Revista Cultura y Ocio

De Cultura, subvenciones y bastardos. Y algunas propuestas

Publicado el 05 febrero 2012 por Gonzaloalfarofernández @RompiendoV

La prueba irrefutable de que la Cultura es el mejor y a veces único adalid y garante del progreso, forja de la ética y bastión de la sabiduría, es la inquina y desprecio absoluto que le profesan los peores gobiernos: los dictatoriales y los demagógicos. Esa lacra de regímenes nefastos que representan todo lo contrario a lo que encarna el mundo de la Cultura y que tienen por su más fértil tierra los eriales incultos donde ella no ejerce imperio. Porque la Cultura es y será siempre el mayor azote de los malos gobiernos, la espada damocliana que se cierne sobre ellos sin piedad, que jamás se somete a sus dictámenes ni rinde pleitesía a sus maniqueos y cínicos idearios; y aún menos se arrodilla ante sus bastardos intereses y sus viles intenciones. No es por ello de extrañar la guerra sin cuartel que le han declarado esos seres mezquinos que no añoran el poder impelidos por una fuerte vocación filántropa y la voluntad irrenunciable de construir un mundo mejor, sino que actúan movidos por el único e infame anhelo, crecido de vanidad y altanería, de satisfacer sus más íntimos deseos de gloria. La única a la que pueden aspirar al carecer de talento alguno. Razón que se añade a la tirria que le tienen a quienes lo poseen. ¡Lo que faltaba, se suma la envidia!
   Si lo piensan, es lógico que odien a quien sacude el podrido esqueleto del sistema, edificado por arquitectos ineptos con mampostería corrupta, y en el que se han encaramado a la cúspide con malas artes. ¿Cómo no temer y odiar a quien puede precipitarlos desde lo alto de su endiosada posición?
  Odio hereditario que aproxima como dos gotas de agua a las dictaduras y a las demagogias. En realidad, entre ambos regímenes lo único que cambia es la forma de combatirla, no la intención última de aniquilarla.
   En las dictaduras, a la Cultura se la barre sin miramientos. Con dos bemoles. Y después, para jactarse de su triste victoria, enseñorean en su lugar al engendro superviviente de la masacre: un lacayo tullido, deforme y enfermo que en lugar de hundir sus raíces en el suelo para afianzar, fortalecer y proteger la tierra de cualquier sacudida (política, religiosa o militar), acobardado y debilitado pasea sus tísicas raíces por la superficie, arrastradas como gusanos, con la fuerza justa para levantar el raquítico bulbo en saludo marcial al nuevo ídolo.
   Oficializada por decreto, para entendernos, que es lo mismo que ponerle el sello de defunción, fulminando a las bravas y por el imperio del miedo su espíritu crítico y combativo.
  En las demagogias, en cambio, trocan el imperio del miedo por el del hambre, condenando a la miseria del anonimato a quienes no les siguen el juego. Quieren lograr lo mismo pero sin que lo parezca, y para ello han inventado toda una sofisticada ingeniería destructiva, subterránea y subliminal. Un arsenal de maldades sin fin. Les gustaría aplicarle la misma medicina que usan para con ella las dictaduras, pero están atrapados en su propia naturaleza hipócrita, pues toda demagogia se fundamenta sobre la impostura y el engaño. Si cogieran el toro por los cuernos pondrían las cartas sobre la mesa y sucumbirían. Su proceder ha de ser siempre a base de subterfugios y triquiñuelas. Y así, como no pueden calzársela a las bravas como desearían, imitando a los que en el fondo tanto envidian, han desarrollado un maquiavélico sistema para lograrlo.
   Voy a dar cuenta ahora, brevemente, de algunas de estas despreciables prácticas. ¡Que se les ve el plumero a una legua a estos bastardos!
