Revista Cultura y Ocio

Cotidianeidad

Publicado el 15 mayo 2017 por Javier Ruiz Fernández @jaruiz_

Sol ebrio

En un bar del centro un loco se emborracha en su tragedia. Su locura se define por lo inextinguible que resulta; a veces ebria, otras, psicosomática, pero siempre de exterior, siempre de terraza.

Cada tarde se acompaña de una curiosa compañera: una niña, pequeña y desgarbada, quien busca una pizca de atención entre los ojos de un adulto que ya no está hecho para lo intrascendente que sucede alrededor de su próximo trago.

Hoy, ese hombre observa a la niña de cerca, envuelto en una neblina alcohólica que se extiende y complica en su pronóstico desde la sobremesa. La niña, a su vez, mira a una mujer entrada en la cuarentena a través de la cristalera del local; en el interior del bar, su madre no aparta los ojos de la barra mientras se contonea entre desconocidos ansiosos por invitarla a otra copa. ¿Y su padre? Quién sabe.

—La vida es un sinsentido, y tú demasiado pequeña para saber de ello —concluye el borracho apenas al iniciar.

La cría lo mira con ojos cómplices, sin llevar nunca la contraria a su acompañante. En el interior hay risas y obsequios; su madre ya empieza a tambalearse, como todas las tardes al salir de un trabajo del que nunca habla y de un recoger a su hija de la escuela a quien, a menudo, olvida incluso acompañar (o se niega). Por todo ello, ella siempre prefiere la terraza, aun por obligación.

Cotidianeidad
Fotografía perteneciente a la Colección Ernest Heminway en el John F. Kennedy Presidential Library and Museum de Boston. En la misma, aparecen Ernest Hemingway y Antonio Ordonez bebiendo y riendo.

Muchas tardes espera hasta después del anochecer, también en verano; algunos días vuelven acompañadas, y consigue algún regalo puntual de manos extrañas: una Coca-Cola o, con suerte, una barra de chocolate. Su madre siempre le roba un sorbo, o un bocado, y ella se siente mal por un instante al pensar que no hay nada suyo que esa mujer no corrompa.

Hoy no será uno de esos días, piensa. En el interior, ya están cansados de beber.

—¿Quieres que vaya a por otro cigarrillo? —pregunta la niña. Cada tarde consigue, por lo menos, tres o cuatro, y los raciona con puño de hierro por petición de su peculiar acompañante. Después, cuando el borracho prende uno, disfruta observando cómo los anillos de humo brotan graduales entre sus labios resquebrajados por el licor y una nariz roja de capilares dilatados.

Todo eso lo lee después. O lo apunta en un cuaderno de color cobrizo que oculta y mantiene lejos de su madre; allí lo reserva, lo guarda todo, y busca resolver aquello que el resto de su mundo no puede solucionar ni con actos ni con palabras.

Algunos días, el borracho dice que trabaja; otros, en cambio, no tiene fuerzas ni para arrastrarse hasta el bar. Esas tardes también prefiere quedar fuera. Lejos de palabras que vuelan entre las mesas y que consolidan una realidad cotidiana que amenaza con destruirla. Esos días se acompaña de Pirulo, el verdadero nexo que une a la niña de siete años y a un borracho crónico de cincuenta y tres: un perro. La única heroicidad que el barrio le conoce a lo largo de toda una vida mediocre. Una paliza, una mano rota y toda la energía que aquella terraza iba a robarle en varios días por rescatar al animal de las garras que lo maltrataban.

Durante unas semanas, Pirulo vivió en casa del borracho; ahora vive con ella, aunque lo alimenta el barrio entero. Los detalles de esta otra historia los desconocen los vecinos y, lo que todavía es más sorprendente, también la niña, pero todas la imaginan cubierta de una lúgubre épica donde la madre de la pequeña, a quien nadie le había visto ceder ni desistir ante nada de lo que se le había metido entre ceja y ceja —si bien, y en honor a la verdad, solía tratarse de copas, cigarrillos y caprichos menores—, accedió a convivir con Pirulo bajo su techo tras una breve conversa con aquel cincuentón de terraza.

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Una niña parisina baila frente a su oso de peluche en 1961.

Su compromiso, sin embargo, no se limitó al perro, sino también a las heridas infringidas a su compañero de tardes por los antiguos dueños del animal. Para aprender a sanarlas, la niña escuchó pacientemente la escueta disertación que le dieron unos y otros; a posteriori, tras contrastar los datos en la biblioteca del barrio, hizo caso omiso de todo lo que se le había dicho y aceptó pacientemente las críticas de la mayoría.

