Samuel James tiene diez años y luce del modo que aparece en la instantánea superior, tomada del Daily Mail, respondiendo desde este mes, al nuevo nombre de Livvy y con un nuevo sexo, o sea, con otro diferente al suyo, al que tenía antes de irse de vacaciones.
Al parecer, el chico, o la chica, está diagnosticado de disforia de género, un trastorno, supongo que mental, que lo hace sentirse a disgusto en el cuerpo de un hombre. Como quiera que la ciencia médica es incapaz de curar determinados desórdenes psiquiátricos, pero puede disimular mediante la cirugía un cambio de identidad sexual, pues se interviene al tal Samuel para que salga del quirófano una bella muchachita en la flor de la niñez y encarando la adolescencia.
Al margen de que estemos, o no, de acuerdo con el cambio, lo relevante en este caso, es la edad del muchacho: Diez años. En este espacio se publicó el caso de Kim Petras, tratado a los dieciséis años y sobre quien corrieron ríos de tinta precisamente por la temprana edad a la que se llevó a cabo el cambio. Para Samuel, la decisión hubo de ser adoptada por sus padres, y no falta quienes entienden culpables a sus progenitores de los peculiares gustos de la criatura. Lo terrible, en este caso, es la irreversibilidad de las decisiones, porque hacer a Livvy volver a ser un hombre, se me antoja verdaderamente difícil, y diez años son poca edad para asumir el alcance o las consecuencias de los propios actos. La verdad es que, desde mi punto de vista, los padres no deberían haberlo consentido; después, la noticia corrió como un reguero de pólvora determinando una publicidad que tampoco me parece necesaria para el trastorno de este chico, o chica, o lo que sea y hoy, su foto está en todos los mentideros de esta vasta red electrónica. Las opciones sexuales deben ser libres para cada individuo, pero de la misma manera que el consentimiento en este país está en trece años, y se considera uno de los más precoces de Europa, debería suceder otro tanto en cambios de este tipo, impidiendo a chiquillos de diez años, o a sus padres, tomar decisiones que pueden lamentar el resto de sus vidas.