Revista Cine

Cuéntamela otra vez/XL

Publicado el 17 mayo 2015 por Diezmartinez
Ante el estreno mundial de Mad Max: Furia en el Camino (Mad Max: Fury Road, Australia-EU, 2015), noveno largometraje del australiano semi-hollywoodizado George Miller y tardía continuación de la trilogía de culto Mad Max, también dirigida por él, me di a la tarea de revisar las cintas originales que, para ser francos, no las había vuelto a ver completas desde el momento del estreno. 
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Mad Max (Ídem, Australia, 1979) fue la opera prima del australiano George Miller, quien ha construido, si no la carrera más lograda de la Nueva Ola Australiana –así fueron bautizados los cineastas de aquel continente que debutaron en los años 70-, sí la más ecléctica e interesante. Además de la trilogía Mad Max, Miller ha dirigido la comedia feminista Las Brujas de Eastwick(1987), el emocionante melodrama familiar y científico Un Milagro para Lorenzo (1992), la oscura secuela Babe, el Puerquito Va a la Ciudad(1998), el díptico animado-musical Happy Feet (2006 y 2011) y, ahora, Mad Max: Furia en el Camino.La primera Mad Max es ejemplar en su planteamiento y ejecución y en solo 90 minutos. En un futuro cercano pero indeterminado, la civilización ha pasado a mejor vida. En las vastas carreteras australianas, en la interminable Anarchy Road que atraviesan autos y motos a gran velocidad, no hay ley que valga, a no ser la de los malandrines y los  “interceptores”, una especie de policías que solo se diferencian de los maleantes en que tienen charola.El filme inicia con la persecución del psicopático “Jinete Nocturno” (Vince Gil), quien en su carro, a toda velocidad, deja atrás a varios “interceptores”, hasta que se encuentra con el infalible cuico Max Rockantansky (un Mel Gibson de ridículas 23 primaveras), quien provocará la muerte del malandro y de su histérica acompañante. Al enterarse de esto, el jefe de la banda, “El Cortadedos” (Hugh Keays-Byrne, desatado), buscará vengarse de Max y de su compañero (Steve Bisley), a quien terminará achicharrando. A punto de dejar esta chamba, Max regresa a ella cuando “El Cortadedos” le arrebate lo que más quería en el mundo.A 36 años de su estreno, la original Mad Max sigue siendo una esplendida pieza de cine genérico, entre el western clásico de venganza y la road-movie post-apocalíptica. La violencia, escamoteada elegantemente a través de eficaces elipsis (el rostro horrorizado de Max al ver el estado en el que quedó su compañero, un zapatito rodando en la carretera para sugerir la tragedia, un plano general para respetar el dolor de nuestro héroe), contrasta con las emocionantes carreras, los súbitos choques, las previsibles explosiones y hasta el memorable big close up de unos ojos enrojecidos a punto de estrellarse contra un tráiler.Las carreras y los choques, muy al estilo de los años 70, se ven y se escuchan muy reales: cristales rotos, carrocerías gruesas retorcidas, motores rugientes y a veces hasta chillantes, cual animales feroces y/o en celo. Una primera entrega anti-sentimental, diríase que construida solamente para justificar los minutos finales de la venganza de un Max Rockantansy convertido, para siempre, en el Mad Max del título.Cuéntamela otra vez/XLSi en la primera Mad Max (1979), George Miller nos había entregado una road-movieque terminaba en violenta y emocionante cinta de venganza, en la secuelaMad Mad 2: Guerrero de la Carretera (Mad Max 2: The Road Warrior, Australia, 1981), segundo largometraje de Miller. el director australiano echó mano de varias referencias clásicas, pues la historia del solitario expolicía traumatizado Max Rockantansky ayudando a un grupo de pacíficos colonos en contra de una banda de malvados salteadores de carreteras, tiene ecos del western americano, más aún con la relación que se establece entre Max y cierto Niño Salvaje (Emil Minty), que nos remite claramente a Shane, el Desconocido (Stevens, 1953).Pero más allá de la premisa de raigambre clásica, la pieza maestra del filme –y de toda la trilogía original, de hecho- resulta ser la extraordinaria secuencia de acción, casi al final de la película, en la que vemos a un casi tuerto