Revista Opinión

Como la primera vez

Por Danielruizgarc
Como la primera vez

Disculpadme, pero últimamente escribo más bien poco. Todo el tiempo del que dispongo lo dedico a trabajar, y el escaso tiempo libre que me queda a jugar y enredarme con los niños. Los fines de semana intento convertir mi vida en una burbuja, aislándome en lo posible de la marejada de ceños fruncidos, preocupación, rostros graves y pesimismo en la que navego durante el resto de la semana.

Pero también leo. Y en los últimos tiempos, no sé por qué, me dedico más bien a las relecturas. Es donde hallo mayor placer: reencontrarme con textos que creía olvidados o que recordaba con viveza pero a grandes rasgos. Así he releído a Céline, y así he vuelto sobre un libro que me abrumó en su día, que en mis primeras tentativas escritoras intenté imitar, y que siempre estuvo ahí, en mi memoria, y también allí, en mis anaqueles, amarilleándose, cogiendo polvo, debilitando la consistencia de sus hojas hasta parecerse a las alas de una polilla.

El otro día, al toparme con una reedición de bolsillo, no pude evitarlo: aunque últimamente no compro prácticamente libros, aunque intento llevar una vida totalmente austera, reduciendo cualquier gasto al mínimo, consumiendo lo indispensable, no pude dejar de adquirir un flamante ejemplar de Cuento de hadas en Nueva York. Y tal como lo cogí le hinqué el diente, con ese apasionamiento que producen los amores arrebatados, donde no existen reglas, donde no hay posible compostura.

Y allí voy, en el metro, de camino al trabajo, andando por la calle y leyendo, sorteando a duras penas las boñigas de caballo, que aportan a la primavera sevillana ese aroma tan característico (Sevilla en primavera es una hoja: el haz huele a azahar; el envés, a mierda de caballo). Dándome un chute de J.P. Donleavy, que leído después de veinticinco años –fue de los primeros libros que adquirí con mi propio dinero, ganado en mi primer trabajillo como monitor de baloncesto- me sigue pareciendo tan potente como el primer día. Y esto que consigue Donleavy es un milagro. Porque volver a leer con ojos inocentes, con el ardor de la primera vez, después de tanto resabio acumulado por la lectura de cientos de libros más o menos prescindibles, más o menos inútiles, más o menos consistentes, es un verdadero prodigio que uno debe celebrar.

Uno envidia la mala leche de Donleavy, pero también su afilada forma de vomitar las miserias, convirtiendo la ponzoña en poesía. Pero sobre todo uno envidia el estilo, esa forma de construir frases a martillazos. Imposible no sentirse íntimamente cercano a Cornelius Christian, uno de los personajes de novela más potentes que hayan caído en mis retinas en todos mis años como lector. Y al que uno acaba sintiéndose más unido que a muchas personas de carne y hueso con las que tiene el discutible honor de compartir vida.

Dándome un garbeo por Internet, no encuentro demasiado sobre este libro. No lo entiendo, la verdad, porque me parece una obra maestra absoluta. Y que, leída hoy, resulta dolorosa, demoledoramente actual.

Me costó lo que vale un Menú del Día. Ojalá todos los días tuviera uno ocasión de saltarse con tanto placer un almuerzo.


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