Revista Videojuegos

Cuentopharmaco: ‘Sin continues en el Valle de Salinas’

Publicado el 17 agosto 2016 por Ludopharmacos @ludopharmacos

No me acuerdo si fue un miércoles o domingo que la conocí. Es indistinto, porque ya había perdido la noción de los días y el tiempo. Lo que valía a la historia, era haber logrado un contacto. Una charla, un acercamiento con otra persona. Para un fóbico que ama los deportes en solitario, la lectura y los videojuegos, lograr conectar con otra persona que no sea una entidad digital es todo un acontecimiento.

Pero no importa lo que diga, pues pese a eso, yo tenía que dar una conferencia. Estaba en la Biblioteca Municipal de Salinas; en aquel entonces me encontraba yo vagabundeando por la Costa Oeste, siguiendo los pasos de algún personaje de Steinbeck. Ese autor me maravillaba por demás.

Aunque, en realidad, estaba ahí por una razón: tenía miedo a morir. Hacía tiempo me sentía muerto por dentro y algo irremediable se figuraba en mi psiquis: el ansiado final estaba cerca y no sabía cómo enfrentarlo. Cuando esa sensación de ahogo, de muerte, de desidia mental se hizo tan fuerte que no podía contenerla con cerveza, con la bolsa de boxeo o con veinte horas seguidas de Gauntlet IV decidí que era el momento: tenía que irme a otro lado. A morir solo. Eso iba a suceder, no había ninguna chance que no fuese así.

Además de fóbico soy ante todo precavido y preveí que debía hacerme un chequeo médico cuyo resultado ya sabía: nada malo había en mi. Con la constancia clínica de mi sanidad, comprendí que mi muerte era interna y que nadie más que yo podría verla, por lo que mi deceso acontecería igual. Mi razonamiento fue el siguiente: si solo yo se que voy a morir, y nadie más lo sabe, ¿por qué no me voy para huir de todos los que se acercan diariamente con saludos fríos, miradas tibias y presencias cuanto menos inoportunas?

Agarré los libros que tenía, junté los cartuchos de family y Sega, tomé las consolas por los cables, armé y desarme joysticks que creía muertos, puse todo en una caja y me fui al Parque Centenario. Escribí en un cartón, con mi letra de niño cuasi escolarizado, ‘Gran Barata’ y la gente se llevó casi todo.

No gane mucha plata, pero eso, más el último sueldo recién depositado y un pequeño préstamo que pude hacerme en una de esas casas de dudosa reputación me alcanzaron. Total, no iba a volver, las deudas no se heredan, y si se heredan, poco iba a importarme a mi, un cadáver andante. En menos de una semana desaparecí de mi Buenos Aires para siempre y nadie supo a dónde me fui.

Elegí el Valle de las Salinas pues siempre me obnubilaron las descripciones de Steinbeck. Nunca me interesó en lo más mínimo viajar, juntar plata para eso, armar las valijas y sacar fotos. Para eso tenía mis libros o videojuegos: con un par de píxeles proyectados en una pantalla se puede ir a cualquier lugar del mundo desde el sillón de tu casa sin tener que ver la cara a otros indeseables, ni soportar horas eternas en aeropuertos y asientos horribles donde nunca entras. Porque, además, soy alto y los viajes en todo tipo de transporte, además de provocarme ataques de pánico, se transforman en dolores absurdos de piernas que nunca caben en los asientos.

Al llegar me instalé en la pintoresca ciudad de Salinas. Pese a que estábamos lejos de los 60′, y que Salinas era una ciudad marginal, todavía quedaba un reducto de hippies sucios y roñosos que se negaban a insertarse en la sociedad. Me hacían acordar a mis sobrinos, de dos y tres años, que recién estaban interpretando las normas sociales que nos rigen, como por ejemplo, aquella que nos hace dormir de noche y despertar de día, hecho por el cual los pendejos, al no comprenderlas, siempre se levantaban cuando se les antojaban y no paraban de molestar.

Conseguí trabajo rápidamente. A la noche manejaba un taxi durante unas cuatro o cinco horas. No había mucho movimiento, pero me alcanzaba para pagar una pieza, comer, ir al cine y sacar libros de la biblioteca. Para acceder a ella había que tener un carnet, y para el carnet era necesario tener un trabajo. Todo era muy absurdo y si creen que asociarse a una biblioteca es igual a como sucede en el Monkey Island, están en lo cierto. Solo que no se puede mentir porque la bibliotecaria tiene un tongo con el sheriff del condado y enseguida te hacen averiguación de antecedentes, y convengamos que mi situación era un poco crítica.