Max manejar un enorme tráiler que contiene miles de litros de combustible, que en este mundo post-apocalíptico es más valioso no solo que el dinero, sino que las propias vidas humanas.Max es perseguido frenéticamente, durante 17 minutos, por los malandrines liderados por Lord Humungus (Kjell Nilsson) y su feroz perro de presa, el punketo gay Wez (histérico Vernon Wells), en una secuencia perfectamente dirigida por Miller y editada por Michael Balson, David Stiven y Tim Wellburn. Para poner en vergüenza a cualquier hacedor de cine de acción contemporáneo, no perdemos de vista a ninguno de los personajes y sabemos en qué están cada uno de ellos: Max al volante del tráiler, los facinerosos en sus respectivos autos, el aviador sin nombre (Bruce Spence) en su helicóptero hechizo, el solovino Niño Salvaje siempre a un lado de Max, los malosos abordando el tráiler cual piratas del asfalto, Max resistiendo cada uno de los embates…El gusto por la elipsis que había mostrado Miller en el primer filme lo hace a un lado aquí: en el interior de cada encuadre sucede toda la acción, bien ejecutada por un reparto de héroes y villanos en frenesí, por los lanzadazos dobles haciendo locuras y por los experimentados conductores de las motos y los autos, en una coreografía visual y auditiva de chirridos de llantas, motores rugientes y bestias mecánicas que se pierden, chocan, explotan y mueren en el camino. Solo queda una en pie: la bestia humanizada Mad Max convertida en leyenda.
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En la tercera parte, Mad Max: Más Allá de la Cúpula del Trueno (Mad Max Beyond Thunderdome, Australia, 1985), también de George Miller en co-dirección con George Ogilvie, Max Rockantansky es ya, en efecto, una leyenda viviente: así se considera él mismo al verse obligado a vender sus servicios a la reyezuela tiránica Aunty (Tina Turner), así es considerado por una tribu de niños y adolescentes que confunden a Max con una suerte de mesías llamado Capitán Walker.Estamos varios años después de los acontecimientos de la segunda Mad Max, en una ciudad en medio del desierto, Bartertown, regida con femenina mano de hierro por Aunty, una sexy negraza rodeada de un trío de efectivos achichinchles (que si El Colector, que si Blackfinger, que si Ironbar). Max llega a ese lugar en medio de la nada porque el aviador del segundo filme (Bruce Spence) y su precoz chamaco (Adam Cockburn) le han robado su auto (más bien, carreta) jalado por camellos. Con el fin de recuperar su único medio de transporte que ha sido puesto a la venta en Bartertown, Max accede a hacerle el trabajo sucio a Aunty, quien quiere eliminar al único rival que no se doblega ante ella. En esta cinta el combustible fósil ya no es problema. Toda la energía es producida, literalmente, por la mierda de varias decenas de cerdos convertida en gas metano. La planta de energía, que se encuentra en las tripas de Bartertown, es manejada por Blaster-Master, el dúo dinámico formado por un gigantón descomunal, Blaster (Paul Larsson), y un enano maquiavélico, Master (Angelo Rossitto, un veterano de Fenómenos/Browning/1932). Si Max elimina a Blaster, el pequeñín Master quedará a merced de la ambiciosa Aunty.Cuando Max cumpla (más o menos) con su cometido -el hecho de que no lo haga por completo tiene que ver con la segunda parte del filme-, nuestro héroe será desterrado al "Gulag", un inabarcable desierto de arenas amarillentas en la que la muerte es segura, sea abrasado por el Sol, sea devorado por las propias arenas movedizas. Sin embargo, al salir de Bartertown, Max no solo ha cambiado de escenario sino de película: el expolicía será rescatado por la jovencita Savannah (Helen Buday), quien lo llevará al escenario de Un Señor de las Moscas (Brook/1963 o Hook/1990) en versión ligera, pues en esta suerte de oasis infantil, los niños salvajes viven esperando al salvador que los llevará al Mundo del Mañana. Y Max es ese salvador. O eso es lo que ellos han aprendido a creer.La cinta, en efecto, es todo lo irregular que se le reprochó en su momento: a una ruda primera parte, alegórica y post-apocalíptica (conocemos una sociedad cuya energía está basada en la mierda y cuya economía