Revista Cuba

Crecer en un barrio

Publicado el 08 abril 2016 por Yusnaby Pérez @yusnaby
Crecer en un barrio

Quien lea esto desde fuera de Venezuela debe saber que un barrio no es la distribución administrativa de un municipio  con calles asfaltadas e iluminadas, semáforos, aceras y pasos peatonales en el que se distribuyen armónicamente las viviendas o en el que se construyen urbanizaciones cerradas. Un barrio venezolano es muy diferente. Cierto, hay muchos con aceras y vías de comunicación asfaltadas, pero la mayoría lo que tienen son calles llenas de huecos, aceras que desaparecen cuando llueve, y un tendido eléctrico que sirve sobre todo de colgadero de zapatos y devorador de papagayos.

Todos tienen su propia historia. Esos barrios fueron fundados cuando los niños podían jugar chapitas, trompos o metras en la calle mientras los adultos sacaban las sillas para ver caer la tarde hablando con los vecinos, jugando dominó, saludando a aquellos que iban o volvían de trabajar… Muchas casas comenzaron siendo un pequeño cuarto construido con tablas y zinc, sin agua corriente ni electricidad, y cuyo suelo era simplemente la tierra sobre la que se había levantando el rancho. Con el paso del tiempo y a costa de innumerables sacrificios, poco a poco esos ranchos se fueron transformando primero en habitaciones con paredes de ladrillo y un techo lleno de agujeros que protegía de la lluvia, pero no lo suficiente como para que escampara primero dentro que fuera. Luego en casas con un techo resistente, suelo de granito, tuberías de aguas blancas y negras, espacios separados, y comodidades a la medida del bolsillo que el propietario podía permitirse.

Cuando se vive en un barrio se disfruta realmente de la vida, se crece con emoción. En un barrio todos se conocen, se sabe quién es el bueno y quién no. Se nota quién está pasando trabajo y quién vive un poquito mejor. Allí la vida no era perfecta, pero se podía vivir.

El vecino taxista salía a medianoche para llevar al hospital a alguno que no podía esperar una ambulancia que probablemente no llegaría a tiempo –la carrera se la pagaron cuando pasó la emergencia–. La vecina de la bodega de la esquina era el supermercado más cercano que vendía casi todo lo que cualquier familia podía necesitar, los portugueses de la panadería  hacían los cachitos con los que los muchachos merendaban durante el recreo del liceo. Los mismos muchachos que cada carnaval iban a la playa en una excursión organizada por el chofer del autobús que se ponía en marcha puntualmente cada mañana a las cinco. Esos jóvenes que luego se convirtieron de padres y siguen viviendo en el mismo barrio que ya no es ese donde pasaron su infancia, sino un lugar peligroso donde hasta los techos tienen rejas construidas por el herrero que vio prosperar su taller a medida que los robos iban aumentando.

 

Crecer en un barrio

Aquellas  lluvias que convertían en improvisadas piscinas las veredas son cada vez más escasas, los vecinos ya no se juntan para ver el juego de béisbol porque lo mejor es que cuando caiga la noche todos estén encerrados en sus casas. La señora que viene de trabajar se libra de un atraco porque el asaltante fue su compañero de clase. Ya la gente no se muere de vieja ni los hijos entierran a sus padres. Sobre todo en los barrios son los padres quienes lloran a hijos y nietos que yacen rodeados de la sangre derramada por los disparos de aquellos que lo único que aprendieron en la vida fue lucrarse a costillas de los demás.

Después cincuenta años sintiéndose en casa y del décimo atraco en dos meses, los portugueses de la panadería vendieron lo que pudieron, hicieron las maletas de nuevo y regresaron a Madeira. Haber montado el negocio en un barrio era un drama para el vendedor de cervezas que debía pagarle “lo suyo” al uniformado de turno para evitar que le cerraran algún día con cualquier excusa.

Subir y bajar cientos de escalones cada día para buscar agua o ir a trabajar, tener que salir en lo oscuro y caminar por la orilla de la autopista para agarrar varios autobuses, crecer en un lugar que empieza a ser peligroso puede ser  el mejor estímulo para el estudiante que se empeña en terminar una carrera que le permita mudarse a otro sitio y ofrecerle a su familia una vida mejor antes de que él también tenga que enterrar un hermano. Lo de invitar a los amigos para celebrar un cumpleaños respetando el “toque de queda” impuesto por los malandros resulta totalmente irrelevante.

Ya no hay barrios sanos y barrios peligrosos, Venezuela en sus cuatro puntos cardinales es una gran ruleta rusa, y quien se haya salvado de cualquier episodio de violencia no ha hecho más pasar el turno y dar otra vuelta deseando que la próxima tampoco le toque.

Atrás quedaron aquellos maravillosos años en los que los amigos sin citarse ni nada se encontraban cada tarde en la cancha donde jugaban baloncesto hasta que oían a sus madres llamándolos para cenar. Ya nadie sale en bicicleta con bolsitas de plástico anudadas en el manubrio a pedirle ciruelas o mangos a la señora del patio grande lleno de árboles frutales y con un jardín de rosas de todos los colores imaginables. Ya no se hacen sancochos los domingos porque ese día todos están ocupados haciendo cola para conseguir lo que haya y que generalmente no da ni para una sopa corriente.

Muchos de los que lograron salir del barrio gracias a su esfuerzo y/o talento lo llevan en el alma, lo recuerdan con nostalgia y hasta con dolor. Es ridículo e insultante pretender que un deportista de élite o cualquier venezolano nacido, criado en un barrio (o no) silencie su preocupación por la inseguridad que rodea a su familia, a sus amigos, a la gente que dejó en Catia, La Pomona, Petare, Aragüita, Unión… simplemente porque a los corruptos e incompetentes que ostentan el poder no les hace gracia que el mundo entero sepa cómo realmente se vive en un país donde cualquier crítica a la realidad de hace veinte años jamás pudo imaginar que incluso aquel desastre, aquel nivel de corrupción, delincuencia y pobreza se convertiría en un paraíso soñado para quienes hoy padecen en carne propia o a través de sus seres queridos la abrumadora miseria, la despiadada violencia y la injustificable ineptitud de esa estafa llamada Socialismo del Siglo XXI.

Fotos:

runrun.es

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