Revista Cultura y Ocio

De la salvación por la poesía

Por Calvodemora
El problema es razonarlo todo. Si prescindimos de esa inclinación cartesiana, el mundo sería tal vez más lírico. No es lírico en absoluto. El mundo, el de hoy, está despoetizado. A un objeto se le despoetiza cuando se le extrae la posibilidad de que sorprenda, cuando se le rutiniza, al cosificarlo, al convertirlo en un objeto entre los objetos, inasible, inargumentable, incapaz de conmocionar bajo ninguna circunstancia. El mundo de hoy en día ha perdido la parte metafórica con la que sale de fábrica. La han extirpado los de siempre. No hay necesidad de que yo les ponga un nombre. Confío en que todos sabréis a quiénes me refiero. No, no es que me amedrenten y no quiera señalarme, nombrándolos. Es que cada uno tiene un gremio al que culpar de este desencanto que vivimos. Grupos que se obstinan en hacer de esta vida una cosa gris, una cosa triste, una cosa rentable también. No son los políticos, o lo son de un modo tangencial. Tampoco los intelectuales, los que se pringan poco y opinan mucho, o lo son de una manera también periférica. Yo mismo, puestos a mirar con detalle, tengo una parte de esta culpa repartible. Hay veces en que lo razono todo. Veces en que no mira los objetos como si fuesen la primera vez que los miro. Veces en que sé que estoy obrando mal y, sin embargo, insisto, me esmero incluso. Estoy leyendo un poema y pienso en otra cosa. En la lista de la compra. En qué defensa pondrá Mou, el detestable, frente al Borussia. Cosas irrelevantes. Asuntos que no tienen nada que ver con el poema que tengo entre manos. Porque cuando uno lee un poema, en ese momento, no hay nada más importante en el mundo. El resto es oscuridad. La luz sale de adentro de los versos. Si uno lee poesía así, está salvado. Irá al cielo. Le verán los ángeles. Lo tendrán como uno de los suyos.
Seguramente, si le dedicas un poco de tiempo, si lo piensas, la oscuridad nos salva del fracaso. Uno se distancia de la realidad, que está minuciosamente cubierta de fragmentos insondables de luz. Se deja perturbar por la incertidumbre y una maraña dulcísima de incógnitas pilla desprevenida nuestra capacidad de razonarlo todo. La oscuridad no se razona: la oscuridad posee su propio ejército de conjurados que impiden toda posibilidad de franquearla. Ni las linternas sirven: sólo abren una brecha, un túnel inútil que tercamente araña la superficie, pero sin alcanzar el fondo. La oscuridad, a veces, se queda en uno: cierras los ojos y hasta se pierde el sonido. El pensamiento fluye con más ampulosa evidencia y se ve el cinemascope de las palabras, el turbio y apetecible fondo de catálogo de nuestra experiencia y hay hasta quien ve en ese trance a Dios. A mí el azar no me obsequió con la fe. Las sutilezas antropológicas de su discurso, su cínica observancia de unas reglas escasamente confiables al ejercicio razonable de la experiencia humana me apartan de su no dudo qué vivífico influjo. La oscuridad también es la fe. O tal vez es en esa negación resida su verdadero campo de acción. Cierro los ojos. A ver si me alcanza el numen. Acaba el poema. Buenas noches.

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