descansa en el trueque más abusivo) le sigue una segunda parte infantil/juvenil que roza con la ñoñería -aparentemente a cargo del codirector Ogilvie- y se recupera en la infaltable persecución en la que Max, Master, el aviador sin nombre y los chamacos que los acompañan huyen de la malvada Aunty por los abiertos desiertos australianos, Max y los suyos en una suerte de máquina de ferrocarril, los villanos en los rugientes autos de siempre.Hay en la secuencia final un elemento nuevo en la trilogía: un humor slapstick tan elemental como bien ejecutado, con un chamaco noqueando a los malosos a sartenazo limpio o con un niño cortando el barrote en el que se sostenía un villano, tal como lo haría El Correcaminos con El Coyote. Incluso en la famosa secuencia en la que Max enfrenta a Blaster en la Cúpula del Trueno del título, el humor es parte de la acción, en esa incapacidad de Max de alcanzar cierto silbato que puede ser la salvación para él, o en ese caprichoso funcionamiento de una sierra que se descompone en el momento menos oportuno.Miller, un cineasta que siempre ha sido difícil de encasillar -véase su filmografía al inicio de esta entrada-, hizo en Más Allá de la Cúpula del Trueno un película curiosa: un filme post-apocalíptico que no puede ni quiere ser duro con nadie. No con sus héroes ni, mucho menos, con sus villanos. O, en todo caso, con su carcajeante villana.
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Y así llegamos a Mad Max: Furia en el Camino, con un nuevo Mad Max (Tom Hardy) en un escenario post-apocalíptico similar, solo que corregido y aumentado. O, más bien, comprimido. Y es que el guion de Miller, escrito en colaboración con Brendan McCarthy y Nick Lathouris, tiene una historia que no es más que un mero excipiente para las impresionantes secuencias de acción montadas por el cineasta y su equipo. Un monosilábico y apagadón Max se une esta vez a la rebelde y mutilada guerrera Imperator Furiosa (Charlize Theron), quien ha huido hacia un mejor lugar con las cinco mujeres del siniestro Immortan Joe (reaparecido Hugh Keays-Byrne, el Cortadedos del Mad Max original), amo y señor de Citadel, una suerte de Metrópolis (Lang, 1927) ocre y desértica. En esta ocasión, la humanidad sobreviviente no lucha por el combustible fósil o por la energía producida por el excremento de los puercos, sino por algo más simple y necesario: un líquido llamado Aqua Cola. O como le decimos todavía en nuestros tiempos: agua.La huida de Imperator Furiosa y las cinco mujeres escoltadas por Max y su infaltable solovino, el Warboy en busca de redención Nux (irreconocible Nicholas Hoult), es el centro y la periferia de todo el filme. Desde la primera secuencia, en la que Max es capturado por los emblanquecidos y enloquecidos WarBoys de Immortan Joe, hasta el interminable enfrentamiento final, que a ratos parece una versión en ácido de una película del oeste en la que una caravana es atacada por facinerosos e indios, toda la cinta avanza al frenético ritmo de las escenas de acción, cada vez más complejas, cada vez más extendidas, cada vez más delirantes (Por cierto, ¿qué consumen Miller y sus coguionistas para imaginarse a un grupo de malandrines con su propio músico metalero acompañando el desmadre con todo y su guitarra escupe-lumbre?).En este apabullante escenario de acción pura, el Max Rockatansky de Tom Hardy es arrinconado por partida doble y en su propia cinta: por la espectacularidad de las persecuciones en la que él es una pieza más, y por una carismática Charlize Theron que, con toda premeditación, alevosía y ventaja, termina robándose la película. Pero no hay que llamarse sorprendido: tan es claro que Miller pensó en el Max de Hardy como un personaje secundario en su propia cinta que la última imagen del filme no le pertenece a él sino a Furiosa, la nueva lideresa de una Citadel que ha sido recuperada para transformarla en un lugar habitable para los más jodidos. Ella es la auténtica protagonista de la cinta y, por eso, a Max no le queda más que saludarla de lejos, con admiración y reconocimiento, y perderse entre la multitud. La leyenda ya no es él, sino Furiosa. 

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