Al escaparse a la biblioteca, lugar que conocía por afán personal, pero que la mayoría de días tenía vetado por desatención activa, corría el riesgo de hacer enfadar a su madre, a quien por suerte no le costaba mucho mirar hacia otro lado siempre que no surgiesen molestias imprevistas; por esta vez, no le importó.

Al pasar de los años, la niña comprendió que ese hombre era familia. No es que le gustase más ni menos que su madre o el barrio, pero al menos él estaba ahí de forma intermitente. Había días en los que el borracho no hacía acto de presencia, pero la niña no se preocupaba en exceso; esas tardes respiraba con calma el aire de ciudad a la espera de un retraso imprevisto o un día de asueto concedido por la borrachera.

Sin embargo, al sexto día consecutivo, la niña empezó a preocuparse, e incluso Pirulo parecía inquieto ante la falta de la vieja galleta que acompaña el café y que el curda no olvidaba traer en el bolsillo ni una tarde. Ese día esperó fuera. También el siguiente. Pensando en que quizá el hombre que la acompañaba todas las tardes había desaparecido de la faz de la tierra. Eso era la muerte: otra cosa que nadie le había explicado.

Ante la duda, la niña se encaminó al interior del bar, seguida de cerca por el can que no la dejaba ni a sol ni a sombra. Dentro no hubo un cliente que no le pusiese cara al borracho, pero pocos sabían su nombre o tenían noticias recientes del mismo. Solo Pepe, el Culé, el quiosquero del barrio le había visto hace un par de días con «cara de muerto en vida», según sus propias palabras; compró el periódico, le comentó que llevaba en cama las últimas noventa y seis horas y volvió a la portería del número 14 de la calle Provincias, donde siempre había vivido.

La niña no sentía especial estima ni orgullo por el hombre de la terraza, pero vio algo necesario y leal en intentar visitarle. De este modo, no solo podría conocer la gravedad del enfermo, sino también devolvería alguna de las escasas, pero constantes, atenciones que el borracho le había ofrecido durante más de cinco años.

Pensó en escapar a media tarde, pues era el momento en que su madre menos atención prestaba siempre al exterior, ocupada en conseguir, al menos, dos o tres copas y un hombre que la aguantase las próximas horas.

Sin embargo, en quien más confiaba en el mundo, traicionó con sus ladridos a la niña; en vez de seguirla, Pirulo creyó oportuno esperar en la terraza, y así se lo hizo saber a la cría y a la madre, quien salió del local como una exhalación y le soltó dos tortas. Tras el guantazo, no pudo más que enfadarse por unos segundos con su perro, pero no tardó en observar que sería absurdo ponerse en contra al único ser que verdaderamente se preocupaba por ella.

Aquel séptimo día de ausencia, cuando volvían a casa, la niña intentó convencer con buenas palabras y sinceras promesas a su madre y a su último compañero nocturno, si bien todo lo que ganó fue quedar sin cena y advertida de que, si volvía a preguntar, el castigo no iba a ser tan leve.

No sería hasta la octava mañana cuando, tras un frugal desayuno autoimpuesto, la niña decidiría por primera vez saltarse un día de colegio al que su madre estaba dispuesta a acercarle para aprender lo que significaban los principios y la falta de ellos. Alerta frente a esta posible salida que su madre debió prever, la niña fue acompañada hasta la puerta del colegio en una mañana de numerosas primeras veces, pero decidida a ello, se mantuvo paciente hasta que su progenitora marchase a toda prisa hasta el polígono donde trabajaba, y permitiese una huida sin alborotos.

No quedó ahí la consecución de reiteradas malas patas, sino que la casualidad quiso que aquella mañana la señorita María llegase tarde a la clase del segundo curso y encontrase a la niña emergiendo de uno de los pasillos hacia el exterior. La profesora, de treinta y bastantes bien llevados, sentía cierta simpatía por la situación de la niña, por lo que se dispuso a acompañarla hasta su aula e incluso a navegar entre los posibles amparos que la cría necesitaba como agua de mayo. Durante unos segundos, ambas se miraron en silencio, pero la pequeña, con las cosas claras y el plan trazado de antemano, no quiso arriesgar más de la cuenta, y salió pitando en dirección a la parada del autobús. María, sorprendida, suspiró, y anotó en un papel la necesidad de hablar con su madre de la educación de su hija y de la falta de un núcleo familiar estable; papel que rompería antes del almuerzo tras algún sollozo más.

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Una niña besa a un cachorro en 1950. © Bernard Hoffman

Pese a su edad, y quizá a causa de esa mezcla de resolución y energía, nadie dijo nada a esa niña que entró en el diecinueve como un tornado, picó su abono de transporte y se escurrió hasta la parte trasera del autobús, donde descansó los veinte minutos del trayecto.

