Revista Filosofía

Con las heridas abiertas hacia el cielo. Un comentario sobre la esperanza cristiana

Por Zegmed

Con las heridas abiertas hacia el cielo. Un comentario sobre la esperanza cristiana

Me permito interrumpir, otra vez, la presentación de mi trabajo sobre el tema del juicio en Hannah Arendt y lo hago porque me parece pertinente escribir unas líneas de un tenor muy distinto. Ayer falleció un amigo querido, hoy debe estar a poco rato de ser enterrado. Se trataba de un muchacho de 21 años, joven, de semblante sereno, de un trato tremendamente amable y de un corazón –si se puede decir algo sobre eso– generoso. No lo veía hace años, como pasa muchas veces con amigos de círculos que uno deja de frecuentar por una razón u otra y, sin embargo, guardaba un recuerdo grato de él. Me había tocado hablarle de Dios muchas veces; sí, hablar de Dios, eso que uno hace sabiendo tan poco, teniendo apenas un esbozo, un susurro casi imperceptible. Hoy estuve en el velatorio y entre escenas de amor y de profunda tristeza pensaba, en oración, sobre la esperanza cristiana y me provocó, por qué no, tratar de escribir unas líneas al respecto como modo de canalizar mi tristeza, como modo circular de ahondar en esa misma esperanza.

Siempre he pensado que quizá es en la esperanza donde más puede verse el talante del cristiano, al menos el de su fe. Es verdad que la caridad constituye la médula de la mensaje evangélico; pero también es verdad que se puede amar sin que ello suponga la presencia de los profundos compromisos implicados en la esperanza cristiana. Es por eso que se puede ayudar muchísimo al hermano que sufre sin tener fe y ello es loable y deseable, porque la fe es una experiencia que puede ser tan aislada que esperar que sólo el hombre de fe sea capaz de ayudar al hermano es no sólo ingenuo, sino, a veces, perverso. No quiero, entonces, disminuir la centralidad de la caridad; quiero, simplemente,  posar la mirada en un fenómeno interesante: la esperanza.

Nietzsche era muy crítico del cristianismo como sabe todo aquel que lo ha leído o que, al menos, ha escuchado sobre tal crítica. Quizá el centro de su censura –esto siempre es materia de interpretación– reside en un punto: la inaceptable necesidad cristiana de inventar un Dios para así evadir la dimensión caótica, sufriente, frágil de la vida humana. Nietzsche amonestaba al cristianismo porque terminaba siendo un método de evasión de la vida que, además, terminaba por erigirse como religión de verdades absolutas que se imponían sobre los seres humanos infundiéndoles culpa y mala conciencia. Creo que a Nietzsche lo asistía la razón en buena parte de esta crítica. De todos modos, el filósofo alemán puede ser leído en muchas claves y su crítica no tiene por qué ser considerada acertada o una mera afrenta al cristianismo. Apropiarse de ella, más bien, puede terminar siendo profético para el cristiano. Ya he hablado de esto algunas veces, aunque la tarea es grande y está aún pendiente.

Sea como fuere, Nietzsche describe bien un problema real, a saber, aquel de la necesidad de la esperanza. Uno puede debatir si la experiencia de la fe es o no un signo de debilidad humana, si es algo que aparece en espíritus incapaces de soportar los embates de la vida y si se trata de una experiencia que, por tanto, podría ser prescindible en un estadio de mayor autonomía y suficiencia personal. En efecto, puede debatirse, pero no lo haré ahora. Yo quiero hablar de esa experiencia en tanto dada, no me interesa aquí su génesis.

El hombre de fe (uso el género masculino por costumbre, nada más) tiene una experiencia trágica siempre, al menos el verdadero hombre de fe. Esa tragedia consiste en la ausencia de certezas. La fe, precisamente, supone la entrega abierta, desinteresada. Una entrega riesgosa porque no hay certeza de que haya alguien del otro lado, sólo una intuición muy profunda, sólo la “certeza” de un corazón transformado. No digo que se trate de poca cosa, pero la ausencia de seguridad tiene un rol preponderante en la fe. La muerte es, precisamente, uno de esos escenarios en los que la fe y la esperanza se atan de modo indesligable y confrontan esa dura experiencia de no saber y de, simplemente, creer y entregarse.

Cuando uno ve llorando desconsoladamente a una madre que ha perdido a su hijo, a una tía, a una abuela, a un padre silencioso pero quebrado; cuando uno ve todos esos episodios piensa, como Gustavo Gutiérrez, en cómo hablar de Dios desde/ante el sufrimiento del inocente, piensa uno en la anotación hecha por Nietzsche y piensa también en que la muerte nos roza, despiadada, anunciado su cercanía, su hegemonía, su fortaleza. Y, sin embargo, el hombre de fe tiene esperanza en lo que no conoce. Espera, no en un acto de ingenuidad ni de falta de autonomía: lo hace porque un amor profundo transformó su vida como para hacerle creer que hay mucho más que lo que sus sentidos perciben. La fe se nota allí, en la profunda esperanza de que ese Dios liberador liberará también esta vez, porque es un Dios fiel, porque su misericordia sobrepasa las generaciones. Pero es eso precisamente: confianza, esperanza; no hay seguridades ni certezas. El que da las cosas por sentadas no puede comprender de lo que hablo.

La tribulación es la gesta en la que se prueba la fe, bien lo sabía Abraham y de un modo maravilloso nos lo ha contado Kierkegaard. Bien lo sabía Job y de un modo maravilloso nos lo ha contado Gustavo Gutiérrez. Aprendamos, los que creemos, a esperar en Dios. La esperanza es signo patente de la fe y la fe no es síntoma –o no siempre– de debilidad ni de pobreza existencial, al menos no en el sentido nietzscheano. La fe es apertura, apertura a un amor que nos trasciende siempre, pero, sobre todo, en la experiencia de la muerte y del sufrimiento, cuando nuestras heridas están abiertas. Abiertas, sí, pero abiertas hacia el cielo, Señor. Descansa en paz, Joshua, querido.


Archivado bajo:El presente: nuestro lugar teológico Tagged: Dios, Esperanza, Gustavo Gutiérrez, Nietzsche, Religión
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