De todas formas, podría haber mentido. Ya estaba muerto, no me importaba absolutamente nada más que terminar de morir de una vez por todas. Pero no lo hice y obtuve mi carnet, por lo que esperaba la muerte en la biblioteca, o gastando unas moneditas en el único arcade de la ciudad, que ya tenía unos cuantos años, estaba lleno de drogadictos y mexicanos, había olor a vino húmedo, putas viejas y todo se asemejaba mucho a Flores. Me gustaba un poco eso.

Los días fueron pasando entre nubes de humo, carretas repletas de naranjas y mandarinas de la campiña californiana, pasajeros irremontables y partidas de Gauntlet. No moría y no sabía qué estaba sucediendo. Sentía la muerte próxima, mojándome la oreja, punzándome el ombligo, apretándome la nariz. Más no aparecía y yo comenzaba a enloquecer.

‘Estoy haciendo algo mal’, pensé.

Había perdido la noción del tiempo. Solo manejaba el taxi, iba a la biblioteca, luego al arcade, y después comía algo, dormía unas horas y así transcurría el tiempo. No tenía reloj, el otro conductor venía a buscarme cuando empezaba mi turno y yo dejaba el auto cuando terminaba el mio. Durante los momentos arriba del coche miraba la hora, luego jamás. Medía el tiempo en base a las partidas jugadas, las páginas leídas o las chicas que espiaba desde los rincones que habitaba.

En una de esas pispeadas, apareció Ella.  Cuando yo tenía diez años sucedió un hecho fascinante que más de uno debe recordar. Y no porque ustedes sepan quién soy y conozcan mi vida a la perfección: es un hecho sabido que todos pasamos por esto. Pues a mis diez años apareció ella, La Más Linda del Amor, la Playstation, que, al encenderse de la mano del Crash Bandicoot, me produjo una parálisis de las emociones tan fuerte, que jamás en mi vida logré recuperarme y perdí conexión total con la sorpresa. De ahí en más, ya nada me emocionó ni sorprendió. Los grandes amores tienen esa cualidad absurda de obstruirte los pensamientos y dejarte en un estado de shock permanente.

Más esta vez era un ser orgánico, vivo, y no una caja de plástico y circuitos asexuales, más viva que muchos otros seres vivos y más bella que otros tantos. Tenía pelo corto, de colores que no puedo describir por falencias cromáticas, era delgada, un poco más baja que yo y le gustaba la literatura fantástica. Eso siempre me hace pensar: quiénes gustan de los mundos fantásticos suelen ser más interesantes, porque para que quedarse en narrativas soporíferas que deben irse hacia devaneos existenciales superfluos, cuando podemos escapar hacia otros mundos más coloridos, vivos y extraños. Lo mismo sucede con los videojuegos.

Sentí otra parálisis de las emociones similar a mi primer experiencia con Crash Bandicoot. Solo que ahora lo comprendí un poco más: empecé a morir a los 10 años y ahora estaba muriendo, al fin. Moriría para siempre. Ya no más emociones absurdas, no más taxis y granjeros analfabetos, no más recuerdos de una Buenos Aires que nunca supo mi nombre. Era ella la mensajera, era ella quien venía a matarme de una vez.

Entonces hice algo improbable: me acerqué a hablarle. Me contó que militaba en el partido demócrata. O en el republicano. No lo recuerdo pues para mi las monedas tienen dos caras y las dos caras siempre forman parte de la misma moneda. Por supuesto que no se lo dije.

Hablamos bastante. De literatura, de política, de ciencia ficción y un poco de videojuegos. Me dijo que no jugaba porque no tenía tiempo: yo le dije que es al revés, que cuando no tenes tiempo, jugas, pues jugar es el reloj que nos guía. Me acorde que no tenía reloj, que mi mente corría hacia la muerte inmediata y le pregunté, entonces, qué pensaba de la muerte.

-No se. Todos nos vamos a morir
– Yo creo que voy a morir pronto.

Se rió y su risa fue un rayo que atravesó mi destruida psiquis. Me hallaba en una ciudad que no conocía, hablando un inglés de mierda pero nadie se animaba a preguntarme si era latino, pues allí la mitad de la población era mexicana y todos querían mantener la apariencia de una comunidad más lo cierto era que todos te miraban raro. A mi no me importa porque siempre me miraron como el orto. Hablamos un poco más y nos fuimos.

En Salinas se organizó un pequeño festival de videojuegos. Me anoté como orador pues quería, antes de morir, dar a conocer mi amplio conocimiento videojueguil. Yo sabía que iba a morir pronto. En pocos días. Y si no sucedía, forzaría la situación. Si he forzado muertes en videojuegos, por qué no hacerlo en la vida real. ¿Cuál es la diferencia? Yo se los puedo decir: la diferencia está en la facilidad. Es fácil morirte arriba de unos pinches en el Prince of Persia pero en la vida real eso no puede funcionar muy bien: a lo sumo terminas mutilado, lo cual es peor, pues luego complica el reintento.

