Revista Literatura

Cinturón blanco

Publicado el 26 marzo 2010 por Onomatopeyistas

De pequeño me apunté a clases de judo. No era violento ni robaba el bocata de mis amigos, pero supongo que lo eché a suertes y salió eso. Ni siquiera sabía qué era eso del “judo”. La gente decía que allí uno aprendía a defenderse. Pero yo era un niño angelical que nunca se metía en problemas, no quería “defenderme”. Veía Heidi y me gustaba el Rey León.
Recuerdo el primer día y el olor del gimnasio. Olía a pies y a tatami. Yo iba enrollado en una especie de pijama-bata completamente blanca. Y un cinturón, también blanco, que viene a ser como la “L” en los coches: “ese es el tonto, a por él”.
Aquel cinturón no sujetaba nada de la parte de arriba. Se soltaba y desataba a cada paso que daba y nunca supe si había que hacerle un nudo o atarlo con un lazo. Un nudo era más masculino, supuse. Pero, realmente, el cinturón no servía para nada más que dar pellizcos a los compañeros. O que ellos me dieran a mí.
Mi grupo era un grupo de jóvenes macarras. De esos que sí roban bocadillos, te piden “100 pesetas” si te ven por la calle y llevan la chaqueta medio puesta medio caída a la altura de los hombros. De esos tipos que acojonan cuando eres chaval porque te sacan dos cabezas. Y cuando entré el primer día y vi lo que me tocaba, miré el cinturón blanco y recé.
Yo, un niño al que le faltaba una pala, al que le gustaba el lenguado sin espinas y jugaba con micromachines, tenía que enfrentarme, en mi primer día y con mi cinturón blanco, a lo mejor de cada casa de todo mi pueblo. Una especie de héroe cinematográfico blando y con sentimientos que acabaría con el crimen organizado de la zona.
Pero me dieron por todas partes. Volteretas laterales, invertidas, de cabeza, patadas, llaves, golpes, zancadillas… realmente se “defendían” muy bien de mis ataques. Yo me dejaba llevar y solté mi cuerpo muerto a merced de la violencia, como la persona que desiste en la plaza del Ayuntamiento el día del chupinazo y se deja arrastrar. O como Di Caprio en Titanic en esa tabla en medio del mar.
¡Lo qué pude recibir aquel día! Yo, que lo máximo que había dado era una patada sin querer jugando a fútbol o una colleja sin que vieran quién había sido y que, por lo tanto, no me podían devolver. Lo que allí había era un grupo paramilitar adiestrado en las montañas del Tibet que dominaban las artes marciales y el kung-fu. Jóvenes entrenados para matar, o algo así.
Al terminar la clase, me miré en uno de los espejos laterales y me volví a atar el cinturón. Estaba despeinado y tenía la cara como un tomate. Respirando fuerte y bañado en sudor, me dije, “¿es eso todo lo que podéis hacer?”. Repito, diciéndomelo a mí mismo, no fuera a ser que me oyeran… Y así, el profesor dijo “nos vemos el próximo día a la misma hora”, y todo terminó.
Obviamente, el próximo día a la misma hora fue su tía. Yo quería acabar con la violencia juvenil en mi pueblo, claro, pero yendo allí con mi cinturón blanco, débil e indefenso, sólo podía fomentarla.
Con todo el dolor de mi corazón, tuve que dejarlo. Le estaba empezando a coger el tranquillo y ya había conseguido memorizar todos sus movimientos de ataque. Pero mi responsabilidad como ciudadano pesó más, y tuve que dejarlo. Regalé mi kimono a un insensato que acababa de empezar, y su madre me regaló un disco de las Spice Girls que todavía conservo. Discazo.
Hoy, soy el chico que sólo fue a una clase de judo y que no pasó del cinturón blanco. El chico que aprendió que si quieres evitar la violencia es mejor correr, huir o evitar a la persona que sabe hacerla. No meterse en problemas. Por ahora, no he tenido que "defenderme" ningún día.
Imagen: Judo Avilés

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