Revista Cultura y Ocio

De otra pasta

Por Revistaletralibre
De otra pasta
Por C.R. Worth
Estaba profundamente enamorada, y ese era su mayor problema. Lo tenía idealizado y aunque sus instintos le decían otra cosa, su ceguera voluntaria le repetía en su mente que estaba equivocada, que veía cosas donde no las eran y que seguro había una explicación.
Era del tipo de persona que ponía toda la carne en el asador en una relación, que amaba sin tapujos, sin dobleces y su corazón estaba abierto como un libro para la otra parte.
Como tenía fe en él, nunca lo cuestionaba, y si decía que debía trabajar hasta tarde lo creía y no se le pasaba por la cabeza que pudiera estar en otro lugar o con alguien. También hacía oídos sordos a sus amigas cuando le decían que Paco estaba actuando muy raro, que no se fiara, que habían muchas «luces rojas» intermitentes de peligro, y que lo vigilara; estaban todas equivocadas, él la quería.
Achacaba la falta de relaciones sexuales a que venía muy cansado del trabajo, a que estaba muy estresado, a que los medicamentos que tomaba quizá le disminuyeran la libido; y se preocupaba de que quizá como había puesto unos kilitos desde que se casó, no fuera tan atractiva, por lo que se puso a dieta y se cuidaba para estar siempre muy seductora comprando lencería sugerente. Pero no estaba funcionando, seguramente son las preocupaciones del trabajo.
Hablaba constantemente en el teléfono con Morales, cosas del trabajo, aunque… ¿Por qué lo llamará tanto? No se le ocurría mirar en el teléfono cuando dormía y comprobar esas llamadas, ni mirar los mensajes de texto. Para ella eso era caer muy bajo, invadir su privacidad y no se le pasaría por la cabeza hacerlo nunca; además temía su reacción, con razón, por no confiar en él y actuar como una mujer celosa. No, no, no le daría motivos para causar una pelea y distanciamiento con su pareja.
Pero resultó que Morales era Mónica, y las horas que llegaba tan tarde «hartito de trabajar», era porque se la estaba trabajando en el tálamo. Cuando él le escupió toda la verdad en la cara, diciéndole que estaba enamorado de otra mujer, no se lo podía creer; y cuando ella le preguntó entre sollozos qué había hecho mal, en qué se había equivocado, le dijo:
 ̶ Es que tú no tienes poesía.
Estaba destrozada, perpleja, ante semejante afirmación. ¿Qué demonios significaba eso? ¿Es que no era lo bastante romántica? ¿No había preparado suficientes cenas a la luz de las velas?
Después averiguó que la otra, la que estaría llena de poesía, trabajaba en un puticlub con las tetas al aire dando bailes de regazo; e incluso fue peor, cuando supo que la dicha Mónica era una más en la larga lista de chicas de alterne que su Paco se había pasado por la piedra.
No lo pudo soportar, eso ya era demasiado. Su corazón estaba roto en tantas piezas que era imposible de enmendar, y con cada nueva infidelidad que descubría era como si los añicos los machacaran con un martillo y acabara triturado.
Si, su corazón no estaba roto, estaba pulverizado; y sus lágrimas con el tiempo lo enmendaron, haciéndolo de pasta dura. El polvo mezclado con gotas de dolor funcionó como un cemento. Perdió el candor, la ingenuidad, la dulzura… la inocencia desapareció. Se volvió incrédula, desconfiada, cínica, y hasta grosera. Todos los rasgos de su personalidad se endurecieron, porque su corazón pulverizado y amasado con sus sollozos se había «reforjado» de otra pasta.

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