El sábado yo ‘expuse’ a las 21 y ella me estaba mensajeando. No sé de dónde sacó mi número. De hecho, yo no recordaba tener celular pero ahí estaba yo, nervioso, fóbico, cada vez más muerto, y hablando con una chica hermosa.  Me dijo que tenía una cena, que después pasaba y no llegaría a mi charla sobre la Comedia Universal en Monkey Island.

Mi charla había sido un éxito. Hice reír a muchos, la gente entendió el concepto, comprendió que el Monkey Island es un gran sketch y que por eso el juego pervive en la gente.

Llegó pasada la una de la madrugada, tomamos una cerveza, vimos otras charlas, jugamos unas vidas de Gauntlet y nos fuimos:

-Bueno, ¿vos para donde arrancas?
– Para tu casa, ¿no?
-Si, dale. Pero no es una casa, es un cuarto.
– No importa

Vino a casa. O a mi cuarto. Hablamos de literatura, de escritoras de ciencia ficción y fantasía. La desnudé, me desnudó, y descubrí sus tatuajes. Tenía unos cuantos, de vivos colores como su pelo. Tampoco se describirlos, tengo serias falencias cromáticas. Pero eran bellos,muy bellos y yo los mordía. Quería comerlos. Quería comerla. Era suave, dulce, ambrosía pura. El cuarto estaba oscuro, los tatuajes brillaban, sus ojos reflejaban formas imposibles y mi mente se caía a pedazos mientras los orgasmos acontecían uno tras otro; cogimos varias veces y yo moría cada vez más y más: el clímax sexual es un punto de no retorno donde la mente desaparece y la muerte está más presente que nunca. Comprendí, entonces, que ya iba a morir.

Pero no quería morir encima de ella. Quería morir, si, pero deseaba tenerla encima de mi otra vez. Y otra vez. En algún momento nos dormimos y mi mano no salía de sus tatuajes, que surcaban una cadera. Me hubiera gustado ser un surfeador californiano, pero del tamaño de un piojo, y surfear a través de esas caderas, esos huesos que tanto me gustaban.

Nos levantamos casi al mediodía. Once y media. Ella se tenía que ir a su casa, pero yo antes le pregunté si quería desayunar. Me dijo que si y fui a comprar pan al supermercado, para hacer tostadas En el cuarto tenía una tostadora y una máquina de café express. Le pregunté si eso le gustaba, que yo desayunaba eso pero podía comprar otra cosa.

Volví con el pan, más preservativos y unas exquisitas naranjas de la campiña de Salinas. Puedo asegurarles que no existen cítricos más ricos que los que se cosechan en el valle de las Salinas.

Llegue y ya se había vestido, ‘te vestiste’ le dije. ‘Si, qué tiene’ me dijo medio riendo. Tosté el pan, exprimí jugo, hice café, comimos, hablamos de libros, ella chusmeaba entre los pocos que había en mi cuarto; era placentero verla mirar entre los recodos de mi mente muerta, que se proyectaba en esos tomos, en los cartuchos desperdigados, en mi PSP pirateada…

Se fue al rato y nos despedimos con un largo beso. Yo no podía sacar los dedos de sus tatuajes, de los colores, de ese brillo intenso que no puedo describir. Pero se fue y a fin de cuentas, eso era lo que esperaba.

La primer señal había llegado a mis diez años, con la Más Linda del Amor. Ahora, diecisiete años después, llegó la segunda señal, que nuevamente paralizó mis emociones, puso en shock y en estado de bugueo total mi mente, que ya venía dando chispazos y pantallazos azules. No podía tolerarlo. Sentía la opresión mental, la muerte, el continue que se escurría entre mis dedos, anillos dorados escapando de mi, honguitos verdes que caían siempre al vacío, flechazos que no iban a mi corazón pero que destruían mi torso, mutilaban estas piernas, estos dedos.

Me acosté, más apesadumbrado que nunca, con la idea fija: hoy voy a morir, esto se termina. Tome mi PSP, que no era una PSP sino una consola china con emuladores viejos. Me enchufé al Gauntlet IV con la convicción de morir para siempre. Atravesé dungeon tras dungeon y moría siempre, más seguía acostado, sin morir, con la mente destruida, las emociones paralizadas, la vida perdiéndose entre bytes, los impulsos nerviosos transformándose en hachas, en goblins amasijados, en escaleras infinitas; me vi a mi mismo como nunca antes me había visto, huyendo de la vida, escapando de mis prestamistas, matando y cercenando esqueletos, pero por sobre todas las cosas me vi muriendo aguardando la tercera parte, la última señal, el golpe certero…

La tercera es la vencida, dije, y me acosté a morir.


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