Revista Filosofía

Comentario de Ex 34, 29-35: Su rostro resplandecía por el encuentro

Por Zegmed

Comentario de Ex 34, 29-35: Su rostro resplandecía por el encuentro

Como algunos saben, hace algo de tiempo ando fastidiado por la pobreza que encuentro en las homilías de la misa dominical. Son, salvo excepciones, experiencias poco enriquecedoras en las que se nota un pobre trabajo de los textos y la apariencia, aunque esto ya es decir mucho, de una muy poca vivencia personal de los mismos. Por esa razón hace varios meses andaba pensando en abrir una sección en el blog dedicada a la hermenéutica bíblica. En buen cristiano, una sección de interpretación de textos de la Escritura. Esta es pues, la primera entrega de muchas otras que espero hacer con el único fin de compartir con ustedes la Palabra de Dios a través de la modesta interpretación que trataré de darle desde esta tribuna. No pretendo erigirme como una autoridad en el tema ni asumir que mi forma de ver los textos es superior a la de los curas que usualmente escucho; pero, al menos, ofrezco al lector intelectual o espiritualmente interesado la garantía de haber meditado con detenimiento los textos, lo que creo ya tiene de suyo un valor. No sé qué tan frecuentes sean estas entregas, pero sí anticipo que tratarán de cubrir el orden del Calendario Litúrgico y que irán más allá de la liturgia dominical. De otro lado, no planeo comentar todos los textos de la liturgia diaria, por lo que a veces verán ustedes una reflexión sobre el evangelio, pero también, como hoy, podrán encontrar comentarios sobre el Antiguo Testamento. Finalmente, no podría ser de otro modo, sepan que mi forma de acercarme a los textos estará marcada por mis propios horizontes de interpretación, como diría Gadamer, razón por la cual verán aquí reflejada mi vivencia cristiana, pero también la influencia de la filosofía y la teología que leo y estudio hace años. Dos referentes particularmente importantes serán, cómo no, Gustavo Gutiérrez y David Tracy. Agradezco, finalmente, la inspiración indirecta de mi amigo –y mañana presbítero– Victor Hugo Miranda SJ, quien al compartir conmigo la pauta de oración ignaciana me dio el perfecto pretexto para iniciar esta tarea. Los dejo, pues, con la primera entrega, dedicada al Éxodo.

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Dice la Escritura que Moisés bajó del monte con las tablas del Testimonio. Bajó después de su encuentro con Yahveh, un encuentro que simbólicamente se sitúa en el lapso de 40 días y 40 noches, sin agua y sin pan. Moisés había ascendido al monte, recordemos que la altitud del mismo era signo de cercanía a Dios, para recibir de Yahveh la revelación que, nótese, es revelación a través de la palabra. Las tablas del Testimonio no son otra cosa que eso, la forma en que Dios manifestado ante Moisés, se proclama a su pueblo. Esta relación de manifestación y proclamación ha sido estudiada por Ricoeur (Fe y filosofía) y Tracy (The Analogical Imagination) con particular cuidado y de esa línea hermenéutica deseo apropiarme.

Dice el hagiógrafo que después de su encuentro con Yahveh, Moisés descendió del monte, pero al hacerlo, producto de su encuentro, su rostro resplandecía con una intensidad cegadora. Su rostro era consecuencia directa del encuentro, señal poderosa de la presencia de Dios: manifestación. Su rostro iluminado hacía patente el quiebre entre lo sobrenatural y lo humano, entre lo sagrado y lo profano. La luz que enceguecía al pueblo de Israel y que los llenó de temor marcaba la ruptura propia de quien se hace consciente de la propia finitud y daba lugar a la emergencia de un temor santo, aquel del que cae en la cuenta de su insignificancia frente a la inmensidad del universo y, dentro del mismo temor santo, de la necesidad de que esa luz cegadora ilumine la vida y de que ese Dios todopoderoso salve.

Sin embargo, junto a esta lógica de la manifestación aparece la otra, la de la proclamación. Dios se revela al mundo y mediante su palabra reconecta aquello que esa luz que ciega y ese temor que aleja podrían haber quebrado. La palabra de Dios, revelada en las tablas del Testimonio y plenamente en la Palabra, i. e., el Logos, Cristo Jesús, constituye el modo en que el mismo Yahveh cubre la brecha de su manifestación acercándose Él mismo a su pueblo, revelándole su amor a través de su ley. No obstante, como bien recuerda Tracy, esta tensión entre manifestación y proclamación es inherente a la experiencia religiosa judeocristiana porque encierra el corazón de la fe: la conciencia plena de que nuestro Dios nos trasciende de un modo tan absoluto que enceguece y genera temor y, a la vez, la conciencia de la gratuidad de un amor que se nos revela sin condicionamientos y que reestablece cualquier ruptura que pudiese derivarse de la fuerza abrasadora de la manifestación.

Esta lógica dual se hace patente, además, de modo maravilloso a través del velo de Moisés. Dice el texto que Moisés, al notar el temor que causaba (uno podría inferir), se cubría el rostro cada vez que bajaba del monte y se dirigía al pueblo; cada vez que estaba en presencia de Dios, por el contrario, descubría su rostro. Se cubría, entonces, para que la proclamación, revelación hecha palabra, tuviese su lugar; para que el temor cesase y viniese la apertura a la buena noticia. Sin embargo, el rostro solo estaba cubierto, no dejó nunca de brillar: signo patente de la manifestación de Dios que siempre está presente, pero que deja espacio para la proclamación, en buena cuenta, porque el Señor respeta nuestros tiempos y nunca fuerza el modo en que debemos recibirle. De otro lado, está el contacto de Moisés con Yahveh. Moisés se descubría ante Dios en señal de profundo respeto, pero, como recordaba San Agustín, sobre todo en signo de plena apertura: “lo que soy ante Dios eso soy y nada más”. Develar el rostro es señal de la exposición absoluta de la interioridad: “aquí me tienes, Señor, para hacer tu voluntad”. Solo cuando uno tiene más abierto el corazón y se despoja de todo ropaje es posible acceder a la manifestación de Dios con menos temor, con mayor disponibilidad y, esto es importante para el caso de Moisés, con la plena conciencia de que el privilegio de su encuentro supone la responsabilidad de su proclamación.

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