   Una forma de erosionar su prestigio y ascendiente consiste en asignar la cartera de Cultura, sistemáticamente, a los miembros más incultos, torpes y necios de la secta en el poder –con rarísimas excepciones, que haberlas haylas y es justo reconocerlas-, destacándose en semejante estrategia los sociatas, verdaderos maestros en el arte de las marionetas. Es una forma bastarda de intentar asociar en el subconsciente colectivo la palabra Cultura con el cretino de turno. Porque como son tantos de la misma catadura los que se suceden, la gente termina por relacionar la estupidez congénita de los responsables del Ministerio con la Cultura misma. No es sino su declaración abierta de enemistad, su forma de ningunearla tratándola con tanto desprecio, como cosa sin importancia cuyo desempeño puede cumplir el mayor mentecato del mundo. Sin embargo, con semejante proceder, se están delatando sin quererlo, mostrando a las claras, al maltratarla de esa injustificable manera, el miedo que le tienen. Los cobardes.
   Otra fórmula muy eficaz y extendida es la de denigrar el término mismo, llamando Cultura a la cultureta, sin hacer, maliciosamente, distinciones entre ambas, pero apostando por la segunda, a la que promocionan en los medios hasta el vómito. Consiguen con esto que a muchas personas, al oír la palabra Cultura, en lugar de venírseles a la cabeza tan respetables nombres como los de los señores Cervantes, Nietzsche y compañía, se acuerden de los actores, cantantes, modistos e insustanciales personajes faranduleros de moda.
   Vamos a hablar también, por qué no, de los premios. Otro lavado de cara que sirve además para lucir modelito y sonrisa en las suntuosas y mediáticas ceremonias de entrega. Esos tronchantes premios literarios que parecen de cachondeo y provocan las más de las veces, en lugar de respeto y admiración, grandes carcajadas o náuseas. Quieren revestirlos de prestigio como si no se supiera lo que se cuece, como si el personal, hastiado de tanta tontería y despilfarro, no supiera que los premios gubernamentales están politizados a más no poder y se otorgan según la simpatía, amistades, apellidos y afiliaciones de los nominados. Así que cada partido tiene sus candidatos y ganadores, sea en el ámbito nacional o en los estercoleros autonómicos. Por no hablar de esos jurados que ni Berlanga los escogería con más tino, que ahí está el alcalde presidente del jurado que no ha leído un libro en su vida, la concejala de Cultura que piensa que Shakespeare es una marca de sujetadores, el delegado de no sé qué que no sabe ni qué pinta ahí, el escritor famoso al que han encumbrado y devuelve el favor o el maestro de escuela pedante –que siempre lo hay- que confunde los best seller con los Nobel. Y respecto a los premios que inventan las editoriales, qué decir de ellos que no se sepa: son propaganda, descomunales estrategias publicitarias que nada tienen que ver con la literatura. Sólo un bobo puede creer a estas alturas que esas fábricas usureras de libros conceden premios millonarios por filantropía literaria.
   Otro proceder abominable con que machacan la Cultura es con el siempre polémico tema de las subvenciones. Esas supuestas subvenciones culturales que son todo menos eso, culturales. Es lo que les decía al principio, la estrategia del hambre, que consiste en negarle el éxito a quien no comulga con su credo y promocionar sólo a quienes les doran la píldora por cobardía o codicia. O que al menos transigen con sus corruptelas sin decir esta boca es mía. Con este vil engaño hacen creer al pueblo que protegen y promueven lo único que verdaderamente, junto al oro –si les queda-, es patrimonio común y real del pueblo, el único tesoro seguro e imperecedero que posee.
