Revista Cine

Cuéntamela otra vez/XXVII

Publicado el 21 mayo 2013 por Diezmartinez

Cuéntamela otra vez/XXVII Ante la aparición de oooootra versión de Anna Karenina (Ídem, GB, 2012) me di a la tarea de revisar los dos más famosos antecedentes cinematográficos de la novela de León Tolstoi: la Anna Karenina (Ídem, 1935), de Clarence Brown, con Greta Garbo; y la Anna Karenina (ídem, GB, 1948), de Julien Duvivier, con Vivien Leigh.    La primera película, la de 1935, la había visto hace bastante tiempo y apenas si la recordaba. Se toma muchas libertades con las 700 páginas de la novela de Tolstoi –de hecho, prácticamente toda la historia de Kitty y Levin desaparece de la cinta-, pero Greta Garbo es una perfecta Karenina y Basil Rathbone un flemático y preciso Karenin. Fredrich March, por su parte, es un adecuadamente blando Conde Vronsky.    El director Clarence Brown, un veterano de Hollywood a estas alturas –Anna Karenina fue su película número 31-, fue uno de los cineastas preferidos de la Garbo, a quien él dirigiría en siete ocasiones. Es fácil adivinar por qué Brown y Garbo se llevaban tan bien: él sabía aprovechar el magnetismo y el misterio de la actriz sueca, sin descuidar en ningún momento la puesta en imágenes, como en esa formidable escena en la que la Karenina de la Garbo sale de la casa, tomada a través de un categórico dolly-back. El problema con adaptar el texto de Tolstoi es que, a menos que se decida hacer una teleserie más o menos exhaustiva, la historia siempre está centrada en el amor prohibido de Karenina por Vronsky, mientras que la pareja espejo formada por Kitty y Levin (alter ego del propio Tolstoi, no olvidemos), es echada a un lado. Cuéntamela otra vez/XXVII En la versión británica de 1948 producida por Alexander Korda, Kitty y Levin tienen más tiempo en pantalla –aunque tampoco es suficiente- y el director Julien Duvivier, un estilista más elegante que Brown, se da vuelo presentando a sus personajes en escenarios abiertos o cerrados pero igual de descomunales. Las casas enormes, los grandes palacios o el inabarcable campo abierto empequeñecen a los personajes, perdidos en sus egoísmos y tonterías. De nuevo, como en la versión de 1935, el Conde Vronsky –por quien Karenina deja todo: marido, casa, hijo, nombre, honor, lugar en la sociedad- es interpretado blandamente por un tal Kieron Moore. El adverbio “blandamente” es necesario: Anna Karenina busca su propia destrucción por el amor de una desabrida cara bonita que ni siquiera está enamorada realmente de ella. Sir Ralph Richardson, como Basil Rathbone antes, logra un excelente Karenin, con todo y el tronar de dedos que tanto molesta  a su esposa, una muy afectada Vivien Leigh, a la que nunca pude tomar como una genuina Anna Karenina. Supongo que es mi problema, pero siempre estuve viendo a la futura Blanche Dubois –con un poco de la pasada Scarlett O’Hara- y nunca a Karenina.  Eso sí, Duvivier y sus adaptadores se dieron a la tarea de iniciar y terminar la película con citas textuales del libro, incluyendo su famoso íncipit (“Todas las familias felices se parecen unas a otras…”), como para presumir la fidelidad a León Tolstoi, a sus personajes y a sus cuitas, una fidelidad más bien teórica porque la complejidad de la relación Levin-Kitty, insisto, se hace un lado para privilegiar, nuevamente, el triángulo amoroso Karenina/Karenin/Vronsky que, a veces, resulta lo menos interesante de todo ese inagotable y fascinante universo literario creado por Tolstoi.  Cuéntamela otra vez/XXVII En cuanto a la Anna Karenina de Joe Wright, sé que es muy aventurado afirmar que esta versión es la mejor de toda la historia –hay 20 adaptaciones entre películas, telefilmes y series televisivas- pero, por lo menos, sí es más interesante que las dos ya mencionadas –y no se diga que la Anna Karenina (1997), de Bernard Rose, con Sophie Marceu, la cual he olvidado por completo.   