Revista Cultura y Ocio

Contra el feminicidio, la revuelta cultural

Publicado el 10 octubre 2016 por Sonia Herrera Sánchez @sonia_herrera_s

[Publicado en “Gastar la vida” – Blog de Cristianisme i Justícia. Este artículo forma parte del Cuaderno CJ número 200 y corresponde al tercer capítulo del mismo].

Decía Concepción Arenal que «la sociedad no puede en justicia prohibir el ejercicio honrado de sus facultades a la mitad del género humano». Y precisamente de eso hablamos al abordar la desigualdad de género, de una de las más flagrantes injusticias de todos los tiempos, de un «mal radical», como diría Ivone Gebara, que ha doblegado a la mitad de la humanidad durante miles de años.

Tradicionalmente, a las mujeres se nos ha descrito como «lo otro», lo particular, lo extraño, la anécdota fuera del modelo universalizable del hombre blanco, occidental, acomodado y heterosexual en cuya identidad, al parecer, debíamos vernos reflejados todos los seres humanos. Porque aun siendo mayoría, las mujeres hemos sido constantemente aminoradas, reducidas a colectivo, sin que se tuvieran en cuenta nuestros derechos, demandas y necesidades.

Son múltiples y diversas las desigualdades que sufrimos las mujeres, como diversas son también las violencias que padecemos por el hecho de serlo. Discriminaciones y violencias que atañen a distintos ámbitos como el mundo laboral, la justicia, la política, el medio ambiente, la sexualidad, la cultura, la salud o las relaciones sociales. Por ello, es importante acercarse a estos ámbitos desde una perspectiva de género o feminista –por supuesto–, y además hacerlo también desde la perspectiva interseccional para visibilizar los nexos entre la discriminación de género y otras discriminaciones basadas, por ejemplo, en la clase social, etnia, raza, religión, edad u orientación sexual.

De la punta del iceberg a las violencias múltiples

Las violencias que se ejercen sobre nuestros cuerpos y nuestras vidas son heterogéneas. Hace años Amnistía Internacional diseñó y difundió una herramienta que nos sirve para visibilizar esa pluralidad y abordar el fenómeno de la violencia machista con mayor complejidad. Se trata del Iceberg de la Violencia de Género.

Cuando hablamos de violencia de género lo primero que nos viene a la mente es precisamente la punta de ese iceberg: la violencia física y los feminicidios. Luego pensamos también en la violencia sexual, las amenazas, los insultos…, pero eso solo representa una parte del problema, lo más visible. En la base encontramos toda una serie de violencias invisibilizadas, más o menos sutiles: desprecio, control, violencia simbólica en los medios de comunicación, presión estética, invisibilización, ninguneo, acoso callejero, división sexual del trabajo… Estas violencias conforman el caldo de cultivo perfecto para que las consecuencias más funestas de la cultura patriarcal se normalicen y sean socialmente toleradas.

El dramaturgo Humberto Robles, hablando del feminicidio en Ciudad Juárez, escribió: «Cuerpo de mujer: peligro de muerte». La realidad nos confirma que es así. Solo en el Estado español, desde 1999, 1.083 mujeres han muerto asesinadas por su pareja o expareja (dato a fecha de 27 de mayo de 2016). La estadística no contempla todos aquellos asesinatos de mujeres por razón de género cometidos por agresores que no tuvieran una relación íntima con la víctima, ya que la legislación española no ha incorporado todavía el concepto de «feminicidio», mucho más inclusivo y amplio respecto a esta cuestión.

De la evidencia a la deconstrucción

El feminicidio es, sin duda, un fenómeno global –matizado por las especificidades del contexto de cada país–, que se cobra cada año la vida de unas 65.000 mujeres en todo el mundo, según datos de Naciones Unidas.

Sobre todo lo dicho, podemos aportar aún muchos más datos que ilustran la situación de discriminación a la que nos enfrentamos las mujeres a diario:

• Un 35% de las mujeres de todo el mundo ha sufrido violencia física y/o sexual durante una relación de pareja, o violencia sexual fuera de su relación de pareja. El porcentaje puede llegar a ser del 70% en algunas zonas.

• El 98% de las personas explotadas sexualmente son mujeres, 4,5 millones en todo el mundo.

• Cada año, a 2 millones de niñas les es practicada la ablación cifra que se ha de añadir a los 100 millones de mujeres mutiladas genitalmente.

