca.


Buffalo Bill y los indios (Buffalo Bill and the Indians, or Sitting Bull’s History lesson, Robert Altman, 1976)

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