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Carta

Publicado el 04 julio 2019 por Claudia_paperblog

Las ventanas abiertas y un paisaje inmóvil. La canción del autostop, de nuestro primer verano, de esa habitación de hotel en Nîmes, con unos ventanales gigantes siempre abiertos a una callejuela estrecha, siempre hambrientos de luz, que tocaba nuestra piel, perlas de sudor en la frente. Igual que este lunes, solo que esta vez en la cama estrecha de una habitación estrecha que tiene una ventana estrecha en un estrecho barrio de la (a veces) estrecha Barcelona. A veces estrecha en verano, pues la ciudad quiere respirar en verano igual que lo hace durante el resto del año e infla sus pulmones, pero llega un punto en el que se ahogan por la humedad como los de un enfermo o los de una persona mayor. Sin embargo, el espacio no es un problema, cuanto menos haya entre los dos, tanto mejor. Él es mi sol y mi verano y los recuerdos más bonitos que tengo a su lado son en esta época del año, felices, morenos, cansados de nadar en el mar y de follar, de ir en bici, de hacer excursiones.

En cuanto llego por la noche a su casa, me tiene la cena preparada y cuando me lleva a la habitación, pone esa canción y me empieza a desnudar lentamente, creo que ya ha llegado el calor, las cerezas cayendo del árbol, la boca manchada de sandía, su sabor dulce en mi lengua.

-Me gusta mucho follar contigo en verano -me dice-. Tenía muchas ganas de esto.

Ahora contemplamos el atardecer a través de la ventana, tumbados en la cama y abrazados, sin pronunciar palabra alguna y ese momento de paz y calma no lo cambio por nada del mundo. Nos hemos despertado a la 1,30 del mediodía y ha ido a comprar pizza carbonara al restaurante de su calle, Il fuoco, y pasar la resaca a su lado, por muy mal que me encuentre, es de película. Lo haría cada día si hiciese falta. Nos hemos vuelto a dormir por la tarde, yo en la cama y él se ha ido al sofá sin que me diera cuenta, así que me he despertado medio enfadada porque le necesitaba a mi lado, pero me ha abrazado y estaba fresquito porque se había duchado. Encendemos el aire acondicionado, que entra por el pasillo como una brisa que te acaricia, pero que no te da directa, y estamos sin ropa tumbados, mirando en Instagram todos los viajes que haremos en nuestra vida. Sudamérica. Ahí quiero ir, como esa chica francesa, y colgar fotos de hamacas, atardeceres en hostales, comida diferente, gente riendo, bailando, una bici en un camino polvoriento.

Nos duele la cabeza y sabemos que no deberíamos haber bebido tanto ayer. Con un gran esfuerzo, decidimos salir por primera vez en el día a las 8 de la tarde. Le quiero llevar a ver la fachada de una casa del barrio de Sant Antoni, aunque cuando le enseño la foto, él dice que ya ha estado allí. No lo creo. Caminamos y nos despejamos, frente a un negocio hay una mujer con una radial intentando abrirle la puerta al hombre que nos mira avergonzado y que, probablemente, se ha dejado las llaves dentro. Un taxi casi atropella a un hombre, que cruza sin mirar. Dos chinos pasan junto a nosotros en sus patinetes eléctricos llevando bolsas de LOEWE al hombro.

Y él se encapricha de un helado, así que entramos a ese restaurante colombiano y lo pide para llevar, lo llaman ensalada de fruta, pero solo tiene 4 trozos de melocotón y también lleva queso. En casa lo pruebo y no me gusta, es que el helado de fresa no lo soporto. Me sabe a artificial.

Igual que esta mañana, solo que esta vez sin él. Entraba un aire fresco que poco iba a durar teniendo en cuenta el mes de julio aproximándose. Una taza de leche en la mano, la estela de otro avión, la ropa tendida en el balcón de enfrente.


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