Revista Cultura y Ocio

Como quienes comen gente.

Por Tayi Tayi Fonseca @TayiFonseca

Sonrisa cabizbaja, ojos achinados, cabello lacio como su expresión. Era nueva en esto de ser sociedad, y se notaba a leguas.

Cuando naces Dios te niega el instructivo para no cagarla en eso de sonreírle a extraños, tampoco te enseña a ser gente. Eso viene en cuarto de pizca en unos, en otros no; ese no era el caso de Amanda. Ser nueva en las cosas de la vida era lo suyo.

Pequeña en estatura como también de cordura, el mundo no estaba tan solo preparado como debía para verle brillar, brillar tampoco era lo suyo. Algunos simplemente del corredor no pasarán. La suerte para otros ya esta echada, hay quienes nacen siendo magos, otros doctores y unos cuantos siendo como Amanda. La cuarta de ocho hermanas, no pretendía ser como los demás ni tampoco como algunos cuantos, de esos que tienen de todo hasta la felicidad en un jarro de café. En realidad nunca se había preguntado si quería ser como alguien, tampoco pensaba en una figura para adorar, creía en Dios sí, pero también creía que la virgen era el invento de las feministas por contarle al mundo el verdadero poder. Lo suyo no era ser inteligente, la pereza la odiaba, respiraba lento, nunca la vi verdaderamente enferma sino fuera por la tos que producía el viento en su cara, no la vi llorar ni pensé que fuera una de esas. Amanda había llegado al mundo a ser mundo, no parte de él.

Era tímida como el primer beso, y se sonrojaba como el primer desnudo. Las miradas le picaban, los abrazos no entraban siquiera en la lista. A veces me preguntaba mientras la veía de reojo, si en realidad sentía. Si en realidad quería amar. De tanto en tan poco aprendí de Amanda que aquello que nosotros llamamos tierra ella lo ve tal cual el viento, de aquello que los hombres llaman libertad para ella es simple respiro de ese viento.

"Ninguno hombre es libre", me dijó un día. "Han de haber perdido el tiempo, carnes y almas por pelear una tierra que ni es suya, ¿no crees?"- Levante mis hombros como quien regaña al niño inocente con tierra entre sus dedos. A lo mejor tenía razón. Amanda no era inteligente, tampoco de aquellas mujeres revolucionarias de quien podías esperar una palmada en el hombro. Nunca había dicho algo tan retorcido como aquel día.

Sosobra y simple curiosidad sentí al haberle escuchado, Amanda había cambiado. Y no como quien cambia en tan solo tres o cuatro párrafos de cuento, sino como quien había ido cambiando con el tiempo y su timidez detenía cada prueba de diluvio interno, lloraba por dentro, gritaba su alma por ser libre el cual brotaba como un retorcijón en escalofrío. Amanda me hacía sentir como nunca nadie lo había hecho, inseguro. El suspenso me carcomía, su mirada la delataba. Disfrutaba mas de mi inseguridad que la suya propia, nunca cuestiono ninguna incógnita en mi vida.

Yo tampoco las suyas, no éramos mundo en este mundo. No éramos nadie, tampoco íbamos a serlo.


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