Revista Cultura y Ocio

Cien habitaciones y una cena

Por Zogoibi @pabloacalvino
Cien habitaciones y una cenaKindle

Al despertar, tardo unos instantes, como siempre, en saber dónde estoy. ¿En cuántos lugares diferentes he dormido ya durante este viaje? Tal vez cien, y apenas una noche en cada uno. Cien camas distintas; cien mesillas y lámparas, cien techos, puertas y ventanas, aseos, cien habitaciones extrañas, desconocidas, sin llegar a familiarizarme con ninguna. Eso de algún modo ha de pasar factura al espíritu, a la mente y quizá también al corazón.

Esta vez es un hotel de Munster, comarca del Alto-Rhin, región de Alsacia. ¿Fue ayer cuando me caí de la moto? Ni siquiera un día ha transcurrido y me parece que haga una semana. Palpo el lugar de la contusión: ya me duele menos; sólo molesta al presionar la base del pulgar. Muy bien; podré continuar viaje.

Hago mis maletas en un santiamén. Creo que podría con los ojos cerrados; de tal modo he mecanizado los movimientos, repetidos una y otra vez, casi a diario, puliendo la rutina durante cuatro meses. Dejo la habitación, otra más; saco a Rosaura de la cochera y me alejo del hotel… apenas cien metros, para venirme a un bar cercano, Hotel bar des Vosgues, y llevar a cabo mi ritual de las mañanas cuando viajo por Francia: tomarme un café con un croissant, que en ningún otro sitio lo hacen como aquí. Cada vez me gustan más los bares franceses de pueblo. Normalmente sólo hay viejos; ocho he contado aquí, y conmigo nueve; son jubilados más algún que otro desempleado. La única mujer es la camarera, también mayor. El ambiente es agradable, típico mañanero, de ocio tranquilo y sin prisas; quizá por eso me gusta estar en compañía de gente mayor: porque hacen las cosas con calma y no se apresuran. Unos conversan, otros leen el periódico, todos se conocen… Esta sociedad, entrañable y rural, me hace envidiar a quienes tienen un hueco en ella. Yo siento que no pertenezco a ningún sitio.

Entre los bosques otoñales de Alsacia

Entre los bosques otoñales de Alsacia

Continúa la lluvia de los dos últimos días y tengo la sierra por delante, así que ya veremos si no acabo mojado hasta el corvejón. Ensillo la burra y emprendo, ahora sí, la ruta de hoy. Esta comarca del Alto Rhin es preciosa, y más o menos gemela a la Selva Negra alemana: la misma formación geológica, semejante en orografía y vegetación, sólo que al oeste del valle. Y la lluvia, aunque incómoda para la moto, es ideal para sacarle partido al otoño y disfrutar en toda su gloria la paleta de colores: del verde claro al oscuro, varios amarillos y ocres, rojizos y marrones… No falta un tono ni un matiz y, mire hacia donde mire, el entorno es vivificante. No había encontrado tanto paisaje digno de ser fotografiado desde que dejé Noruega. Pero esta comarca no es muy grande y pronto paso a la siguiente, Alta Sajonia, región del Franco Condado; que también tiene su carácter pero no es tan bonita, y menos ondulada.

Rosaura entre la hojarasca y los árboles

Rosaura entre la hojarasca y los árboles

Paso por Mélisey, un pueblín de nada, y me detengo en un bareto de hotel donde encuentro una curiosa escena costumbrista: es la hora del almuerzo y el local está lleno de hombres dando cuenta de su pitanza. Se advierte la familiaridad entre todos, clientes asiduos, trabajadores de por aquí. Me recuerda a aquella época de la academia en que solíamos un grupo de amigos comer en el Hórreo, regentado un cocinero gallego, Moisés, que nos daba de comer como a sus hijos. Pido un kir, típico aperitivo francés, y me ponen algo de tapa, cosa rara en ese país.

Al salir, la lluvia ha arreciado un poco, y así continúa todo el rato hasta que llego a Marnay, donde las nubes, cada vez más espesas, aconsejan que me quede a dormir. Pero el primer hotel donde pregunto ya no funciona como hospedería; el segundo, en mitad de la plaza, no abre hasta dentro de una hora; y un tercero que he encontrado callejeando abre aún más tarde. Es muy corriente en Francia que los hostales pequeños cierren varias horas a mediodía. ¿Espero? Es que no hay un lugar donde puda meterme mientras, así que continúo. Y es entonces, entre Marnay y Pesmes, cuando me cae el chaparrón gordo que me cala hasta las orejas. Menos mal que, si bien se considera, el agua no hace daño; sólo es molesta; eso de tener que conducir con la ropa mojada fastidia, pero nada más. Al llegar se la quita uno, se da una ducha reconfortante, se pone algo seco y tiende las prendas mojadas a secar. Al día siguiente están listas.