A pocos metros de su casa, saludó desde fuera a Pirulo, quien saltó por una ventana que su madre había dejado abierta, y acompañó los restantes sesenta o setenta metros que separaban el número 14 de la calle Provincias y el 138 de Zapateros, donde vivían madre e hija desde que su padre las abandonase.

Presionó varias veces al timbre del tercero, sin prisa, sabiendo que, si estaba aún tan enfermo como le habían dicho, quizá el borracho tendría dificultad para alcanzar rápidamente el interfono. Tras el cuarto timbrazo, se pudo oír:

—¿Sí? —era un sí débil, sin fuerza, carente de espíritu.

—Soy la niña del bar Los Amigos —dijo.

—¿Quieres subir? —preguntó la voz del borracho por el interfono.

—Viene Pirulo conmigo —contestó esta.

Como respuesta, el sonido de la puerta desbloqueándose y la invitación a pegar un empujón a la misma. Al otro lado del interfono, el hombre colgó mucho más rápido de lo que había tardado en coger el cacharro, aunque esperó, de pie y con la puerta abierta, a que la niña y el can ascendiesen corriendo a toda prisa por las escaleras.

Una vez dentro, el borracho cerró la puerta tras de sí y les invitó a sentarse en una de las sillas del salón. Él se dejó caer sin fuerzas en el viejo sofá de felpa gris con marcas de colillas en la tela.

—¿No tendrías que estar en el colegio? —preguntó.

La niña asintió.

—Quería saber si estabas bien. El Culé dijo que estabas enfermo y que hacía días que no salías de casa —agregó.

—Ya estoy mejor. Tengo el hígado enfermo por no cuidarme y me ordenaron reposo tras salir del hospital. Si voy a la calle, seguro que acabo en el bar, ya sabes.

—¿No quieres ir al bar? —preguntó la niña, quien no lo entendía.

—No puedo beber —contestó el borracho.

—¿Nada?

El curda no supo qué contestar a la niña. Se levantó y cogió una chaqueta, de allí sacó unas cuantas galletas de desayuno y las dejó caer al lado de Pirulo.

—Van con intereses hoy, que hace días que no nos veíamos.

—¿Puedo comerme una? —le preguntó la niña.

El borracho negó con la cabeza y la llevó de la mano a la cocina, donde cortó una barra de medio por la mitad y preparó dos bocadillos de pan con tomate y queso que terminaron devorados por uno de los dos.

—No te preocupes, con la medicación no tengo hambre —dijo el hombre, disfrutando de la compañía de otra persona en casa por primera vez en años. A mediodía, la niña se despidió de su compañero de terraza y se dispuso a dejar a Pirulo en casa y volver a la entrada del colegio.

—Podrías bajar al bar por la tarde —comentó la niña.

—Si tú me vigilas las copas que me tomo —dijo.

—¿Cuántas puedes tomar? —preguntó ella, resuelta.

—Ninguna —contestó, con la voz llena de duda.

—Te dejaré fumar algún cigarro de más —concedió la pequeña.

Cuando salía por la puerta, el borracho le hizo una última pregunta a la niña:

—¿Me dejas al perro hasta esta tarde? Así, tengo que bajar seguro.

***

Sol aguado

Por la tarde, ese hombre sin nombre que acompañaba a la niña de apelativo homónimo bajó a la calle con Pirulo y un bocadillo de pan con longaniza. Por primera vez en su vida adulta, cuando salió el camarero de aquel bar, pidió un refresco sin gas y se enfrentó al pitorreo generalizado; a los pocos minutos llegaron madre e hija, quien no advirtió siquiera que el perro de la casa estaba allí, junto a aquel hombre que pasaba la vida en una terraza. La niña le dio un cigarrillo al llegar y consiguió unos cuantos más para acompañar la bebida.

Desde esa misma tarde, unas cuantas cosas cambiaron: el bocadillo se convirtió en una tradición, Pirulo pasó acompañado las mañanas que la niña podía ir a escuela y la nota a pagar se volvió una excusa más que una verdadera necesidad.

Por lo demás, todo siguió igual. Cuando despejó aquella neblina y mejoró el pronóstico, la niña siguió mirando al interior, su madre no apartó los ojos de la barra mientras se contoneaba con un poco menos de garbo cada día. ¿Y su padre? Quién sabe.

De cara a la galería, todo lo encontró la niña fue un pobre sustituto, y a un perro, repletos de complicidad y buenas intenciones.

No quería más.


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