   Que, por cierto, a ver si algunos se enteran de una vez: el Patrimonio Cultural es algo más que sus edificios emblemáticos…
  Sí, el asunto de las subvenciones tiene miga. Si atendemos a que es dinero público y no privado el destinado a las susodichas subvenciones, la fraudulenta adjudicación de las mismas bien puede considerarse un atraco a mano armada, pues no hacen otra cosa, en el fondo, que repartirse el dinero entre los amiguetes. Han conseguido de esta guisa, sobornando a diestro y siniestro con ellas, privar al pueblo de una Cultura que lo defienda para endilgarles una cultureta de entretenimiento, anodina y soez, que les hace la cama y socava poco a poco los más virtuosos principios, dejando al pueblo desnudo y sin guerreros; han silenciando los cañones críticos que los mantienen a raya para dedicarse a fabricar en masa inofensivos látigos con que azotan ellos mismos, cariñosamente, al sumiso pueblo. Porque en este país, que nadie se engañe, Cultura subvencionada significa cultureta vendida.
   Miren ustedes, se están haciendo las cosas al revés. Peor imposible. Y se están haciendo mal adrede, que es lo peor de todo. Seamos sensatos, si quisieran ustedes contribuir a la causa literaria, ¿a quién le brindarían su ayuda, al escritor que encerrado en la soledad de su lóbrego estudio se machaca los sesos y la salud pariendo sus obras, o al editor que se lucrará más tarde con las mismas, explotándolo, además, miserablemente? ¿Qué país civilizado es aquél que usa los fondos públicos para favorecer el negocio de quienes actúan sólo por lucro personal, mercadeando con la cultura, y en cambio abandona a su suerte a quienes se entregan en cuerpo y alma a enriquecer la vida del país, esos sufridos gladiadores de las letras?
   No nos engañemos, aquí se subvenciona a cualquier cretino, pero señálenme a un solo intelectual de categoría, un escritor, un artista o un filósofo que trabaje de forma independiente, seria y honesta y que reciba un solo céntimo del Estado. Ni tan siquiera uno solo, señores. A los intelectuales comprometidos, ajo y agua. Y este dato, verídico y demostrable, me reconocerán que es cuanto menos sospechoso. No creo necesario recordarles a los grandes intelectuales que se han muerto en la miseria, ni que contraste tan triste imagen con los empresarios chulescos, sinvergüenzas y prepotentes cebados por el Estado. Esos seres zafios y avarientos que no tienen interés alguno en distinguir el grano de la paja, centrados exclusivamente en contar los billetes; esos que les cierran la puerta a cal y canto a grandísimos genios y encumbran a verdaderos necios rastreros sin talento. Uno piensa en cuántos grandes genios se habrán perdido entre el polvo y el hambre, cuántas grandes obras le han sido arrebatadas a la humanidad por culpa de tantos cretinos -obras que habrían contribuido, aportando su grano de arena o su montonada, a saber, a mejorar este mezquino mundo- y no puede uno sino ciscarse en su muertos. En los de los malnacidos que por viles intereses quemaron, rompieron o silenciaron para siempre tan valiosas creaciones. Y jurarles, además, odio eterno.
   Pero volviendo al presente… ¡Que se vacíen los bolsillos los productores de bodrios cinematográficos rodados con dinero público y los editores que perciben cuantiosos favores a cambio de no publicar a los autores que puedan socavar la ideología de la secta que les apoquina la subvención! Sí, señores, esto es una mafia en toda regla, la ley del silencio institucionalizada, sucios intereses económicos y políticos escamotean al pueblo la Cultura. Ah, la siempre maltratada Cultura en esta patria ingrata. Esta es su forma de subvencionar la Cultura. La cultureta, quiero decir, la que ellos quieren, la de los trepas oportunistas como ellos que lejos de hacer peligrar el tinglado tan infame que se han montado, lo consolidan y aplauden. Que basta saber de qué pie cojea cada uno para, según quién gobierne, hacer cábalas exactas acerca de quién se llevará el lote más jugoso.
   A los intelectuales de verdad, si pudieran, los gasearían. Siempre les han estorbado. No hay régimen dictatorial o demagógico que no los haya odiado.