Wright y su equipo tomaron una decisión audaz: sin renunciar a ciertos elementos del “cine de papá” histórico/literario –suntuosos escenarios, vestuarios elegantes, ambientación perfecta-, la puesta en imágenes del cineasta inglés y su cinefotógrafo Seamus McGarvey se inclina por un “continuum coreográfico-escénico” (Ayala Blanco dixit) que ubica la historia de Tolstoi en un tono de (casi) desatada tragedia musical en la que nomás falta que todo el reparto se suelte con algún gorgorito ad-hoc. Así pues, lo que vemos en esta nueva Anna Karenina es que todos los personajes (Anna, Karenin, Vronsky, Kitty, Levin, Oblonsky, Dolly et al) se mueven no en la Rusia de Tolstoi perfectamente reconstruida en estudios y/o locaciones naturales, sino en un mero escenario teatral del siglo XIX, rescatando así, de un simple plumazo, el impulso lírico, desbordado, de las comedias musicales hollywoodenses de los años 30/40/50, en las que un pequeño teatro o un reducido cabaret se transformaban en espacios enormes, vastos, imposibles, capturados por una cámara cinematográfica siempre móvil. Por supuesto, es lógico que estas audacias estilísticas posmodernas molesten a más de uno, pues se puede alegar que todos estos fuegos artificiales en la forma distraen del fondo de la novela de Tolstoi.  No lo creo: de hecho, el guión, escrito por el dramaturgo Tom Stoppard triunfa en un territorio en el que fracasaron las adaptaciones de 1935 y 1948. Esto es, en balancear de una forma mucho más funcional el triángulo trágico amoroso de Anna/Vronsky/Karenin con la feliz historia de amor entre el idealista propietario Levin y su adorada jovencita aristócrata Kitty. Incluso, Stoppard se da tiempo para mostrarnos la vida y la muerte de Nikoai, el hermano radical de Levin, un personaje fundamental para entender el ánimo revolucionario que se estaba anidando en la decadente Rusia zarista de fines del siglo XIX. Estoy convencido que el triunfo o fracaso de las distintas versiones que he visto de Anna Karenina inicia en la elección del reparto. En este sentido, Wright estuvo inspirado: Keira Knightley es incapaz de la sensualidad misteriosa de la Garbo, pero su Karenina es más interesante que la de Leigh. Está más francamente erotizada, por supuesto, pero también es mucho menos agradable: más cruel con su marido cornudo, más exigente con su barbilindo e inútil amante, más histérica en su creciente soledad. Jude Law es un Karenin menos contundente que Basil Rathbone o sir Ralph Richardson, pero más fiel al espíritu del personaje de Tolstoi. Law entrega un personaje más frágil, más víctima que victimario, mucho menos seguro de sí mismo que sus contrapartes de los años 30/40. En cuanto a Vronsky, no hay mucho qué objetar: es interpretado por Aaron Taylor-Johnson (el baboso gringuito mariguano de Salvajes/Stone/2012) y la blandura del actor corresponde a la vacuidad de su personaje. Que Anna eche todo a la borda por la pasión que le provoca la cara bonita y vacía de Vronsky sigue siendo la gran tragedia (¿el gran misterio?) de la novela de Tolstoi. Quien mejor explota su personaje es, sin duda, Matthew Macfadyen, como el simpático y mujeriego Oblonsky, hermano mayor de Anna. Las interminables aventuras extramaritales de Oblonsky son la injusta imagen especular de la tragedia de Karenina: mientras su hermano es perdonado una y otra vez por sus pecadillos, ella no correrá con la misma suerte. Quien le manda ser mujer y “no seguir las reglas”. 

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