Revista Opinión

Comidas de España (I) – Impertinente explicación

Publicado el 23 diciembre 2015 por Jmlopezvega

Parece ser que, de chaval, yo tragaba como algún desaforado personaje de García Márquez. A juzgar por varias fotos de distintas épocas, mi horno metabólico era incapaz de quemarlo todo, dando lugar a abundosas y vergonzosas chichas. Creo que siempre fui obeso -mejor dicho, una morsa escasamente flotadora-, hasta que una tardía cordura me alcanzó ya en la Universidad. Inicié entonces una insensata alternancia de períodos magros con fases gordinflas, una alternancia que el bienintencionado diría inexplicable, pero que yo explico perfectamente: en ciertas rachas me atiborraba como un poseído, no por los diablos, sino por tragancias estragantes.Comidas de España (I) – Impertinente explicación

Cursé la Primaria en un cole al que íbamos en autobús. El trayecto matutino venía a durar una hora y le venía fatal a mi centro del vómito, pues a menudo llegaba al colegio y echaba fuera el desayuno. (Resultado nº 1: dejé de desayunar y ¡seré cabezón!, estuve sin hacerlo desde los 7 hasta los 49 años.) En el mismo cole hacíamos el almuerzo y la merienda, aunque en realidad yo no comía allí demasiado. Los almuerzos, pché; daban garbanzos una vez a la semana -los odiaba- y daban unas lentejas muy deficientes -cuando no me veían embadurnaba el plato sin apenas probarlas-. Para merendar, daban un bocadillo distinto cada día; los de mortadela y foie-gras eran puaj y repuaj, respectivamente, así que solo comía el de chocolate y sobre todo el de mantequilla con azúcar, que era celestial e imperdonable.

Quiere decirque que si yo estaba como un ceporro, que lo estaba, era por las triscas que me metía en casa, por la tarde/noche. (Resultado nº 2: durante 40 años, para mí, solo tenía peso la cena.) Ya de médico, cuantas más tareas iba asumiendo, menos comía durante el día. Así que a la hora bruja del ocaso, ¡hostias!, era más barato comprarme un traje que invitarme a cenar. Me zampaba las alubias, la paella, las patatas con carne o los macarrones, como una desbrozadora supersónica, y a continuación arrasaba las baldas del frigorífico como las panzerdivizionen. Embutidos, queso, yogures, naranjas (pobres naranjas)... y por último me calzaba un litro de leche -como lo oyen, un litro-, por supuesto remojado con pan o galletas.

En las fases de tragancia más irracional, que nunca supe/pude adscribir a nada concreto, ni a los ciclos lunares, ni a la secreción de cortisol, ni a los vaivenes del clima. A algún interruptor en lo hondo de los sesos se le pelaba un cable y allá iba yo, como un anormal. En medio de la cocina (y debería decir en el suelo), al borde de la dilatación gástrica aguda, más de una vez tuve que gritar: "¡Sacadme de la cocina!" Mi mujer, mientras tiraba de mi corpachón hacia espacios más amplios, iba diciendo: "Este gilipollas se muere aquí mismo".


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