   Háganme caso, no hay mejor forma para desenmascararlos que atender a la consideración que tienen hacia la Cultura y sus representantes. Medidor exacto del grado de civilización alcanzado. En este punto se aprecia como en pocos la diferencia entre las dictaduras y las demagogias por un lado y las democracias por el otro. Porque las primeras sólo se desviven por idolatrar y homenajear a los muertos y vivos que se avienen con su ideario, mientras que las segundas, las verdaderas democracias, defienden a capa y espada todo el elenco cultural como patrimonio del pueblo, conscientes de su valor y sin miedo a su contenido. No tienen nada que temer, en verdad, porque sus pilares son sólidos. Ninguna tormenta puede destruir el edificio bien construido. En cambio, las dictaduras y las demagogias temen a todos los enemigos, viendo fantasmas hasta en la sopa, pues saben que su poder, en el fondo, es inmoral y en última instancia ilegítimo. Son entes enfermizos y cobardes y de ahí sus precauciones extremas. Y los mil siniestros ardides que fabrican para corromper la Cultura.
   Mucho me temo que el ser humano está condenado, por culpa de algunos, a vivir en el infierno, a no ser capaz de construir el paraíso con que las mentes más lúcidas algunas veces sueñan. Su cometido no parece ser otro que el de pisotear a conciencia tan bellos sueños. La creación de la Cultura es la más alta cumbre que ha alcanzado el ser humano y está embarrada por la bajeza moral de quienes mueven los hilos. Bien sea sometida a una cultura institucionalizada o a una supuesta cultura libre, la verdadera Cultura siempre acaba secuestrada y apaleada. En un gobierno autoritario, por los miembros y comités del Partido o dictador de turno, cegados por las directrices ideológicas. Quien quiera ver su obra reconocida, publicada y difundida, debe plegarse a tales dictámenes, castrando su pensamiento. Y en las mal llamadas sociedades libres, los intelectuales, para entronarse, deben plegarse a otras directrices tan tiránicas o más que aquéllas, que son las que marca el mercado. Es decir, en el primer caso la Cultura está amordazada por la sinrazón del fanatismo y en el segundo por el grosero interés económico. Tan embrollado, además, con el poder político -que con tanto denuedo pugna por imponer con su modelo educativo la democracia del mal gusto-, que bien puede decirse que la traba es doble.
   Y ahora díganme ustedes, ¿qué futuro nos espera si el ser humano ha caído presa de la mayor locura concebible, la de la automutilación del pensamiento? Porque no se llamen a equívoco, los intelectuales son los que siempre han movido y moverán el mundo. Le pese a quien le pese. Amordazarlos es exponerse a la intemperie en cueros y con la espada de los desalmados templándoseles en la yugular.   
   A renglón seguido voy a proponer, para que no se diga que sólo me dedico a criticar –ya veo a mis detractores afilando las garras y los aceros- unas medidas muy sencillas para sanear el podrido sistema de las subvenciones, con el fin de conseguir transformar el mangoneo reinante en un verdadero mecenazgo. Me centraré en el mundo literario, por lo que me toca, y en el cinematográfico por ser el más sensible a la opinión pública.
   Yo propongo:
   Para fomentar la lectura, ¿por qué en lugar de gastarse el dinero en ineficientes campañas publicitarias no impiden el lucro abusivo, inmoral e inasumible de los editores, fijando un tope de ganancia por libro publicado? Medida inteligente, por cierto, que es aplicable a todo lo demás: inmuebles, alimentos, etc. (si es que de verdad les importa la calidad de vida de sus conciudadanos y no sólo la de quienes los untan bajo cuerda). Porque digo yo que en lugar de un anuncio muy emotivo sobre las bondades de la lectura sería más eficiente conseguir que los libros costasen la mitad…
   Pero todavía se puede mejorar la cosa. Ya lo creo que sí. Se puede por ejemplo dividir la partida presupuestaria destinada al mundo literario en cincuenta lotes, y cada lote utilizarlo para subvencionar a un escritor. Piénsenlo bien. En lugar de gastarse el dinero en pagar al personal para contratar carísimas campañas publicitarias, costearlas después, untar a los editores y esas otras cosas en que se les va el presupuesto, directamente se ejerce el mecenazgo sobre los artífices mismos. Cada año cincuenta escritores diferentes. Una parte del dinero se utiliza para publicar su obra a un precio razonable –¡sin ánimo de lucro!- y el resto se le entrega al autor en reconocimiento a su trabajo. Ya saben, para darle ánimos y alentarlo a que siga escribiendo en lugar de recopilar cartones.