• 700 millones de mujeres de todo el mundo se han casado con menos de 18 años. De ellas, 250 millones antes de cumplir los 15.

• En la Unión Europea, entre el 40 y el 50% de las mujeres ha sufrido acoso sexual, contacto físico o insinuaciones sexuales no deseadas en el lugar de trabajo.

• El 99% de las tierras cultivadas del planeta pertenecen a hombres, mientras que las mujeres producen el 70% de los alimentos básicos.

• 2/3 de los analfabetos del mundo son mujeres y niñas.

• Aunque las mujeres constituyen el 65% de las licenciadas del Estado español, solo representan el 45% del mercado laboral.

• 7 de cada 10 mujeres han sufrido algún tipo de acoso callejero.

• En España, la diferencia salarial entre hombres y mujeres se sitúa en un 19,3% (3 puntos por encima de la media europea).

• El 84% de los parlamentarios del mundo son hombres, mientras que las mujeres representan más de la mitad del electorado.

• En los libros de texto de secundaria las mujeres son las grandes ausentes: solo aparecen representadas en un 7,5%.

• Únicamente el 10% de las películas que vemos están protagonizadas por mujeres.

Podríamos seguir aportando cifras que muestran que Victoria Camps quizás fue extremadamente optimista cuando afirmó que el siglo XXI sería «el siglo de las mujeres». Son muchos los retos que debemos afrontar para que, como argumentaba la filósofa Amelia Valcárcel, «el orden completo prevea que es justo que nosotras tengamos la mitad de todo» en igualdad de derechos. Para lograrlo, el mayor reto reside en la incorporación transversal de la perspectiva de género en todos los campos del saber y en toda actividad –incluido el binomio fe-justicia– y en la deconstrucción del discurso hegemónico, que continúa siendo eminentemente androcéntrico.

Esta deconstrucción tiene que ver con la propia identidad, con cuestionarse cómo nos conforma el patriarcado como personas y con el rol que han jugado en esa conformación los diferentes factores de socialización, como son la educación recibida, los libros leídos, las películas vistas, nuestros grupos de pares… Todo ello requiere derribar ídolos, despojarse de certezas para llenarnos de dudas y observarnos desde otros prismas.

No será fácil, ya que se trata de encarar desde lo personal y lo local un imaginario cultural y unos modelos epistemológicos dominantes que están fuertemente arraigados, pero tal como sostiene Sayak Valencia, a día de hoy tanto los problemas como las formas de resistencia y resiliencia deben abordarse desde una doble dimensión «g-local», reflexionando y actuando al mismo tiempo desde lo local y lo global.

Por una Iglesia de las mujeres y para las mujeres

En ese actuar g-local, las religiones y sus instituciones tienen un importante papel. Somos conscientes de que por acción u omisión, a lo largo de la historia, la Iglesia católica ha discriminado y violentado a las mujeres incesantemente, asumiendo el discurso patriarcal dominante que proclamaba ya en tiempos de Platón y Aristóteles su inferioridad, traicionando así su propia tradición donde se afirma con contundencia que «no hay varón ni mujer porqué todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gal 3,28). Sabemos que la teología oficial no tiene resueltos muchos temas relacionados con el cuerpo, la sexualidad o la reproducción; que la jerarquía eclesial ha mantenido –y mantiene– un silencio cómplice y punzante ante la violencia contra la mujer y continúa mirando hacia otro lado…

Somos conscientes de ello, pero es necesario que abramos puertas y ventanas porque, como escribió Higinio Alas en 1983, «no hay resurrección sin insurrección contra el mal». Y si ya san Hipólito de Roma allá por el siglo III reconoció que María Magdalena había sido la «apóstol de los apóstoles» y si nosotras también somos «pueblo de Dios», debemos tomar la palabra y reclamar la «mitad de todo» que se nos debe también en lo que concierne a nuestra fe. Y para fundamentar esta reclamación, podemos empezar por preguntarnos qué pueden aportar los movimientos feministas, las teologías críticas y de la liberación y la teología feminista a esa transformación.

Un hecho social se convierte en problema social cuando hay conciencia de él y la Iglesia puede –y debe– contribuir, en justicia, a visibilizar esta incontestable realidad de la desigualdad, a sensibilizar a favor del respeto a la dignidad de las mujeres y en defensa de su subjetividad. Acabar con el silencio será, sin duda, un primer paso y un signo profético que podrá ayudar a que el sueño de Victoria Camps para este siglo no se quede en utopía estéril.

(Article en català aquí).


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