Ruta de hoy: de Munster a Pesmes

Ruta de hoy: de Munster a Pesmes

En Pesmes no ando con melindres y me albergo en el primer hospedaje que encuentro, el Hotel de France, nombre típico donde los haya; está un poco retirado de la carretera, tranquilo y, como soy el único huésped, también silencioso. La señora es muy amable y la habitación muy básica, pero lo importante es que la ducha y la calefacción funcionan bien.

No me cansaré de alabar el temperamento francés: en general son corteses, amigos de saludar por la calle y tratarse de usted, amables y serviciales con la clientela, sonrientes y afables en el trato. Aparte, Francia cuida sus pueblos y ciudades con esmero: se respeta lo antiguo en lo posible, preservando todo lo que no haya que reformar; y si es necesario, entonces se conserva el estilo tradicional, sin caer casi nunca en el mal gusto, tanto en interiores como en exteriores: calles, casas, carpintería, mobiliario, etc. Por eso rasulta al final un país tan encantador, lo mismo en el campo que en la ciudad. A veces creo que, de no ser por los coches, parecería que no hubiera pasado el tiempo ni llegado la vida moderna hasta aquí. ¡Igualito que en España!

Un rinconcito cualquiera de Besmes

Un rinconcito cualquiera de Pesmes

Dando un paseo por Pesmes, entro a un bar llamado Du Centre y pido un vino blanco del país, que sea seco. Me pone el hombre un chardonnais, de lo mejor que he probado. Hay tres o cuatro clientes y enseguida entablamos una amistosa charla, hablando de vinos y de países, de Francia y España, de los problemas del País Vasco y demás temas afines, buscando la convergencia. Al salir, me llega al olfato con especial intensidad ese inconfundible olor pueblo; esa mezcla de aromas tan característica, el de la leña quemada, la tierra mojada, la vegetación y el ganado. Pese a la llovizna, no hace nada de frío.

La cena en el restaurante del Hotel de France resulta ser una de las experiencias más folclóricas de todo el viaje, no apta para pusilánimes. Es un negocio familiar en un comedor muy rural, con mesas de madera maciza y manteles a cuadros, sobre los que revolotean impertinentes moscas. Una señora algo entrada en años sirve los platos y un hombre ya mayor, casi un anciano, pasa por las mesas ofreciendo más pan a los comensales -por supuesto sin cobrarlo aparte, no como en España- y recogiendo la vajilla usada. Los platos del menú son recios y el servicio es genuinamente rústico: vieja loza descascarillada, barro, madera… De primero me ponen un foie-gras casero, basto de aspecto y fuerte de sabor, no muy de mi agrado pero interesante, servido en una bandejita con pepinillos de donde uno se echa al gusto. Esto de servirse uno mismo ha de ser costumbre aquí, porque en una mesa vecina veo que también cogen ad libitum de una enorme tabla con quesos de varios tipos y tamaños. El vino de la casa, bastante bueno, viene en pequeñas jarritas de vidrio que los franceses llaman pichet. Como no entiendo bien el menú, de segundo he pedido algo a ciegas, creyendo que serían cayos, pero que resulta ser un ave, no sé si paloma o codorniz; pero está rica como he probado pocas y viene acompañada por dos sabrosas rebanadas de pan frito y, en bandeja aparte, dos cazuelas de guarnición: una con champiñones salteados y otra con lentejas. Además el plato que me han puesto está caliente, como a mí me gusta, para que no se enfríen las viandas al servirlas; un detalle que en muchos restaurantes de más postín no he visto. De postre, queso fresco natural, más casero imposible, con azúcar y una pequeña tarrina de crema. Así que ha resultado una cena estupenda y original, de las que muy pocas veces se toman. ¿Y el precio? Quince euros.

Me doy una caminata por el pueblo para bajar la comida. Es de noche y ha dejado de llover. El bar Du Centre está cerrando sus puertas y por las calles ya no hay nadie. Un perro late desde algún corral lejano. Tras los vidrios de las ventanas se adivina el calor de los hogares. La Alta Sajonia se dispone a dormir. Y yo, ¿sabré mañana en qué habitación estoy?

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