   ¿Cómo seleccionar a los autores?, se preguntarán. A mí se me ocurre una idea. Se hace un concurso público donde todos los escritores puedan concurrir en igualdad de condiciones, con sistema de plica que se respete de verdad y un comité evaluador independiente y cualificado. De entre todos los autores que se presenten los expertos seleccionan a los cien mejores. Y después se crea una web donde se den a conocer al público los seleccionados, de forma que los lectores puedan escoger a los cincuenta que consideren merecedores del honor. 
   Fíjense qué sencillo. Con este sistema de mecenazgo ganarían los escritores, que obtendrían al fin apoyo económico y promoción, y ganarían los lectores, que podrían adquirir las obras sin necesidad de vender un riñón o alquilarse por horas.
   Para que se hagan una idea de cómo sería basta con que imaginen lo contrario del tinglado ahora montado, en el que los únicos que se benefician son los editores, a costa de los escritores sacrificados y los lectores sablados. El mundo al revés, lo que yo les diga.
   Aunque lo ideal sería, ya puestos, que los escritores, atendiendo a su valía, estuvieran subvencionados por el Estado, con asignaciones periódicas acordes a su talento, a cambio de renunciar a sus derechos de autor en suelo patrio, de forma que el Estado, que sería el propietario de los mismos, pudiera publicarlos al precio razonable que les permita recuperar lo invertido. Y si la obra trasciende las fronteras, entonces los beneficios se reparten a medias entre el Estado y el autor. Y de nuevo todos salen ganando: el escritor porque podría dedicarse al fin a su labor creativa sin más preocupaciones, los lectores porque tendrían libros asequibles y el Estado porque estaría contribuyendo a fomentar la Cultura y puede, si el autor tiene éxito, que hasta haga un buen negocio.
   Y en el cine un tanto de lo mismo. En lugar de darle el dinero a los productores para que se forren haciendo bodrios, se hace un concurso público de guiones con el sistema antes mencionado de plica. Un comité experto e independiente selecciona los diez mejores y se le paga al guionista como está mandado y casi nunca se hace. Una vez que se tienen los guiones se le asigna a cada uno un lote de dinero proporcional al coste de la película que se vaya a hacer con ellos. Es decir, no se le da el dinero al productor para que contrate a su amigo director y éste mismo escriba el guión aun sin tener ningún talento literario -o delegue en otro amigo suyo con menos talento todavía-, sino que el productor que quiera trincar la subvención lo tiene que hacer con la condición de hacer esa película concreta. No se le da el dinero para irse de parranda, se le da para usar el guión premiado. Algo elemental si se pretende fomentar el cine de calidad. Porque si el guión no es bueno, ustedes me dirán lo que puede salir de ahí.
   Y lo justo sería ir más allá. Sería recomendable que al director tampoco lo eligiera el productor a su antojo, sino que hubiera un concurso público de directores, creando una web donde éstos pudieran exponer sus trabajos libremente, sean cortos cortísimos o largometrajes de nunca acabar, y que sea el público el que decida quién tiene más talento y merece la oportunidad.
   El mismo principio de justicia vale para escoger el elenco de actores, que se haría por rigurosa prueba selectiva. Sin favoritismos. Es decir, primero el guión, después el director, éste selecciona a los actores y después se le oferta a los productores el paquete entero, con su subvención correspondiente.
   Porque digo yo que con el dinero privado cada cual que haga lo que se le antoje, pero con el dinero público, ¿no sería lo justo que todos tuvieran las mismas oportunidades y que ganase el mejor?
   Que sean felices…
  
  
  
  


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