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Cabalgar juntos pero no revueltos: Los comancheros (1961)

Publicado el 25 marzo 2013 por 39escalones

Los comancheros_39

Asomarse a una buena pantalla al inicio de Los comancheros (Michael Curtiz, 1961) es una promesa de disfrute asegurado durante 105 minutos. Asistimos a un duelo de honor en el que el jugador de Nueva Orleans, Paul Regret (Stuart Whitman, injustamente olvidado actor que terminó en vulgares películas de catástrofes  y mediocres seriales televisivos), termina con la vida del hijo de un juez, con el que ha tenido alguna pendencia originada en la mutua rivalidad. Esto, aunque haya cumplido las estrictas formas que imponen las caballerosas normas de la justicia violenta del Oeste, le pone al otro lado de la ley por imperativo familiar, y no es otro que el capitán de los Rangers de Texas Jake Cutter (John Wayne), el encargado de arrestarlo y llevarlo ante los tribunales. Pero en su tránsito surge una complicación: los indios comanches, reconocidos incluso por los propios indios de Norteamérica como los más salvajes, anárquicos, sanguinarios y despiadados, andan revueltos, y justamente una banda de comancheros (con este apelativo se conocía a la gente del sur de Estados Unidos y del norte de México que comerciaba con los comanches, a los que solían vender normalmente armas y alcohol a cambio de tierras, mujeres, caballos o cautivos blancos por los que pedir rescate, o de bienes saqueados en los ranchos y puestos militares) está en territorio indio haciendo negocios, se supone que con un buen cargamento de rifles que podrían suponer una gran ventaja para los belicosos comanches. Cutter ha de enfrentarse a la situación mientras arrastra consigo a Regret, con el que establece una curiosa relación de caracteres contrapuestos: el guardián de la ley es el típico vaquero rudo, tosco, bruto y poco inteligente; Regret, sin embargo, a pesar de ser un jugador, se dota a sí mismo de los aires aristocráticos europeos, o más bien franceses, tanto en sus ropas como en su compostura. Eso le vale el continuo y zumbón apelativo de “mesié”, que Cutter le dedica constantemente. Obviamente, ambos personajes se complementan, se comprenden, se entienden y, finalmente, se hacen amigos, con lo que la misión y el desenlace de su particular relación legal adquieren otros derroteros. Al dúo se suma un tercer personaje, el estrafalario Tully Crow (enorme, grandioso Lee Marvin), una especie de remedo chusco y cachondón del pistolero Liberty Valance que interpretó para John Ford.

The Comancheros - 39

En la película predomina la acción en grandes dosis, pero no descuida otros elementos comunes del género, como es la construcción del guión en torno a un pequeño grupo de personajes antagonistas, especialmente su pareja central, con choque cultural, de caracteres, de habilidades, competencias e intereses entre los que poco a poco va surgiendo la oportuna y más que conveniente sinergia e incluso alimenta también el romance en la figura de Pilar (nombre coincidente con el de una de las tres esposas hispanas de Wayne, por cierto, interpretada con solvencia en este caso por Ina Balin), la también tópica presencia junto a los malos que los traiciona por amor a un recién llegado que le ofrece lo que en su vida no tiene. Los combates con los comanches poseen pulso y espectacularidad, y la secuencia en la que asistimos a la reunión de los comancheros con sus clientes en el poblado indio alcanza notables cotas de tensión y suspense, especialmente a raíz de su desenlace (excelente la secuencia del carro abierto y el comanchero arengando a los indios hasta que…). El tono ligero, la narración sin pretensiones, la búsqueda de un mero entretenimiento, no descuida la confección de un guión preciso, algo tópico y previsible, bastante tendencioso en el retrato de los indios (aunque ya hemos advertido de que la opinión de otras tribus sobre los comanches no distaba demasiado de la que tenían los blancos), pero más que disfrutable en sus gags y en buena parte de sus diálogos (la escena de la detención, por ejemplo, o el diálogo entre Regret y Tully Crow mientras juegan al póquer). Whitman sobresale como galán que sabe batirse el cobre cuando toca, Wayne es el Wayne de siempre (incluso en cuanto a su vestuario, aunque en algún momento se camufle de manera un tanto extravagante), con su habitual personaje plano pero sólido, sin fisuras, estrechamente ceñido a su papel icónico en el western, siempre feo, fuerte y formal, y el que se come la pantalla en cada plano s el gran Lee Marvin que, lastimosamente, abandona el metraje mucho antes de lo que al espectador le gustaría. En el resto del reparto, conocidos nombres del western y del cine de aventuras como Bruce Cabot (tantas veces co-protagonista junto a Wayne), el propio hijo de John Wayne, Pat, o el omnipresente Jack Elam, toda una institución en el cine del Oeste, además de otros rostros conocidos como Henry Daniell, uno de los malos “malosos” oficiales del cine clásico americano y británico.

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La última película del director de origen húngaro, uno de los más grandes del periodo clásico (la última de una larga, larguísima carrera que en Europa y Estados Unidos reúne alrededor de 180 títulos, mudos y sonoros, en blanco y negro o color, cortos, medios y largometrajes, algunos de ellos inmortales, inolvidables, imperecederos, que todos recordamos), sin apartarse de la fórmula canónica del western prefijada por maestros como John Ford (su cinta Dos cabalgan juntos (Two rode together) se estrenó el mismo año), Howard Hawks, Raoul Walsh, Henry Hathaway o John Sturges, o por el mismo Curtiz (en sus títulos, por ejemplo, con Errol Flynn), es más, siguiéndola al milímetro hasta en sus componentes más insignificantes, ofrece en cambio a pesar de ello una muy estimable historia repleta de acción, humor y poderosas y vibrantes imágenes filmadas por un director enfermo de cáncer que a los 73 años, sabedor de que no iba a sobrevivir, prefirió dejar este mundo al pie del cañón, al aceptar la oferta de dirigir una película que aceleraría su proceso de deterioro, en vez de dejarse morir abandonado sobre la cama de un hospital. John Wayne continuó con sus pinitos en la dirección echando algún que otro cable durante los forzosos tratamientos y descansos de Curtiz, que terminó falleciendo durante el montaje (el mismo año estrenó una película sobre Francisco de Asís, el santo católico que tan de moda está cuarenta y pico años después). Pero esta última película no parece ni mucho menos la obra de un hombre acabado, desahuciado. Por el contrario, posee un ritmo, una vivacidad y un humor, que parecen impensables como producto de las manos de un cineasta moribundo. La grandeza de Curtiz, en el cine y en la vida, llega a tanto y a mucho más.


Cabalgar juntos pero no revueltos: Los comancheros (1961)

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