Revista Filosofía

Comentario de Lucas 9, 57-62: ¿qué amo cuando amo a mi Dios?

Por Zegmed

Este es un pasaje del Nuevo Testamento que siempre me ha parecido muy interesante y aleccionador:

Mientras iban caminando, uno le dijo: «Te seguiré a donde quiera que vayas». Jesús le dijo: «Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza». A otro dijo: «Sígueme». El respondió: «Déjame ir primero a enterrar a mi padre». Le respondió: «Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el Reino de Dios». También otro le dijo: «Te seguiré, Señor; pero déjame antes despedirme de los de mi casa». Le dijo Jesús: Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios».

A partir de este fragmento, la prédica usual, y hace bien en hacerlo, pone énfasis en el carácter desafiante y radical del seguimiento de Jesús. En efecto, el camino cristiano no es una cosa sencilla, sino una experiencia de un encuentro radical y la consecuente vida-en-permanente-misión. Tampoco hay que hacer de esto una razón para el fundamentalismo y la intolerancia, cosa que pasa muchas veces en aquellos que se creen “tocados” por la verdad revelada por Dios. Como ellos o ellas la han recibido y han decidido seguirla con rigurosa piedad, los demás deben hacerlo igual; si no lo hacen, entonces viene el juicio severo, la censura y la acusación. Yo he visto esto en grupos parroquiales con una facilidad espeluznante, en amigos míos, incluso. El seguimiento del Señor implica radicalidad, sí; pero de eso no se colige que haya que desarrollar una actitud anticristiana de censura por el pecador o por el que vive de modo más flexible (a veces más profundo) la fe. Recuerden que prostitutas y pecadores entrarán al cielo antes que fariseos y sumos sacerdotes. Aquí el Señor no nos viene con ambages.

A pesar de esto, es sobre otro punto, conectado, claro, que deseo poner la atención. Es, para mí, esta la frase más impactante del extracto que la liturgia propone: «Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza». Es lo más impactante, además, porque ilumina de un modo profundo lo anterior. Hay mucha gente que piensa que la experiencia cristiana es algo acabado. “Sí, soy cristiano católico; sí, creo en tales cosas; sí, voy a misa; etc., etc.”, parecen decir algunos y creer que con eso es suficiente. Pienso en una amiga, además, a quien fastidiaba un poco en la tarde diciéndole que debía leer algo para profundizar su fe. La fastidiaba, porque el tono en que lo hice fue de broma, pero mi intención sí era genuina. Su respuesta bien podría resumir el modo en que viven muchos cristianos: “Me informaré mas acerca de la cuestión […], mas no de los principios de nuestra religion, esos ya los sé”.

Lamentablemente, muchos cristianos olvidan el carácter dinámico de la fe, las tensiones propias de la dialéctica encarnación-cruz-resurrección (sobre lo mismo, en clave más teórica, pueden verse esto). Las olvidan con una facilidad tal que son capaces de decir algo tan contundente como lo de mi amiga, que ellos “ya saben”. Han decidido, pues, “poner las tiendas”, como quería Pedro en el Tabor (Mt 17, 4); creen que es posible detenerse a descansar porque ya han aprendido lo que tienen que saber. Noten, y esto es importante, que no digo con esto que una persona que responde de este modo sea mala; lo que digo, para usar un giro, es que ha aburguesado su creencia. La ha fijado y se ha encerrado en un modo de creer que ya no se deja interpelar por el fragor de tempestad del misterio de Cristo. Recordemos siempre que hasta los animales silvestres tienen lugar para el descanso, pero que el Señor no puede ni reposar la cabeza.

Esa vitalidad, que es también riesgo, duda, dificultad, es inherente al seguimiento de Jesús. Como recuerda John D. Caputo (Sobre la religión, 2005, sobretodo el primer capítulo), siguiendo a San Agustín, el evento-Cristo lo que hace es mantener siempre abierta una pregunta: “¿qué amo cuando amo a Dios?” o “¿qué amo cuando te amo a ti, Dios mío? (Confesiones, X, vi). Esa, queridos amigos, y hace bien Caputo en enfatizarlo, es una pregunta para la que no se puede, simplemente, “saber” la respuesta. Es una pregunta abierta que debemos mantener siempre así, durante nuestra vida completa. Cuando decidimos responderla sin más, en ese momento la fe empieza a perder vitalidad, en ese instante hemos “mirado hacia atrás” y hemos empezado a perder el Reino de los Cielos. El Señor no descansa, ¿por qué deberíamos hacerlo nosotros?


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